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Capitulo 1 La mansión Inchausti


Lee el capitulo 1 del libro "La isla de Eudamón"clikando a Leer Mas



Cuando Bartolomé Bedoya Agüero se enteró de que su tía Amalita había echado escandalosamente a su primo Carlos María de la mansión Inchausti, sintió que ésa era la solución para todos sus males. Todos sus males, en realidad, eran uno solo: la ruina en la que había caído tras dilapidar la fortuna familiar. A  su padre le había llevado toda una vida duplicar la riqueza de los Bedoya Agüero. A Bartolomé, en cambio, le llevó apenas unos pocos años acabar con ella. A pesar de su juventud, ya era un aristócrata en bancarrota, por eso la noticia de la ruptura de su tía con su primo era una buena chance de recuperar la fortuna perdida. Era el día 10 de enero de 1986, y estaba sofocado por el calor que se había acumulado en el pequeño departamento de dos ambientes en el que había recalado con Malvina, su hermana menor, cuando se enteró de la noticia. 
Lo que había ocurrido era un escándalo: la severa Amalia Inchausti había descubierto que su hijo tenía un romance con Alba, la mucama, y, producto de ese amor, ella había quedado embarazada. En apariencia, no se trataba  de un simple amorío; el joven Carlos María afirmaba estar enamorado de la mucama, y ante eso, la anciana expulsó a ambos de inmediato de la mansión familiar y cortó todo lazo con su único hijo. Siendo viuda, se había quedado completamente sola. Ante ese panorama, Bartolomé se acercó de inmediato a su solitaria tía, con la intención de ganarse su favor. Se vistió con su mejor traje, beige claro, se batió suavemente los copiosos rulos de su cabellera, y se colocó su sombrero preferido, al tono. Se puso unas gotas de perfume, imitación de uno muy costoso, y gastó un dinero imprudente en las masas preferidas de su tía. Así la visitó, luego de varios años sin verse, le expresó sus más sinceras condolencias por lo que había ocurrido, y se mostró en un todo de acuerdo con la decisión de limpiar la vergüenza familiar perpetrada por el díscolo de Carlos María. Volvió a visitarla el sábado siguiente, y el siguiente, y el siguiente. Y pronto la visita de los sábados se transformó en una costumbre: tomaban el té con masas y hablaban de la desfachatez del primo en persistir en darle un apellido tan ilustre a una simple mucama. Amalia no quería ni oír hablar de su hijo, ni de la mucama, por supuesto, ni del nieto que le darían. —Soy una pobre viuda sin hijos —sentenció con frialdad la amarga anciana. —Sin hijos no, tiíta... Yo la quiero como a una madre, ¡quiérame como a un hijo! —suplicaba Bartolomé, pensando en los millones que podría heredar de ella. Al poco tiempo empezó a visitarla dos o tres veces por semana. Se convirtió en su confesor. Más tarde comenzó a ocuparse de sus asuntos y finalmente consiguió llevarle las cuentas. Fue ahí, al inmiscuir sus narices en los libros contables, cuando su ambición descomunal encontró una medida tan inmensa como la fortuna de Amalia Inchausti. En sus visitas  cada vez más frecuentes, Bartolomé comenzó a advertir que el ama de llaves, la severa Justina, quien vestía siempre de negro y llevaba el pelo recogido en un turbante, lo miraba de manera sugestiva. Sus grandes ojos negros expresaban algo inequívoco: amor. Bartolomé se aprovechó de eso, y generándole expectativas que nunca respondería, se ganó su favor. Era bueno tener de su lado a la persona de mayor confianza de la anciana. Unos meses más tarde, el 21 de septiembre de 1986, Amalia recibió un escueto telegrama de su hijo, en el que le comunicaba que ese día había nacido Ángeles Inchausti, su nieta. Bartolomé temió que ante esa noticia la vieja se ablandara y recompusiera los lazos familiares, pero lejos de conmoverse, Amalia se enfureció aún más, indignada Con la idea de que esa bastarda llevara su ilustre apellido. Y nuevamente se negó a ver a su hijo y, sobre todo, a su nieta recién nacida. Poco a poco, Bartolomé fue ocupando el lugar del desterrado, y logrando que su tía lo quisiera como a un hijo. Albergaba la esperanza de que, llegado el momento, pudiera heredarla. Un día abandonó el caluroso dos ambientes en el que vivía con su hermana y ambos se mudaron a la mansión, en la que ya casi ni se hablaba del primo, ni de la mucama, ni de la nieta. Era como si nunca hubieran existido.

Cinco años después de la expulsión de Carlos María, Bartolomé era ya el señorito de la casa. Justina fantaseaba en secreto con él y lo que harían juntos con esos millones, pero una noticia intempestiva barrió sus fantasías de un plumazo. — Me caso, che —dijo con simpleza Bartolome, como si hubiera hecho un comentario sobre el clima. — ¿,Perrrrdón? —exclamó Justina, quien remarcaba mucho las erres, abriendo sus enormes ojos negros. —Sí, me caso —repitió Bartolome sin dar más detalles. Y lo concretó con una celeridad tal que hizo sospechar a Justina de las verdaderas razones de tan apresurada decisión. Sus temores se confirmaron siete meses más tarde, cuando Ornella dio a luz a su bebé, al que llamaron Thiago. Era el 24 de agosto de 1991. — Tiene el lunarrr de los Inchausti —afirmó Justina al ver al pequeño bebé que, en efecto, tenía un diminuto lunar en una mejilla. Bartolome era Inchausti por parte de madre. El casamiento de Bartolome, y el posterior nacimiento de su hijo, amargaron muchísimo a Justina, cuya obsesión por su señor se acrecentaba hora tras hora. Sin embargo se mantenía fiel a él y a sus planes, y accedió a interceder ante la vieja Amalia, que si bien estaba postrada en una cama desde mucho tiempo atrás, seguía con el control absoluto de todo lo que ocurría en la casa. Justina le aseguró que esa tal Ornella era una chica de muy buena familia, y la tía Amalia estuvo finalmente de acuerdo con la idea de que vivieran en su mansión. Pero a pesar de lo que aparentaba ser, desde el día en que llegó hasta el día en que se fue, Ornella tuvo en Justina a una acérrima enemiga.

La vida transcurrió sin novedades durante un tiempo. El pequeño Thiago crecía feliz en la mansión, en tanto que el amor de Justina por Bartolomé aumentaba su infelicidad, proporcionalmente a la impaciencia de su señor. — ¡No se muere más esta vieja! —refunfuñaba Bartolomé. —Y sí, tiene una salud de hierrrrro la desgraciada. Puede llevar arios... — ¿Qué me estás sugiriendo, Justin? —preguntó Bartolomé con ganas de que Justina sugiriera eso que él no se animaba a hacer. —No sugiero nada, mi señorrr. Digo que la madre de la vieja, la finada Rosa María, murió a los 102 arios... Son de carretel largo. — ¡Se me va la vida esperando! —se quejó Bartolomé. Y su descontento se repetiría hasta el hartazgo.

Pero no tuvo que esperar demasiado. Un día de julio de
1996 la tragedia golpeó una vez más a la familia Inchausti: su primo Carlos María falleció en un accidente de tránsito. La noticia devastó a la anciana Amalia. Fiel a su estilo, no podía amar bien a los suyos mientras estuvieran vivos, sólo los amaba cuando morían. Y la trágica e inesperada muerte de su hijo la quebró hasta la enfermedad. Bartolomé estaba casi en la gloria: muerto su primo, ya casi no había obstáculos entre él y la fortuna de su tía, sólo restaba esperar a que la vieja estirara la pata. Sin embargo, ocurrió algo fuera de todo cálculo: su tía, desolada y enferma, comprendió tarde la importancia de la familia, y le pidió a Bartolomé que encontrara a su nuera y a su nieta. Al no haberse casado nunca con su hijo, quedaban excluidas de la herencia, y Amalia quería reparar esa injusticia antes de morir. Claro que Bartolomé le prometió encontrarlas, y con gran desazón le informaba cada día que todas las búsquedas eran infructuosas. — ¡Como si se las hubiera tragado la tierra, che! —exclamaba Bartolomé, con su mejor cara de circunstancia. — ¡Ni rrrastros! Más difíciles de encontrar que sepulturero en la nurrrsery —acotaba Justina, amante de las metáforas mortuorias. Amalia Inchausti les suplicaba que redoblaran sus esfuerzos. Les facilitaba todo el dinero que necesitaran para encontrarlas, dinero que por supuesto era gastado en perfumes originales y vinos espumantes con los que Bartolome brindaba por la cercana fortuna. Mientras tanto, la culpa y la tristeza agravaron la enfermedad de la anciana. Era sólo cuestión de días. — Todo marcha a pedir de boca, Justin. Acabo de hablar con el médico personal de la vieja, dijo que le quedan apenas horas... Hoy, a más tardar mañana, la vieja espicha, ¡y los millones  son ours! Los días pasaban sin novedades, hasta que una noche fría y tormentosa de agosto algo sacó de cauce la rutina de la mansión. Justina amaba las tormentas, pero Bartolome las temía. Sin embargo, esa noche pensó que una buena tormenta era el marco ideal para que la vieja estirara la pata. Estaban en la cocina, planeando lo que harían con los millones, cuando alguien hizo sonar la aldaba. En ese preciso instante la lluvia se volvió más intensa. Cuando Justina abrió la puerta, se topó con una nena de diez años, que lloraba.  Era Ángeles Inchausti. Y más atrás estaba su madre, Alba, la mucama, la viuda de  Carlos María. La mujer estaba embarazada, a punto de dar a luz. Con sus últimas fuerzas pidió ayuda, y se desmayó. Mucho pesaría en la conciencia de Justina todo lo que ocurrió aquella noche en que la muerte sobrevoló la mansión Inchausti, oculta bajo varias máscaras. Aquella noche infausta hubo una muerte deseada, una muerte evitable, una falsa muerte y una muerte segura. Justina tenía algunos escrúpulos y ofreció cierta resistencia, pero todo fue decisión de Bartolomé, quien era su señor, su amor, su debilidad. —¡Diez arios! —exclamó él entre susurros, en un pasillo de la planta alta, junto a la habitación de huéspedes en la que habían depositado a Alba—. ¡Diez años estuve cuidando a esta vieja maldita, para que ahora venga una camuca arribista, con una hija bastarda y otro por nacer a quedarse con mi fortuna! ¡Con nuestra fortuna, Justin! — Pero, señor... —intentó contradecirlo Justina—. Es una vida. Dos vidas. ¡Tres vidas, mi amor, digo, mi señor! — ¿Y desde cuándo te importa tanto la vida a vos, chitrula? —refutó Bartolomé. — Llamemos a un médico, señor —suplicó Justina—. ¡Va a parir de un momento a otro! Bartolomé comprendió que tendría que apelar a la seducción para convertirla en su cómplice. Entonces se colocó por detrás de ella, y le susurró al oído. — No vamos a dejar que nadie se quede con nuestros millones, Justin. Pensá en la panzada de placeres exóticos que nos vamos a dar juntos... ¡Estoy en mis treinta, che! ¡Ya me merezco una vida de lujos! — Pero, señor, ¿vamos a cometer un asesinato? —¿Quién habló de asesinato, Justin? Nada de eso... Mirá, la madre, pobrecita, llegó muy enferma. Murió al dar a luz. Y el bebito o bebita, pobre alma, también espichó en el parto... — ¿Y la otra? —objetó Justina—. ¿Cómo pasa a mejor vida? Usted... ¿tiene el estómago como para hacerlo? — No tenemos que hacerlo nosotros. Lo hará la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. Y el plan resultó. Casi en su totalidad. Alba murió en el parto. Pero el bebé, que fue una niña, sobrevivió. Bartolomé decidió entonces que también sería víctima de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. Y allí fueron, al bosque, con la pequeña Ángeles y la beba recién nacida. A Ángeles la abandonaron en lo más espeso de la arboleda. La idea inicial era dejar a la beba en el otro extremo. Alejadas ambas de la suerte y de la gracia de Dios. Pero Justina manifestó que ella misma se encargaría de la recién nacida, y Bartolomé se lo agradeció; le desagradaban esos menesteres. En el instante en que Bartolomé comunicaba, apesadumbrado, la trágica noticia de la muerte de Alba y su hijita it la vieja Inchausti, Justina salvaba de la  muerte a la beba. Compadecida, la escondió en un recóndito sótano de la mansión. E irónicamente le puso el nombre de Luz a quien ocultó en
las sombras, para rescatarla de la oscuridad de la muerte. Sumergida en la culpa y la tristeza más profundas, Amaba Inchausti murió esa misma noche en que recibió la notiCia. Y Bartolomé presenció, ¡al fin!, la muerte de su tía. Una muerte tan deseada. Alba Castillo fue condenada a morir, ignominiosamente, por Justina y Bartolomé. Una muerte evitable. Luz Inchausti murió sin morir. Sobrevivió en secreto, proegida por Justina, pero alejada de la realidad. Una falsa muerte. Y Ángeles Inchausti fue abandonada para que muriera en medio de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque. desamparada por completo y sentenciada a una muerte segura. Unas horas antes de ser abandonada en brazos de la noche, el invierno, la tormenta y el bosque, cuando aún su madre estaba viva, Ángeles recibió un regalo. Mientras Alba agonizaba en una cama extraña, el hombre de ropa ridícula y la mujer vestida de negro cuchicheaban en una habitación. Ángeles aguardaba sentada en el piso del pasillo. Intentaba no llorar, porque sabía que cuando sus enormes ojos celestes derramaban lágrimas, el mundo entero lloraba con ella. Cada vez que Ángeles lloraba, llovía. Por eso hizo todo lo posible por no llorar, porque esa noche ya era lo suficientemente triste. Sin embargo, tenía muchas ganas de desahogarse. De llorar la muerte de su padre, la enfermedad de su madre, la pobreza y el desamparo en el que vivían. Ángeles luchaba para controlar su angustia y sentimiento de orfandad, hasta que el cansancio la venció. Pero como el lugar le resultaba inhóspito, no llegó a dormirse del todo, y a los pocos minutos la despertó un olor dulce y penetrante. Creyó estar en la cocina de su casa, donde su madre cocinaba la torta de limón que tanto le gustaba. Pero no, aún permanecía en ese pasillo oscuro y aterrador, por el que al rato, sin embargo, vio acercarse a un anciano. Su sonrisa le dio tranquilidad, parecía un buen hombre. Además su cuerpo desprendía algo así como lucecitas blancas, brillantes, hermosas. El anciano sonreía. Y la llamó por su nombre. —Ángeles... Es muy importante que recuerdes siempre quién sos. Esto te ayudará a recordarlo —le dijo mientras le entregaba una pulsera de cuentas de plástico, con una medallita con un símbolo extraño—. Cuidala mucho, por favor. Ella se lo prometió y el anciano se fue de la misma manera que había llegado, en secreto. Ángeles no lo sabía —¿cómo podría saberlo?—, pero ese anciano que le había regalado una pulsera era Urbino Inchausti, su abuelo, quien había desaparecido misteriosamente, mucho antes de que ella naciera. Bartolomé estaba exultante. Había muerto su tía Amalita, habían desaparecido todos los herederos, y el heredero universal, en consecuencia, era él. Él y su hermana, es decir, él. Tenía una felicidad que lo tenía llorando todo el día. Estaba hasta más bueno, más tierno con su hermana, con su hijito, con su mujer. Justina observaba con un amargo resentimiento esa ternura. Lo único que alumbraba un poco su alma sombría era esa frágil beba que había salvado de la muerte, y que mantenía oculta en el recóndito sótano de la mansión. Comprendió que iba a ser necesario mantenerla allí un buen tiempo, por lo que empezó a acondicionar en secreto el lugar. Lo calefaccionó y comenzó a decorarlo. Esa maternidad usurpada había despertado en  ella los sentimientos más nobles, y le había hecho revivir  su gran pasión: los musicales. Comenzó a decorar el sótano como un pequeño teatro, una suerte de café-concert. Había un escenario, había telones rojos, había música, había vida. Mientras tanto, Bartolomé, casi olvidado de su leal cómplice, hacía planes a futuro con su futura riqueza. —Se hizo justicia, che. ¡Los Bedoya Agüero volvemos a ser millonarios! —celebraba con su hermana, que ya estaba gastando a cuenta. Barto creía que su renovada posición económica descongelaría un poco el témpano que había entre él y su mujer. Su casamiento con Ornella había sido un error, él la amaba, pero ella claramente no; y se ofuscaba hasta ponerse violento cada vez que ella le sugería la posibilidad de divorciarse. Bartolomé estaba convencido de que cuando finalmente se hiciera de la herencia, le sería más fácil a Ornella amar a un millonario, y podría, por fin, vivir su vida feliz. Pero una vez más, algo complicó sus planes. El día en que se hizo lectura del testamento descubrió que la tía Amalita, en sus últimos minutos de vida, había agregado una cláusula en la que disponía que, a partir del día de su muerte, habría diez años de plazo para encontrar a sus herederas. Superado ese tiempo, su herencia pasaría a manos de sus sobrinos Bartolomé y Malvina Bedoya Agüero. Bartolomé deseó que su tía estuviese viva, para poder matarla él. Enfurecido, volvió a ensombrecerse y a maltratar a su familia. Diez arios era mucho tiempo, y muy riesgoso.  No creía que la pequeña Ángeles hubiera podido sobrevivir, aunque, a la luz de su escasa suerte, todo era posible. Pero había una tragedia más inmediata que la espera de esos cuantiosos años: estaba en bancarrota. Vivía en una suntuosa mansión —en el testamento su tía le permitía seguir viviendo allí—, pero no tenía un centavo; y sin embargo tenía una vida onerosa y apariencia de hombre rico que sostener. Entonces encontró una solución. Había, además, una cláusula en el testamento que estipulaba una donación, sin demasiadas especificaciones, de unos cuantos miles a algún orfanato. Compadecida con el infortunio de su nieta a la que no llegó a conocer, Amalia quiso expiar sus culpas con caridad. Entonces donó una buena suma a cualquier institución que protegiera niños. Ésa fue la luz de esperanza que encontró Bartolomé. De ninguna manera aceptaría que unos huérfanos roñosos percibieran un solo peso de su fortuna. Decidió convertirse él en esa institución. Creó una fundación destinada a dar asilo y educación a niños de la calle. Necesitaría un lugar donde albergarlos, sería el área de la servidumbre de la mansión. Obviamente también tendría que encontrar un par de chicos, y con la ayuda de Justina y algún contacto que conservaba en la policía, consiguieron algunos. Era indispensable contar con la autorización de un juez, por eso recurrió a Adolfito Pérez Alzamendi, el padre de un compañerito de colegio de su hijo. En tiempo récord creó la Fundación Bartolomé Bedoya Agüero, más conocida como la Fundación BB, dedicada al cuidado de niños desamparados. Cuando la fundación fue aprobada, y llegaron los primeros niños, Bartolomé recibió entonces esa pequeña parte de la herencia. Alcanzaba para un año de vida ostentosa. Pero claro, ahora debía dar de comer, vestir, educar y cuidar a esos roñosos. Y eso costaba dinero. Entonces fue Justina quien le acercó una solución: que los niños lo generaran. En el sector de la servidumbre se conservaba un viejo taller de juguetes. El viejo Urbino Inchausti, abuelo de Ángeles, había sido un aficionado a los juguetes, y había acondicionado un espacio donde despuntaba el vicio. Era un taller artesanal de lujo. Justina sugirió que podían poner a los chicos a hacer falsificaciones de juguetes de colección, que luego colocarían en el mercado negro. A Bartolomé le encantó la idea, pero como el negocio de las falsificaciones tardaría en funcionar y el dinero se iba rápidamente, había que encontrar paliativos. De inmediato. Él sabía que nada genera más lástima y culpa que un pobre niño pidiendo en la calle. Decidió, entonces, mandar a los chicos a pedir limosna. Cuando la limosna era grande, Bartolomé no desconfiaba. Pero cuando la limosna menguaba, entonces los obligaba a usar las dotes que los niños habían desarrollado en la calle: robar. Así fue como la Fundación BB encontró su auténtico rumbo. Por fuera, se trataba de una fundación altruista, dedicada al cuidado de la infancia. Por dentro, era un lugar frío y cruel, donde los chicos eran obligados a fabricar juguetes, pedir limosna y robar. Si uno está atento, puede observar, antes de que llegue el amor, una serie de detalles sutiles que lo anticipan. Como la brisa suave y fresca que anticipa una tormenta o como la oscuridad profunda que anticipa el amanecer. Cuando llega vl amor, antes que él, cual mensajero, llega la magia. La magia que produce encuentros, casualidades, lugares y moitientos indicados. La magia que nos vuelve visibles a los ojos de otro. El 21 de marzo de 2007 hubo magia en un lugar muy iiingico. Ese día comenzó una historia que cambiaría la vida de un grupo de personas, para siempre.

Ramiro Ordóñez fue en otro tiempo un niño feliz. SI existe algo peor que no haber conocido nunca la felicidad, es haberla experimentado y luego haberla perdido. No una Felicidad de ensueño, publicitaria, desmedida. La suya había sido una felicidad modesta, pero que alcanzaba. El motivo de su dicha era su madre y sus rizos dorados, su hermanita, la pequeña casa en la que vivían, la escuela a In que iba, el delantal siempre blanco y con olor a limpio, todos los libros que coleccionaba con pasión, la hora de la merienda, el programa de música que daban los sábados en In tele, su cuarto cálido y siempre ordenado, los pocos juguetes bien conservados que tenía, el cine un sábado al mes, la vlititarra que veía a diario en la vidriera de la casa de instrumentos, la alcancía en la que su madre ponía día tras día una moneda y esperar ansioso que fueran tantas que alcanzaran para comprarse esa guitarra. Una espera feliz. Ver crecer a Alelí, su hermanita, los primeros pasos de ella, la risa de su madre cuando la niña empezó a llamarlo Rana, porque Rama no le salía. Viajar con su mamá en el último asiento del colectivo, los picnics que ella organizaba para él y sus amigos en el parque, las tardes de lluvia leyendo libros de piratas y extraterrestres y de búsquedas del tesoro y de amor. Todo eso conformaba la felicidad de Ramiro. Pero un día, de manera casi imperceptible, sutil como un cambio de estación, algo empezó a variar. Su madre sonreía cada vez menos y sus rizos dorados perdieron brillo, su delantal ya no estaba tan blanco ni tan limpio, ya no había monedas en su alcancía ni nuevos libros, desapareció el cine un sábado al mes. La guitarra en la vidriera se veía cada vez más inalcanzable. Su felicidad se había vuelto translúcida, sólo quedaba la sonrisa de Alelí, que nunca se apagó. Y con el correr de los días su madre no sólo no sonreía, sino que ahora lloraba. Tuvieron que dejar su casa modesta, limpia, cálida. Fueron a vivir a la de una amiga de su madre, que parecía siempre molesta. Su madre tenía que viajar, se le escapaba el futuro. Y mamá se fue. Mamá llamaba al principio una vez por semana. Mamá dijo que mandaría monedas, unas que valían más que las de acá. Mamá dijo que todos irían a vivir a otro lugar, un lugar donde siempre era verano. Un lugar donde todos volverían a sonreír. Pero mamá no volvía. Mamá no mandaba monedas. Y mamá dejó de llamar. La amiga de mamá estaba cada vez más enojada y trataba muy mal a Alelí. Un día le pegó. Ramiro sintió odio por primera vez en su vida. Esa señora un día los subió a un colectivo y viajaron mucho. Fueron hasta un lugar muy feo y frío, donde los obligó a bajar. Alelí tenía sólo cuatro arios, y él apenas diez. Les dijo que esperasen ahí. Que volvería enseguida. Y se fue. Pero nunca volvió. Tampoco ella volvió. Se hizo de noche y Ramiro no sabía cómo regresar. Y tuvieron que crecer de golpe, estirar la piel, saltar la niñez hacia una juventud imposible. Y entre las cosas que Ramiro aprendió fue una nueva palabra, el nombre de ese lugar donde estaban: orfanato. Un año más tarde aún luchaba contra la desesperanza, y por las tardes, él y su hermana se escapaban del orfanato para ir a pedir limosna, con la ilusión de juntar dinero para alquilar una casa donde vivir juntos. Con sus once años, Ramiro creía que ese sueño era posible. Una tarde, mientras pedían  limosna, se les acercó una mujer que fue una promesa de recuperar la felicidad perdida. Les ofrecía una casa, una niñez a resguardo, vivir con otros chicos, estudiar, y poder crecer tranquilos, como se merecen todos los niños. Ramiro y Alelí llegaron a la Fundación BB cuando Ramiro tenía once arios y Alelí cinco, pero a los pocos minutos de la edulcorada bienvenida de Bartolome, la promesa de la felicidad recobrada se esfumó. Pronto entendió que la vida sería cara en la Fundación, habría que pagarla pidiendo limosna, fabricando juguetes y robando. Le dijeron que eso era trabajar, que él era todo un hombrecito y era tiempo de hacerlo. La felicidad se volvió una hilacha, menos que un recuerdo. Pero mientras Justina los conducía hacia las habitaciones, Ramiro vio algo que, por un instante, reencendió el brillo de sus ojos: una guitarra. —¡Ni se te ocurrra tocar eso! —le advirtió la mujer—. Es del  niño Thiago, el señorito de la casa. Y sacó a ambos de la sala, pero Ramiro ya sonreía. Esa guitarra, como un eco del pasado,  por un instante fue un retazo de aquella felicidad perdida. Lleca era, sobre todo, un chico simple, de seis años, y resolvía todo con simpleza. Había vivido buena parte de su vida en la calle, y como allí aprendió a hablar al «vesre», todos le decían Lleca, calle al revés. Sabía poco de sí mismo. Que había sido encontrado por el grupito de «bepis» con los que andaba cuando apenas tenía dos años —un poco más o un poco menos— y que desde entonces había vivido en la calle. Ésa es su historia. Punto. Simple. Como se crió sin tener nada, no extrañaba nada. No lamentaba ninguna pérdida ni la ausencia de un padre o una madre. Después de todo, ninguno de sus «gomías» tenía un padre o una madre. Su única preocupación era evitar a la policía o a los asistentes sociales, que terminarían llevándolo a un orfanato. Por lo demás, tenía la vida resuelta. Sobrevivir en la «Ileca», para él no era un problema, era algo fácil. Simple. Lo único que lo inquietaba, y que a veces lamentaba, era no tener un nombre. Él era Lleca, y estaba bien, le encantaba ser Lleca. Era popular y querido, y defendido por los más grandes. Ser Lleca, además, significaba tener mundo, ser el negociador, el que conseguía todo, el que se las ingeniaba. Pero no tenía nombre. Todos en su grupo tenían uno, aunque no lo usaran. El «Bicho», aunque nadie le dijera así, se llamaba Martín. El «Furia» se llamaba Ramón, pero no le gustaba, prefería que lo llamasen Furia. Estaba Tito, que se llamaba Robertito; estaba Pancho, que se llamaba Francisco. Todos tenían un nombre, menos él. Un día pasó lo más temido: estaba durmiendo en el interior de una galería cuando cayó la policía con un asistente social y lo llevaron a un juzgado. Del juzgado lo llevaron a un instituto de menores, y del instituto de menores, a un orfanato. Y de ahí lo habrían trasladado a otro instituto si no hubiera usado su astucia. En ese orfanato había un chico más grande, de unos diez u once arios, rubio y muy peleador. Ese chico tampoco tenía nombre, le decían Tacho. Lleca se acercó a él y logró que le hablase, ya que Tacho no hablaba con nadie. A los pocos días se enteró de que su silencioso compañero iba a ser trasladado a una fundación. Y entonces comprendió que ésa era su chance. Unas horas más tarde, Tacho llegaba de la mano de Justina a la Fundación BB. Cuando Bartolomé fue a abrir el baúl del auto para sacar las pertenencias de Tacho, se encontró con el pequeño Lleca, que sonriente y con picardía les dijo: —¿Qué sapa, boncha, todo liso? A lo que Barto, azorado y divertido, contestó: — Re liso, che. ¿Y vos quién sos? — Lleca —contestó él con simpleza. Rápidamente, Bartolomé  pidió la tutela de ese pequeño atorrante, y allí se enteró de que no tenía nombre. — Esto hay que arreglarlo, che. Vamos a ponerte un nombre, purrete. A ver, elegí vos, ¿cuál te gusta? Pero Lleca, con una determinación inusitada para un niño de seis arios, se negó a recibir un nombre cualquiera. Él estaba seguro de que su madre, al dar a luz, le había puesto uno, y él sólo usaría un nombre el día que descubriera el suyo. Muchas veces las personas se convierten de grandes en lo opuesto a lo que fueron en su  niñez. Ése fue el caso de Juan Morales, que sería algún día un joven valiente, decidido y fuerte, la antítesis del niño frágil, temeroso y vacilante que era a los siete arios. Había nacido en un monte, cerca de un pueblo perdido en el norte. Su familia era pobre, más allá del eufemismo «humilde», mucho más que eso. Pertenecía a una familia muy numerosa. Eran, hasta ese momento, ocho hermanos. Y en una familia tan numerosa, los débiles de la manada deben espabilarse o quedan rezagados. Juancito no tenía muchas luces, pero tenía un aliado: su hermano mellizo. El Melli parecía más débil, era más pequeño de cuerpo, más flacucho, pero era muy despierto. Ambos tenían una unión inquebrantable, estaban como soldados. El Melli era quien ayudaba a Juan a atravesar uno a uno todos sus miedos, ya que Juan le tenía temor a todo, y en especial al campo de ortigas. Para ir desde la casa hasta el arroyo, podían tomar el camino largo, que les demandaba unos treinta minutos a pie. O tomar el atajo y cruzar el campo vecino en cinco minutos. Claramente, el atajo era más cómodo, salvo por el hecho de que el campo  vecino estaba lleno de ortigas. Ortigas vigorosas, enormes, más altas que ellos. Rozar apenas una hoja de esas ortigas gigantes significaba ardor e hinchazón en las piernas y en los brazos. Pero el Melli tenía un secreto. Y Juan se negaba a creerlo. —Si no respirás, la ortiga no te hace nada —afirmaba el Melli. Para Juan eso era absurdo, un sinsentido, y seguía haciendo el camino largo, aun cuando el Melli le demostraba saltando entre las ortigas que, si no respiraba, la ortiga no lo lastimaría. Una tarde de verano estaban jugando en el arroyo y Juan tuvo una sensación, como un animal que presiente un peligro aun antes de que éste sobrevenga. Juan era puro instinto, y ese día sintió que algo cambiaría, y para siempre. Al volver a la casa, el Melli enfiló hacia el camino largo. Pero Juan sintió que tal vez ésa era la última chance que tendría de hacerlo. Entonces miró a su hermano, en quien confiaba más que en nadie. —¿De verdad la ortiga no arde si no respirás? —preguntó. —Te lo juro, Juancito, vos me viste. — ¿Y cómo es? —Vos nada más tenés que respirar hondo, aguantar el aire, y mandarte. No tengas miedo, dale. Juan lo miró. Ésas eran las palabras mágicas. «No tengas miedo». Si el Melli lo decía, era hora de superar lo que le impedía hacerle frente a ciertas cosas. Ambos  cruzaron el alambrado. Se pararon al borde de las ortigas.  Se miraron. Se sonrieron. No eran gemelos idénticos, eran bien distintos, pero si alguien los hubiera visto en ese momento, no lo habría dudado: ¡eran tan hermanos! El Melli lo miro, le hizo un gesto, y respiraron bien hondo. Cerraron la boca, contuvieron el aire, y el Melli empezó a correr. Y Juancito lo siguió. Ambos corrieron unos cien metros hasta llegar a un claro. Ahí soltaron el aire. — ¿Y? —preguntó el Melli, adivinando la respuesta. — ¡Es verdad! —exclamó fascinado Juancito—. ¡Ni arde, ni pica! ¿Cómo puede ser? — No sé, ¡pero es! ¡Vamos! Volvieron a tomar aire, y vuelta a correr. Y así atravesaron el campo de ortigas, sólo deteniéndose para respirar un poco y volver a correr. Al llegar a la casucha donde vivían, se encontraron con varios hechos extraños. El primero, en el patio de la casa había un señor y una señora muy bien vestidos. El segundo, la madre de ambos estaba con la cabeza gacha, con una expresión más o menos compungida, casi llorando. Eso era algo muy extraño. Y lo  tercero, sobre una mesa había un televisor. Eso sí que era raro. No tuvieron tiempo de festejar, ya que antes de abrir la boca, el padre, severo, les informó que el Melli  se iría con los señores, ya que lo iba a adoptar una familia de la Capital. Y no dijo más. Ambos hermanos se miraron. Sus corazones se estrujaron a la par. Desgarro y dolor. Y rebeldía. Pero al papi no se le discutía. Al papi sele hacía caso, y se le tenía miedo. Juan pensaba que no podría sobrevivir sin su hermano. Tenían ambos siete arios, y apenas si sabían decir no. Juan estaba sentado en el fondo, dándole la espalda a la partida de su hermano. El Melli se acercó, y le dijo que lo dejaban ir a la ciudad con él, y despedirse allí. Juan asintió, y fue calladamente hasta el auto de los señores bien vestidos, que le abrieron la puerta con una sonrisa, y él subió. Cuando se cerró la puerta, el auto arrancó. Juan se alarmó porque el Melli aún no había subido. Miró por la ventanilla, y vio que lo saludaba con gran tristeza en su rostro. La mujer bien vestida giró y sonriente le dijo: — Así que te dicen Melli... — No, a mi hermano le dicen el Melli. —Mejor te vamos a llamar por tu nombre, es más lindo, ¿no? ¿Te llamás José? Aun con siete años y sus pocas luces, Juan comprendió lo que estaba ocurriendo. José, el Melli, su hermano, el que no le tenía miedo a nada, se había asustado. Lo asustó la idea de ser adoptado, de dejar el monte y la familia. Y por miedo lo había mandado a él en su lugar. Su hermano, una parte de sí mismo, lo había traicionado. Desde ese momento, su vida cambió para siempre. Su familia lo había entregado a cambio de un televisor. Blanco y negro. Y así fue  su vida a partir de ese día: en blanco y negro. Su mutismo desconcertó a la familia adoptiva. Nunca se adaptó. La nueva madre terminó rechazándolo y los días en esa casa fueron un infierno. Hasta que escapó. Vagó por la ciudad, por la vida. Conteniendo el aire, como en un gran campo de ortigas. Desde la traición del Melli, de su otra mitad, ya no podía confiar en nadie. Se metió en problemas. En muchos problemas. Terminó rodando por institutos y reformatorios. A esa altura, el miedoso Juancito se había convertido en puro resentimiento. Ya no le tenía miedo a nada. Sólo al Escorial, un reformatorio para niños y jóvenes problemáticos. Un robo, una pelea callejera, un policía y la intervención de un asistente social. Pero algo ocurrió a último momento. Alguien lo rescató. Alguien evitó su traslado al Escorial. Y en su lugar, lo llevaron a una fundación, la Fundación BB. Su instinto le decía que ese señor de rulos y sonrisa falsa era peor que un campo de ortigas. Tenía once arios, mucho resentimiento y mucho odio acumulados cuando llegó a la Fundación BB. Allí conoció a un chico rubio y de ojos tristes que se llamaba Ramiro, quien seriá, con el tiempo, su hermano, esa mitad que perdió el dia, que el Melli lo traicionó. —La vida es una rueda, rueda con ella —le decía siempre su madre. O tal vez lo dijo sólo una vez, pero a Jazmín le quedó grabado a fuego. Ella no entendía lo que su madre quería decirle. Todavía no podía pensar en metáforas, por eso imaginaba la vida de verdad como una gran rueda de auto. Esa frase que su madre repetía era una más de las tantas cosas que no le cabían en la cabeza, pero la aceptaba. No comprendía la infinidad de rituales y tradiciones que preservaba su familia. Para cada pregunta de ella siempre había una única respuesta: — ¿Por qué tenemos que usar pañuelos en el cabello? — Porque somos gitanos. —¿Por qué hacemos palmas? — Porque somos gitanos. —¿Por qué el abuelo parece llorar cuando canta? — Porque es gitano. — ¿Por qué no puedo jugar con esas chicas? ¿Por qué se ríen de mi en el colegio? ¿Por qué tengo que bailar así? — Porque somos gitanos. — ¿Por qué papá y el tío pelean tanto? ¿Por qué tienen cuchillos? ¿Por qué gritan y los clavan en la mesa de madera? — Porque somos gitanos. Ser gitano lo explicaba todo. Y sin saber por qué, sentía orgullo de ser gitana. No sabía qué significaba serlorpero su madre lo decía con orgullo y su padre también. Sus abuelos, tíos y primos gritaban y cantaban con orgullo: ¡somos gitanos! Todos hacían palmas cuando ella bailaba flamenco, y le gritaban, y la vivaban, y los tacos repiqueteaban en el tablao, y el olor de las rosas, y la seda roja brillante, y ese canto que parecía un llanto. Somos gitanos. Y con orgullo. Ser gitano es todo en un mundo de gitanos. Ser gitano
es nada en un mundo de payos. Jazmín cumplía siete arios. Era un día de lluvia y no podían salir. Su madre hizo palmas. Y cantaron y bailaron en su habitación. Su papá le regaló una  cámara de video. Su mamá la filmaba mientras ella bailaba y cantaba:

Vienes arrepentida, vienes pidiendo perdón... Diciendo que me quierest que he sido tu primer amor...

De pronto un grito. ¿Por qué gritan? Porque somos gitanos. Más gritos. La sonrisa de su madre se desvaneció. Miedo en sus ojos. Su madre la escondió bajo la cama y le hizo prometer que no saldría. Desde su escondite, ella vio los zapatos de su padre, los zapatos de otro hombre. Olor a cigarro. Más gritos. Se tapó los oídos. Oyó un grito desgarrado. Su padre cayó. Su madre también cayó. Sangre. Dolor. El hombre apagó su cigarro en el piso. Y se marchó. Todos lloraban y gritaban, lamentándose en el entierro de sus padres. Muchos juramentos, maldiciones y plegarias. Muchas viejas vestidas de negro. Y luego, mucha soledad. Ella tenía entonces que ir a vivir con otro clan. El clan de Joselo. ¿Y por qué? Porque somos gitanos. Joselo es cruel. Is violento. Joselo es malo. Un juez vino a buscarla y le dijeron que la iban a llevar a vivir a otro lugar. Que ya no tuviera miedo, que Joselo no podría hacerle nada. La llevaron a vivir a una mansión, la Fundación BB. Ahí no la dejarán cantar sus canciones. Ni usar su ropa. ¿Por qué? Porque no son gitanos. Ahí vive un chico muy serio y muy triste con su hermanita más chica. Ahí también vive un chico rubio, de pelo largo y enrulado, siempre está enojado y es prevenido. También hermoso. Se llama Juan, pero le dicen Tacho. Él la mira, la mira mucho. Y le dice que quiere ser su amigo. Pero ella le dice que no. ¿Por qué? Porque él no es gitano. Ella sabe que hubo un día en que todo eran palmas y música y flamenco. Y luego hubo un día en 1 y luto y desgracia. Pero sabe también quevendra un dia en  el que todo volverá a ser palmas y música que la vida es una rueda, y ella rueda con la vida. El día que cumplió catorce años, Marianella supo que no crecería mucho más que la estatura que había alcanzado. Vio, con ansiedad, cómo todos sus compañeros y compañeras del orfanato habían pegado el tan esperado estirón. Pero cha no. Y ya sabía —ella estaba segura— que nunca lo pegaría. En lugar de acomplejarse y compadecerse, hizo algo que salvaría la vida: empezó a reírse de sí misma, aunque Marianella no sonreía. Se reía de su baja estatura, do su torpeza, de su escaso vocabulario. Se reía mucho y esa risa la salvaba. Aunque no tenía motivos para reírse, nunca is había tenido. Sabía que había sido abandonada en una parroquia en la que vivió sus primeros arios de vida. Recordaba vagamente a I cura, incluso con algo parecido al cariño, porque la había tratado con respeto. Pero un día él no estuvo más. Y ella tuvo que irse. A los cuatro años llegó por primera vez a un orfanato. era  el primero, pero no sería el último. Desde los cuatro hasta los catorce, pasó por ocho orfanatos. O la echaban o escapaba. Marianella se había convertido en una molestia, una diminuta hormiga enérgica. Porque a Marianella se respetaba. Y si alguien no lo hacía, se convertía en una furia capaz de golpear e incendiar. Le dolía tanto su soledad, el cúmulo de abandonos que había tenido que soportar; le dolía tanto el desamor, que esenojada. Furiosa con el mundo. Y pegaba. Su vida era dura. Triste. Injusta. No tenía motivos para reir, Le habían dicho tantas veces que era una nena muy mala, que se lo había terminado creyendo. Se había convencido de que tenía una sonrisa horrible. Y por eso cada vez que algo le daba risa, se tapaba la boca. Una mañana de marzo el director del orfanato en el que vivía les ordenó a todos que se pusieran su mejor ropa y se peinaran. Vendría a la institución un hombre justo. Un santo que adoptaría a uno de ellos y lo llevaría a su espléndida Fundación. Marianella no creía en milagros. Sabía que no existían hombres justos, y mucho menos santos. Ni espléndidas fundaciones. Y si existían, estaba convencida de que jamás la elegirían a ella. Sin embargo, tuvo que ponerse su mejor ropa, intentar desenredarse el pelo y presentarse en el comedor. Cuando estaba entrando, un chico que siempre la molestaba quiso pegarle un chicle en su pelo enmarañado. Ella lo advirtió, le sujetó la mano y se la retorció. Se trenzaron en una pelea que ganó Marianella, ya que peleaba mejor que un hombre. Y así la conoció don Bartolomé Bedoya Agüero, quien al verla tan chiquita, tan revoltosa, peleadora y rebelde, no dudó un instante. — ¡Ésa! ¡Ésa es la elegida! Marianella lo miró con desconfianza. Y también miró a la horrible mujer que lo acompañaba, vestida íntegramente de negro, y con turbante, que la observaba con sus enormes ojos, horrorizados. Marianella había aprendido a no tenerle miedo a nada o, al menos, a no demostrarlo. Por esa razón inquirió con sumo desenfado: — ¿Y éstos quiénes son? —Tu nueva familia, querida. ¡Tu nueva familia-exclamó Bartolomé con una sonrisa beatífica. Una hora más tarde, Marianella experimentaba dos cosas que nunca había vivido: viajaba en limusina y entraba en una casa con calefacción. -¡Vivís en babia! Siempre en la luna, ¡chambón! —le espetaba Bartolomé a Thiago, su único hijo, cada vez que

Las pocas veces que iba a buscarlo al colegio, el viaje de egreso era un largo monólogo de retos y recriminaciones lel padre hacia su hijo. Con apenas nueve arios, Thiago había aprendido a desconectarse cada vez que esto ocurría. Desviaba apenas su mirada, y observaba a través de la ventanilla. Se iba, mentalmente, a su mundo, en el que tenía una villa feliz. Como bien decía su padre, Thiago era un niño
en  la luna. Bartolomé le exigía mucho, y lo reprendía por todo: por no cuidar el uniforme, por sacar una nota baja, por confeliarlo a sus compañeros que tenía una beca en el prestigioso y rarísimo Rockland Dayschool, por ser amigo de los más pebres y roñosos, por no hacerse amigo de los más ricos, pin no traer a casa a jugar al hijo del juez  Pérez Alzamendi, per tocar y tocar la guitarrita todo el día, por llorar cuando I4B veía gritarle a su mamá.
 el  único remanso de Thiago en su vida era Ornella, su madre. El día se iluminaba cuando llegaba a casa y estaba
 esperándolo con la merienda. Le encantaba comer lentamente las tostadas con manteca, demorando hasta que se enfriaba el chocolate caliente, mientras le contaba cómo había sido su día en el colegio, qué le había dicho la chica line le gustaba o compartía con ella la nueva canción que bahía sacado con la guitarra. Ornella lo escuchaba con mucha atención, como si todo lo que él contara fuera muy mportante. Y es que lo era. Y Ornella lo sabía. Un día de invierno, mientras regresaban del colegio, Thiago percibió que los gritos de su padre tenían un tono distinto. Le recriminaba las mismas cosas de siempre, pero había algo diferente en él: lágrimas en sus ojos. Bartolomé no lloraba, claro que  no, porque hacía un gran esfuerzo para no dejar escapar las lágrimas. Al llegar a la casa, notó que su madre no estaba, ni tampoco la merienda. La única explicación que Bartolomé le dio fue: —Tu madre nos abandonó. No quiero llantos ni berrinches, hacete hombre de una vez, ¡che! No la extrañes, ni eso se merece —y se encerró en su escritorio. El mundo de Thiago se rompió en mil pedazos. Era imposible que su madre lo hubiera abandonado. Tal vez sí a su padre, y lo bien que hubiera hecho, pero no a él. No tenía sentido, era un absurdo. Sin embargo, pasaban los días, y Ornella no volvía, ni llamaba. Cuando le preguntó a su padre dónde estaba su mamá, ya que quería ir a verla, Barto le contestó que «estaba prendiendo sahumerios en la India». El libro de geografía mostraba dónde estaba la India, el diccionario explicaba qué era un sahumerio. Pero ningún libro explicaba el abandono de su madre. Un año después de su desaparición, Thiago recibió una carta de Ornella, que ahora firmaba como Kendra; ése era su nuevo nombre. Le explicaba que estaba «buscándose» en la India, donde había encontrado la paz. Que lo quería mucho pero que ambos debían aprender a ser seres independientes. Y finalizaba  diciendo: «Te adoro, Lunarcito. Kendra». Thiago dejó la carta con desprecio, y nunca volvió a leerla. Guardó su dolor y empezó a mirar la vida como a través de una ventana. Estaba sin estar, miraba sin ver, oía sin escuchar; estaba en su mundo, en la luna. Y desde allí veía cómo la vida cambiaba a su alrededor. Justina, el ama de llaves, se ocupaba de él y lo trataba con mucho cariño. Su tía Malvina revoloteaba por la casa, inmersa en su propia luna. Barto estaba alterado, la herencia no se  destrababa, necesitaba cash. Y cuando la casa empezó a llenarse de chicos huérfanos, no le permitieron acercarse a ellos, que vivían en un ala apartada de la casa. Se sucedieron otoños, inviernos, Primaveras y veranos. Todo cambiaba a su alrededor, y Thiailo lo veía a la distancia, desconectado. Sin sentir ninguna tiloción. Un día su padre decidió que debía hacer sus estudios secundarios en Londres. Y, sin más, en dos días estaba viajando, solo, al instituto donde pasaría los siguientes tres años. Para Thiago todo daba lo mismo. Vivir en la mansión én Londres era un detalle. En Londres había mucha niebla, y eso lo ayudaba a i’sconderse, a ser un solitario. Se sucedían los meses, las cla.dis, los profesores, y Thiago seguía en su luna. Man on the mon le decían, en broma, sus compañeros. Ése era el título una canción de REM. Una tarde entró en su habitación de la residencia estuiliantil. Su compañero de cuarto había traído una guitarra. I di tomó y empezó a tocar algunos acordes, como recordando tul hábito que había abandonado hacía muchos arios. Intuii va mente empezó a tocar los acordes de Don’ t look back in ’I mor, una canción de Oasis que sonaba mucho en Londres por esos días, y que le encantaba, una canción que le provocaba una tristeza indefinible. Entonces empezó a cantar.

Slip inside the eye of your mind don’t you know you might find a better place to play...?

Las lágrimas empezaron a rodar por su mejilla. Después ilp muchos arios por fin pudo llorar. La canción le decía que ti lo profundo de su mente debía saber que debería enconar un mejor lugar para jugar.

You said that you’d never been but al] the things that you’ve seen will slowly fade away... Su voz se quebraba mientras cantaba, el llanto invadía todo. Sus ojos, su voz. La canción le decía que todas las cosas que había visto se desvanecerían en su mente...

So I start a revolution from my bed...

La canción le pedía que comenzara una revolución, y él lo hizo. Llorando, armó su bolso. Puso todo lo que tenía, que no era mucho. Y corrió a la estación del tren. De allí al aeropuerto. En el aeropuerto buscó un cibercafé y allí escribió una autorización como si fuera su padre. La imprimió, falsificó la firma y la adjuntó a la que había sido firmada ante un escribano. Luego se dirigió a  la compañía aérea que había extendido su pasaje de regreso para el mes de julio, y pidió cambiarla para ese mismo día. Pagó cien libras y esperó la hora de embarcar. Durante todas las horas que duró el vuelo, la canción sonaba y sonaba en su cabeza.

Don’t look back in anger...

«No mires hacia atrás con ira», le sugería la canción. Y él no podía dejar de escucharla en su cabeza, mientras el avión iniciaba las maniobras de descenso. —Eudamón va con hache? —preguntó por preguntar una joven hermosa y frívola que se había sentado en la primera fila del aula magna de la Facultad. La muchacha se destacaba del resto, no sólo por su belleza, sino también por su atuendo, más apropiado para un cóctel que para una clase de arqueología. —No, Eudamón se escribe sin 17,-che. Se escribe exactamente como está escrito en el pizarrón —contestó el doctor Bauer, el brillante arqueólogo que estaba dando su clase. —Ah, ¡qué bólida! —dijo entre risas la alumna, tratando de captar la atención del profesor, pero él ni siquiera la miró, y continuó apasionado con el tema. La joven era Malvina Bedoya Agüero, hermana menor de Bartolomé y tía de Thiago. De chiquita, fue una nena consentida, superficial y caprichosa. De grande, seguía siendo igual. Cuando terminó el colegio secundario —dos años más tarde de lo que debía, dos veces repitiente—, se anotó en la carrera de diseño de indumentaria, porque le costaba muchísimo conseguir carteras que combinaran con los zapatos. «Oh, my God, ¿tan difícil es combinar una cartera con un zapato?» Si anotarse en la carrera le resultó difícil, mucho más complicado fue encontrar el aula donde se dictaba la materia que buscaba. Abriendo puerta tras puerta, se topó con el aula magna, donde se cursaba el último nivel de arqueología. Al asomarse creyó oír una frase clave —¿«trabajos en cuero»?— y pensó que por fin había dado con su clase. Y ahí lo vio, al frente del salón, con una camisa a cuadros abierta —divina—, sobre una musculosa verde militar —soñada—, unos pantalones cargo, unos borcegos deslustrados por el uso y un sombrero de cuero marrón gastado. «¡Me muero muerta! Este profe sí que sabe de moda», pensó y se sentó. No podía dejar de mirar sus ojos azules, su pelo dorado, sus dientes blancos —¿dónde se hará el blanqueamiento?—, ni dejar de escuchar el sonido de su voz. Le encantaba oír las palabras que decía, aunque no entendía nada. Y por supuesto nunca se enteró de que estaba en una clase de arqueología. Nada de eso importaba, porque al final de la clase sabía dos cosas: que Eudamón se escribía sin hache —¿o con hache?—, y que quería ser la novia del doctor Bauer. Concurrió puntualmente a cada clase de arqueología y, aunque seguía preguntándose cuándo empezarían a hacer trabajos en cuero, le fascinaba sentarse en la primera fila e imaginar diferentes maneras de abordar a Nick, como ya lo llamaba íntimamente. Él, seguía ignorándola, no por descortesía, sino porque cuando daba clases viajaba en el tiempo, al tiempo del que hablaba. Habían pasado unas pocas semanas cuando Malvina decidió que era hora de actuar. Enterada de que Nick daría una charla fuera del ámbito de la Facultad, decretó que ése sería el momento de aproximarse a él. Concurrió al museo con un vestido azul eléctrico, soñado, y escuchó paciente toda la charla. Luego, durante el cóctel, por fin pudo captar su atención. Él la vio y se deslumbró con su belleza. No asoció a esa mujer con la alumna que escribía Eudamón con hache, pero enseguida ella le aclaró de dónde lo conocía y lo felicitó por las clases, aunque se permitió criticarle que había poca práctica, que quería empezar a trabajar con cuero. Aunque él no entendió bien a qué se refería, le anunció que las clases siguientes tal vez fueran menos teóricas, ya que sería reemplazado por otro docente: estaba a punto de hacer un importante viaje. Ella se sintió morir. ¿Dos meses sin ver a Nick? ¡No way! el comentó que viajaría a Francia, a la Cóte d’Azur, donde (lela ría un seminario. ¿Dos meses entre francesas divinas? ¡No way! Viajaría con su hijo. ¿Nick tiene un hijo, es casado y feliz? No way !
el le contó que era padre soltero, que la mamá no vivía con ellos. Y mirando la  hora se disculpó, debía apurarse porque viajaba esa misma noche. ¿Nick se había ido sin llevarla o casa, sin besarla ni proponerle ser novios esa misma noche? ¡No way!

ltartolomé puso el grito en el cielo cuando Malvina le exijio un viaje a Francia, en primera por supuesto, mínimo ejetuya, hoteles de lujo y tarjeta sin límite. Ya hablaba de Nick limo su novio. Bartolomé ignoraba que apenas si habían onversado una vez, por lo que concluyó: «Que te lo pague in novio». Pero Malvina era insistente, persuasiva, y jugó su mejor arta. Aunque era bastante bólida, sabía conseguir lo que (leería. Tenía la información de que la herencia de tía AmaI da estaba trabada, pero sabía también que, en un gesto herno, su tía le había adelantado un suculento monto de ésta, la absurda cláusula de que sólo accedería a ella cuando so casara. Con ese argumento convenció a Barto. Ese viaje podía ser la ocasión de afianzar el noviazgo. Bartolome aceptó con la esperanza de casar a su hermana y al fin percibir algo de la herencia. Viajaría en turista, por supuesto. Iría a hostels con baño compartido. Y nada de tarjeta. Sólo debía sacar más horas a los purretes a la calle para solventar el gasto. Malvina partió hacia Francia. Grande y grata fue la sorpresa de Nicolás cuando la vio allí. Empezaron a frecuentarse: a veces ella iba a sus clases, a veces iban a  pasear por la playa. Por las noches él la dejaba en la puerta  de un gran hotel cinco estrellas. Ella lo saludaba desde la entrada, y cuando él se iba, ella caminaba diez cuadras hasta su hostel. Pero Malvina logró lo que quería: ser registrada por Nicolás. Fue conociendo su vida. Supo que estuvo muy enamorado de su ex mujer, Carla. Se enteró de que ella lo había abandonado para irse con su peor enemigo, Marcos Ibarlucía. Que él se hizo cargo de Cristóbal, su hijo recién nacido, y que mantenía vivo el gran sueño de su padre y de su abuelo: encontrar la Isla de Eudamón. Una noche de verano —Malvina estaba sorprendida de que en Francia hiciera tanto calor en julio—, mientras caminaban por la playa, iluminados por una luna enorme que se reflejaba en las aguas tranquilas del Mediterráneo, Nicolás le habló de sus fantasías y anhelos. Y ella comprendió que había alcanzado el suyo. Nicolás Bauer era el único hijo del doctor Andrés Eneas Bauer y Berta Gough. Criado desde chico como un adulto, se transformó de grande en un adulto niño. Nicolás nunca supo decir no. No sabía decirle no a Berta cuando le hacía el corte de pelo  a la taza ni cuando lo vestía con bermudas y tiradores. No sabía decirle no a su padre cuando, como único paseo, lo llevaba una y otra vez al Museo Arqueológico Nacional. Nunca pudo decirle no a su madre, que se entregó a la depresión tras la muerte de su padre. Obsesionado y tildado de delirante, el doctor Bauer murió en un naufragio, tras una pista falsa que lo conduciría a Eudamón. Berta quiso evitarle ese destino a su hijo, y lo persuadió de estudiar otra carrera. Medicina. Nicolás no pudo decirle no, y tampoco pudo confesarle que, en secreto, estaba estudiando también la carrera de Arqueología. Berta tenía pavor de que su hijo también se obsesionara con esa loca idea de hallar la Isla de Eudamón. Isla mítica de la tribu de los prunos, cuya búsqueda incansable consumió las energías y el patrimonio del doctor Bauer padre, además de acarrearle la burla y el desprestigio entre la comunidad arqueológica. Tampoco supo decirle no a Carla, la explosiva y bella mujer que conoció en la Facultad. Carla era hermosa, apasionada... y libre. Jugaba con él, no se ataba  a nada ni a nadie. Nicolás sabía que debía alejarse de ella, que era un veneno que lo iría consumiendo poco a poco. Pero ella no lo soltaba, lo tenía atado con un lazo invisible, lo alejaba y  lo acercaba, pero nunca lo soltaba. Y él no supo decirle no. Tampoco pudo decirle no me dejes cuando ella se fue con Marcos Ibarlucía, un hombre al que él no conocía personalmente, pero sabía que era un traficante de reliquias arqueológicas, el peor de los crímenes para Nicolás. Tampoco pudo decirle no cuando Carla volvió a sus brazos, embarazada y abandonada. Él la recibió sin reproches y por un tiempo imaginó una vida juntos, un futuro, una familia. No tuvo la ocasión de decirle no te vayas, el día que despertó con una carta en la que ella explicaba su imposibilidad de atarse a algo. Y un hijo era algo que ataba mucho. Los abandonó, a él y a Cristóbal, el hijo de Carla y de Marcos Ibarlucía, a quien Nicolás criaría como propio. Y ahí todo cambió. Ser padre lo volvió adulto súbitamente; como si lo hubieran sumergido en un lago helado, despertó y dejó de ser un niño que no podía decir no. Dejó la carrera de medicina y se dedicó a terminar su doctorado en Arqueología. Contaba con la ayuda de su fiel amigo Mogli, un salvaje de la tribu zahorí, a quien Nicolás había salvado de la muerte  en una expedición por el África. De acuerdo con su cultura, Mogli le debía lealtad y servicio a su salvador, y por eso lo asistía con sumisión. Nicolás no aceptaba eso, y lo trataba como a  un amigo. Así constituyeron una extraña familia: un joven arqueólogo recién doctorado, un salvaje zahorí que hablaba un extrañísimo castellano, y el pequeño Cristóbal que crecía feliz, en un mundo de viajes, expediciones, leones y momias. La vida de Nicolás se había vuelto inesperadamente feliz. Era feliz viendo crecer a Cristóbal, o Cristobola como lo llamaba Mogli en su particular dialecto. Era feliz con su éxito profesional. Y era feliz con su apasionante búsqueda de la isla de Eudamón. Pero Cristóbal estaba creciendo. Ya tenía siete arios y era tiempo de establecerse, de tener una casa, un colegio; de hacer amigos y echar raíces. Y, sobre todo, Cristóbal, necesitaba una mamá. Entonces supo decir no a su deseo de vagar por el mundo, decidió establecerse. Y se dispuso a conocer a una mujer con la que pudiera formar una familia. Y apenas comenzó a pensar en eso, apareció una mujer hermosa que lo deslumbró. Fue en un cóctel. Ella se acercó con su espléndida sonrisa, con ese vestido azul que se movía suave, como un campo de trigo a la luz de la luna. Y le habló con esa voz de niña rica. Le hablaba de carteras de cuero, combinables con zapatos, pero él apenas prestaba atención a lo que decía. Mucho mayor fue su sorpresa cuando, a los pocos días, volvió a encontrársela en la Unte d’Azur. Pensó en el destino, Pensó en señales que no debía desoír. Compartieron varios días de paseos, de carteras de cuero y charlas sobre por qué era imposible combinar lunares con rayas. Nicolás estaba encantado. Ella no era inteligente, pero le resultaba divertida. Hacían una combinación perfecta. Ella era bella, dulce y graciosa. Él era inteligente, apasionado y soñador. Antes de que Nicolás terminara de hacerle la propuesta de ser novios, ella había dicho sí. A los cuatro meses de noviazgo, quiso sondearla sobre sus planes a futuro; no terminó de preguntarle si ella soñaba con formar una familia, cuando ella le dijo que aceptaba casarse  con él. Él no alcanzó a, decirle que Cristóbal necesitaba una madre, cuando ella le prometió que sería la madre de Cristiancito con gusto, aun cuando no lo había conocido ni recordaba bien su nombre. Casi sin darse cuenta, había programado un compromiso, una presentación en sociedad de su pareja. Y la sociedad era una cuestión importante; Malvina era una Bedoya Agüero, y ellos le daban mucha trascendencia a eso. Conocer a Bartolomé terminó de enamorar a Nicolás de Malvina. Era un hombre rico que había convertido su suntuosa mansión en una fundación en la que daba techo, colinda y estudio a un grupo de chicos huérfanos. Nicolás sinin que ése, definitivamente, era su lugar.

Una pista sobre un papiro que podía contener datos precisos de la ubicación de la isla de Eudamón lo llevó a Malasin, hacia donde partió con Mogli y Cristóbal. Mientras tanto, Ma lvina avanzó con la organización de la fiesta de compromiso. Aunque la palabra fiesta, sumada a compromiso, le generó cierto temor a Nicolás, trató de no pensar en eso y siguió enfrascado en su sueño. Sólo lo recordó cuando des]           cubrió que la pista era inconducente y recibió un llamado de Malvina para chequear que su vuelo de regreso llegaría a tiempo. Al día siguiente tendría lugar el festejo. Así fue cómo el 21 de marzo de 2007 Nicolás volvió al país, se vistió con el disfraz veneciano que Malvina había elegido para él, vistió  a su hijo e intentó peinarle esa maraña de pelo imposible de desenredar, y juntos se dirigieron a la mansión Inchausti. Había llegado la hora de sentar cabeza y comprometerse. Había llegado la hora de decir sí.La conmoción no ocurrió cuando la abandonaron en el bosque. Cuando ella llegó al bosque, en esa noche de tormenta, ya estaba amnésica. Lo que la dejó prisionera en un lugar sin tiempo en su cabeza fue la muerte de su madre. Ángeles Inchausti estaba tiritando en un oscuro imsillo de la mansión de su abuela. En una habitación, tras mut puerta entornada, su madre gritaba y lloraba. Un extraño hombre de rulos y una siniestra mujer toda vestida de negro, con turbante y unos ojos enormes, negros, estaban ron su madre. Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, oyó un último grito de su madre y el llanto de un bebé. Nada más. La puerta se abrió al cabo de unos minutos. La mujer sostenía a su hermano o hermana, no lo sabía. Y el hombre le dijo, casi sin mirarla: — Mamita espichó. Pasó a mejor vida. — Quiere decir que murió tradujo la mujer viendo que la niña no entendía. Ése fue el final. Ahí se terminó Ángeles Inchausti. Lo que siguió fue como un extraño sueño. Como una madera en el mar, ella se movía de un lado a otro, sin saber dónde estaba. Cuando Bartolomé y Justina la abandonaron en el bosque, esa fría noche de tormenta, ella ya no sabía quién era. Y tampoco lo sabría la mañana siguiente,  cuando un hombre mayor que cortaba leña en el bosque la encontró, tiritando junto a un árbol. El hombre la llevó al carromato donde vivía con su mujer. Eran los dueños de un modesto circo itinerante, el Circo Mágico. Ambos eran ya mayores y habían perdido hacía algunos años a su única hija. Se compadecieron de esa pobre niña perdida en el bosque, que apenas hablaba. No sabía dónde vivía ni cómo se llamaban sus padres. Tampoco recordaba su propio nombre. Amanda y Aldo Mágico eran muy buena gente y hacían siempre lo correcto, por eso comunicaron el hallazgo a la policía, que corroboró que no había ninguna niña buscada en la zona. Publicaron su foto en los diarios, pero nadie la reclamaba. Mientras tanto, el juez de menores decidió que la niña permaneciera con el matrimonio Mágico, hasta tanto dieran con su familia. Amanda era muy dulce y se ocupaba de ella con mucho esmero. Comenzó a llamarla cielo, cariñosamente, y lo que surgió como un modo afectuoso de invocarla, se convirtió con el tiempo en su nuevo nombre. Así nacía Cielo Mágico. Cielo no parecía extrañar su antigua vida. No sólo no la recordaba, sino que no se esforzaba por hacerlo. Lo único que conservaba de su pasado era una pulsera de cuentas plásticas, con un extraño símbolo. Se sentía feliz viviendo allí. Era la mimada de todos los artistas del circo, pasaba el día entero en el carromato de los enanos,  volvía siempre con algún machucón del carromato de los malabaristas, o toda pintarrajeada tras estar con los payasos. Pero lo que realmente la fascinaba eran los equilibristas. El señor Pierre Morel, que era el patriarca de la familia, no le permitió a Cielo acercarse a la cuerda floja durante mucho tiempo. —Paga subigse a la cuegda floja hay que sabeg pagagse en la vida —decía elíptico. Pasaron meses, y nunca pudieron dar con el paradero de la familia de la pequeña Cielo. Finalmente el juez le concedió al matrimonio Mágico la tutela de la pequeña, a quien pudieron documentar. Cielo Mágico ya tenía una identidad. Así, día a día, mes a mes, y año tras ario, Cielo fue creciendo feliz en un mundo fantástico. Allí no había los típicos animales de circo, ya que los Mágico no estaban de acuerdo con utilizarlos en las pruebas y números circenses, pero había lios perros. Cada carromato tenía dos o tres perros. Cielo hm conocía a todos por su nombre. Pasaba sus días entre asistas, lanzallamas y malabares, entre zancos y guitarras. FI circo era un conglomerado de artistas de distintas nacionalidades, por lo que Cielo empezó a desarrollar un curioso una forma de hablar muy particular. Era payasa con payasos, maga con los magos y bailarina  con los bailan. Pero lo único a lo que no podía acceder era a la cuerda lola. Será por eso que su gran deseo era ser equilibrista. Cuando cumplió los quince años, el señor Morel llegó Isla su carromato con una gran vara de equilibrio, y con na regalo de cumpleaños le comunicó que estaba dispuesto a aceptarla como aprendiz. Cielo Mágico comenzó a dar sus pi ’meros pasos en la cuerda floja. Comenzó en el piso, y luego fueron subiéndole la altura. Con gran destreza y gratín, se fue convirtiendo en la mejor equilibrista que el señor Morel había visto en su vida. Cuando cumplió los dieciocho arios, hizo su debut prohional. Se había transformado en una mujer de una belleza ’mica, exquisita. Y el circo Mágico se engalanó con la nueva artista. Cielo amó mucho a sus viejis, como ella llamaba con gran efecto al matrimonio que la había criado como a una hija. Eran ya grandes, y temía no poder disfrutarlos durante varios arios más. Cuando Cielo tenía diecinueve, murió Aldo, y (los meses después, Amanda, que no sabía vivir sin él. Cielo volvió a quedar huérfana por segunda vez. Pero ya era una mujer bien parada en la vida, por eso era una excelente equilibrista, como decía el señor Morel. Sin los viejis, el circo empezó a disolverse. La solución fue venderlo, por nada, a un empresario de dudosa procedencia, que mantuvo a los artistas pero, a diferencia de sus dueños originarios, era un explotador. Poco a poco los artistas empezaron a irse, y Cielo entendió que se acercaba el momento de hacer su última función. A fines de marzo de
2007 se despediría sobre la cuerda floja del Circo Mágico. Pero un incidente involuntario precipitó su partida.Iba en el aire, se podía respirar, se podía presentir. la magia y el amor llegarían a la mansión Inchausti. el 21 de marzo de 2007, mientras Marianella entraba por primera vez a la Fundación BB, Nicolás Bauer, a punto comprometerse, intentaba en vano desenredar el  pelo de Cristóbal en la habitación del hotel. Malvina corría desesperada por la mansión ultimando los preparativos de la fiesta
Rama, Lleca y Alelí entraban en el Circo Mágico, siguiendo  la orden de Bartolome, con la intención de robar. mismo momento, Cielo deslumbraba al público con mas acrobacias y el avión en el que viajaba Thiago iba serenamente en la pista. Mientras todo eso ocurría simultáneamente, como si cruzara los hilos que unirían en un punto los diferentes destinos, frente a la mansión Inchausti una misteriosa de pelo plateado observaba el reloj con una sonrisa esperanzada.

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