Telefe y Xat

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Xat

Capitulo 11 Aparentes fracasos



Lee el capitulo 11 del libro "La isla de Eudamón" clikando Leer Mas


Mientras Nico daba el sí, Lleca se preguntaba, sin entender que lo que sentía era angustia, por qué estaría tan enojado. Estaba sentado en el piso del pasillo, junto a una pequeña rejilla de ventilación. Cuando oyó tibios aplausos desde la sala y la música que comenzó a sonar, comprendió que ya se habían casado, y exclamó con enojo:
—¡Este boncha es un logi!
En ese momento varios metros por debajo de él, en el sótano en el que vivía, Luz estaba junto a una rejilla similar, que había descubierto unos días antes, tapada con un trozo de madera que se había desprendido por la humedad. El gran hallazgo no fue exactamente eso, sino que algunas veces, a través de ella, podía oír voces lejanas. Desde su descubrimiento pasaba cada hora del día pegada a esa rejilla, intentando escuchar algo.
Pero esta vez la voz había sido muy clara. Alguien había dicho «Este boncha es un logi». Al principio pensó que se trataba del idioma que hablaban los enemigos, pero luego escuchó con claridad: «Yo nunca me voy a casar».
Era una voz disfónica, aunque no parecía la voz de alguien grande o malo. Con tanto miedo como curiosidad, se acercó un poco más a la rejilla, y dijo:
—¿Quién sos?
Lleca se llevó un gran susto cuando escuchó, junto a él, una voz de mujer. Miró en todas las direcciones, y cuando oyó que alguien decía «hola, ¿estás ahí?», comprobó que la voz provenía de la rejilla. Aterrado, se aproximó a esta.
—Hola... —dijo con aprehensión.
—Hola... —respondió Luz—. ¿Quién sos?
—Lleca —afirmó él, pegado a la rejilla y, a su vez, alerta y preparado para salir corriendo si fuera necesario.
—¿El general Lleca? —quiso saber Luz, aunque estaba aterrada.
Aquella vez, cuando al salir de su sótano vio a la chica rubia que se desmayó, antes de eso, había escuchado voces y una había dicho «Lleca». Cuando Luz le preguntó a Justina qué significaba eso, ella le contó que el general Lleca era el más sanguinario de los militares enemigos y que debía cuidarse de él; nunca, jamás, bajo ninguna condición, debía salir de su sótano. Por eso, cuando Luz volvió a escuchar ese nombre, se aterró.
—¡No! ¿Qué general Lleca? —respondió él—. Soy Lleca, punto.
—¿Pero sos militar?
—No... soy un chico yo.
—¿Un chico? ¿Cuántos años tenes?
—Cumplí doce —dijo Lleca orgulloso—. ¿Vos quién sos?
—¿También estás escondido por la guerra? —preguntó Luz, sin animarse a rebelar su nombre.
—¿Qué guerra? —dijo Lleca muy extrañado.
—La guerra que hay arriba... ¿Estás escondido también?
—¿Vos estás escondida?
—Sí —dijo ella temiendo estar cometiendo un error.
—Acá no hay ninguna guerra, eh... ¿Estás medio chapita, vos?
—¿Chapita? ¿Qué es chapita?
—Que te patina... que te faltan un par de caramelos en el frasco...
Luz permaneció en silencio, sin entender nada de lo que estaba escuchando.
—¿Dónde estás vos? —preguntó Lleca ante el mutismo.
—Escondida, ya te dije. Por la guerra.
—Escúchame una cosa, chapita... —se impacientó él—. Te digo que no hay ninguna guerra.
Luz se alejó de la rejilla. Un súbito dolor de panza la obügó a recostarse. Estaba tan conmocionada que ni siquiera pudo golpear las cañerías para llamar a su madre.
Bartolomé estaba exultante. La bólida, finalmente, y contra todo pronóstico, se había casado. No habría ceremonia religiosa por ahora, porque su flamante cuñado tenía un asuntito, un juicio de paternidad; ese detalle le importaba muy poco, pues para que se destrabara la porción de herencia de la bólida alcanzaba con el casamiento por civil.
Justina le advertía que había una extraña calma entre los purretes y la camuca arribista. A partir de que Cielo se había enterado del secreto, ambos esperaban que ésta hubiera comenzado a enfrentarlos; sin embargo, más allá de mirarlos con mala cara, Cielo no había vuelto a mencionar el tema. Barto ignoró las preocupaciones de su leal ama de llaves.
—No me molestes con pavadas, Justin... Se destraba la herencia, ¡la herencia, che!
Pero Justina no se equivocaba al preocuparse. Cielo y los chicos habían ideado un plan para desenmascarar a Bartolomé.
—La única forma de pararlo es con la justicia. Hay que encontrar un juez honesto y llevarle pruebas.
—Va a ser más fácil conseguir pruebas que encontrar un juez honesto —dijo Tacho con ironía.
—Hay que tener fe —les pidió Cielo—. Pero empecemos por las pruebas.
Como no podía conversarlo con nadie, lo habló con Alex, sabiendo que su amigo olvidaría todo al día siguiente. Él raedó impactado cuando ella se lo contó, y quiso ir a ajusticiar con sus propias manos a ese explotador; pero ella le pidió que sólo la ayudara a idear un plan. A Alex se le ocurrió que podrían poner cámaras y tratar de grabar a Bartolomé explotándolos y amenazándolos. A Cielo le pareció una buena idea, aunque riesgosa, pero para salir del drama que vivían a diario deberían correr riesgos. Por supuesto, a las pocas horas, Alex olvidó lo conversado, aunque a partir de ese día, cada vez que visitaba a Cielo y se cruzaba con él, sin excepción, le caía mal.
A pesar de las dudas, todos estuvieron de acuerdo con la idea de obtener pruebas. Lleca fue el encargado de conseguir con sus contactos las camaritas y una consola de grabación. Mar y Tacho iban a colocar las cámaras en lugares estratégicos: en el patio cubierto, en sus habitaciones, en la cocina. El lugar más peligroso fue el escritorio. Mientras Rama y Jazmín hacían de campana, Mar y Tacho se apresuraron a ponerla entre los libros y esconder luego el cableado
Thiago se extrañó cuando descubrió a Cielo y Rama en el altillo, con una consola y muchos cables, pero les creyó cuando le dijeron que era para grabar los demos de la banda.
Todo estaba preparado, ahora sólo restaba esperar que Bartolomé y Justina se incriminaran frente a una cámara oculta. Pero paradójicamente Bartolomé estaba tan feliz con el casamiento de la bólida que los trataba mejor que nunca. Hasta estaba más generoso y les daba postre. Ni siquiera habían sido enviados a robar en esos días. Agrandado poi el deseo de la herencia próxima, y gastando a cuenta, le había dicho a Justina que aflojara con el temita.
Como nada pasaba, Tacho propuso provocarlos un poce para que saltaran, Cielo opinó que no habría mejor provocación que los ensayos de la banda. Y así lo hicieron.
Desde que Cielo se enteró de la verdad, estaba más pendiente que nunca de los chicos, tratando de que no volviera a pasársele nada que tuviera que ver con ellos, y así pude notar algunas tensiones.
No ignoraba que Mar y Thiago tenían un romance secreto, ni que Rama sufría por eso, pero se sorprendió mucho a ver que las cosas habían cambiado bastante. Ahora Rama estaba muy contento con una chica que había conocido ei la escuela nocturna, a la que asistía en secreto.
—Brenda se llama la perna —había dicho Mar, con un rictus en la cara que denotaba que no le caía muy bien.
—¿Pero estás con ella? —le preguntó Cielo.
—Estamos bien... —dijo Rama radiante—. Me encanta, es muy divertida. Aunque oficialmente y para Barto, sigo siendo el novio de Mar... —dijo mirándola con reproche.
—Así que es divertida Brenda... —quiso seguir hablando Cielo.
—Sí, es re divertida... Ni te imaginas lo divertida que es, pfff, te morís de la risa... —dijo Mar y todos la miraron.
—¿Vos la conociste? —indagó Cielo.
—Sí, todos la conocieron —aclaró Rama—. Vino un día...
—Y es re linda Brenda —agregó Jazmín.
—Pfff... lindísima... —exageró Mar—. Y no sabes el apellido que tiene... te morís con el apellido.
—Se llama Brenda Azúcar —dijo Rama, sonriendo.
—¿Azúcar? —repitió Cielo.
—Sí, azúcar, lo que se le pone al café, perna... —explicó Mar, riéndose y buscando complicidad en los demás.
Cielo la miró extrañada, y Jazmín la codeó. Era muy evidente para todos que Mar estaba celosa, incluso para Thiago, que no se avergonzó de expresarlo.
—¿Qué pasa, Mar, te pone celosa que Rama tenga novia?
—¿Qué? Ammm... ¿Celosa? ¿Yo? ¡Ja! Cualquiera... no.
Pero todos, incluso Rama, sabían que lo estaba. Entonces él aprovechó para seguir dándole celos, y siguió hablando de Brenda.
—El padre es comisario... —contó Rama.
—El comisario Azúcar... —se rio Mar, y se puso seria ante la mirada harta de Thiago.
Pero ése no era el único frente problemático. Cielo también había advertido cierto encono entre Tacho y Jazmín. Estaban todos habituados a la relación pasional que ellos tenían, que pasaran del amor al odio y del odio al amor varias veces por día, todos los días. Sin embargo, hacía varios días que Tacho se veía enojado y distante con Jazmín.
—¿Pasó algo con Tacho? —le preguntó Cielo una tarde mientras preparaban jugo para llevar al ensayo.
—Está re enojado —dijo Jazmín.
—Eso lo veo. pero ¿por qué?
—Me mandé un moco...
—¿Qué hiciste?
—¿Viste Nacho? —comenzó Jazmín, y Cielo asintió, imaginando por dónde vendría el asunto—. Bueno, me hizo un regalo re lindo: una cartera y unos zapatos de cuero divinos...
—¿Y vos le aceptaste el regalo? —dijo Cielo adivinando el resto del relato.
—¿Y por qué no Jo iba a aceptar?
—¡Ese chico te quiere hincar el diente desde que te vio, Jaz!
—Ya sé, pero re cambió... Te juro, conocí un Nacho re diferente... Está pintando cuadros, ¿sabes? Y me dijo que me quería pintar a mí... Y yo le dije que sí.
—Ah, aceptas el regalo y que te pinte... Y me imagino que no le contaste nada a tu novio...
—Y no, ¡imagínate cómo se iba a poner Tacho...! Empecé a ir a la casa de Nacho, a posar para que me pintara... Me paga, eh... Y él es tan divino, te atiende como una reina, tellena de regalos...
Cielo resopló, impaciente ante la inocencia de Jazmín.
—Y bueno... —sintetizó Jazmín—. Tacho se empezó a dar cuenta de que yo andaba en algo, descubrió los regalos, descubrió que estaba yendo a posar a la casa de Nacho... En fin, imagínate cómo se puso... No hubo manera de convencerlo de que no había pasado nada.
—Y claro... se enojó sin motivo, ¿no? —dijo Cielo con ironía.
—No me habla, Cielo. No sé qué hacer para que me perdone.
—¿Pero tuviste algo con Nacho?
—No, ¡nada!
—Bueno, Jaz, insistí hasta que te escuche... Vas a tener que ponerte creativa...
Pero más allá de alguna que otra tensión amorosa, las cosas estaban bien entre los chicos. Es verdad que un poco la preocupaba Lleca, que había manifestado escuchar voces y tener charlas con una amiguita imaginaria, pero supuso que sería algo propio de la edad.
Pasaron algunos días de bienestar, y empezaban a impacientarse porque ni rastros había de maltratos ni amenazas por parte de Bartolomé o Justina. Hasta que un día, al fin, la prueba que estaban buscando llegó, y con una contundencia y crueldad que superó ampliamente lo esperado.
—¡Qué peludo te agarraste, Tini! —dijo Bartolomé mientras descartaba una botella de champagne vacía.
Habían estado bebiendo toda la noche en el escritorio recordando ías penurias que habían tenido que sufrir todos esos años, emocionándose a escasos minutos de recibir, por fin, la tan ansiada herencia. Ella estaba recostada sobre el escritorio; desacostumbrada a beber tanto, apenas si podía mantenerse en pie.
—Está bien, che, empina el codo tranquila, motivos de sobra tenemos para festejar... —dijo Bartolomé y miró el reloj—. En escasos sesenta minutos, ¡nos traen el cheque, Justin!
Y brindaron por enésima vez. Justina se emocionó y bebió, apenas podía hablar entre la congoja y el alcohol.
—Señor, tantos años de yugarrrrla, de trabajos inciertos, de sacrificios... Y ahora se empiezan a ver los frutos.
—Ya lo decía Tatita, che... Cosecharás tu siembra
—Cosechemos, señorrr, cosechemos. A propósito... —dijo Justina con claras dificultades para pronunciar las erres—. ¿Pensó ya qué vamos a hacer con los purretes ahora que somos ricos?
—No sé, che, ya veremos... ¡Ahora sólo quiero pensar en England, La France... L’Italia!
Y se puso a bailar tarantela. Justina intentó seguirle el ritmo con una mano.
—Vos... ¿pensaste qué vas a hacer con tu parte? ¿A dónde te gustaría ir?
—Me encantaría conocer el Marrr Muerrrto, señor. Y muero por conocer las Catacumbas de Rrroma.
Una hora más tarde, cuando llegó el escribano Lacroix, ambos trataron de mantener la compostura.
—Pase, Lacroix, pase... —dijo Bartolomé y también le costó bastante pronunciar la erre afrancesada—. Espere aquí, que ya llamo a la feliz heredera...
—No hace falta, Bedoya. Ya hablé con la señorita Bedoya Agüero...
—¡De Bauer, che! —completó Bartolomé.
—Sí, con ella... y ya firmó todos los documentos —concluyó el escribano, tomó asiento y abrió un maletín.
Justina y Bartolomé se tomaron de la mano y se emocionaron anticipándose al cheque que imaginaron sacaría de allí. Sin embargo, el escribano Lacroix sacó un folleto y se lo extendió. En una parte podía leerse «Hogar de Día La Fraternidad», y varias fotos que mostraban varios chiquitos comiendo en un comedor comunitario, y jugando con una maestra jardinera. Bartolomé miró el folleto extrañado.
—Lindas las fotitos, che... pero, ¿qué es esto?
—Eso es un folleto de la institución a donde fue destinada la donación.
—¿Donación? ¿Qué donación?
—¿Cómo qué donación? La que hizo su hermana...
—¿Mi hermana? ¿Donación? ¿De qué habla, hombre? —se impacientó Bartolomé.
—Su hermana donó la totalidad de su herencia a esta institución... ¿Usted no estaba al tanto, Bedoya?
—¡Agüero! —completó Bartolomé con su cara color bordó.
Malvina estaba ayudando, o más bien entorpeciendo, a Nico, que subía las escaleras con una pesada caja. Iba a mudarse a la mansión, donde vivirían provisoriamente hasta que les entregaran la casa que había alquilado con Malvina. Apareció Bartolomé, totalmente enajenado, y la interceptó, conteniendo la violencia ante la presencia de Nico.
—Ah, tórtolos... El casado casa quiere, ¿no? —dijo con una sonrisa muy edulcorada—. Malvina, ¿podes venir un segundito?
—Ay Barti, estamos re busy con la mudanza ahora ¿Puede ser más tarde?
—No, no, más tarde no... Vení, bolidita, es un segundií
—No lo puedo dejar solo con la caja, Barti.
—Anda tranquila, Malvina, me ayudas más sin ayudan —dijo Nico, dándole un besito.
Malvina no había terminado de captar la ironía de Nú que ya Bartolomé la había tomado de un brazo.
—Dos minutitos conmigo, bólida, y toda la eternidad pa tu marido. Vení... —y la condujo al escritorio, donde los esp raba Justina. El escribano ya se había retirado.
Apenas cerró la puerta, Bartolomé estalló, con las ven de la frente inflamadas.
—¡No existe el insulto para calificarte, pedazo de za guanga!
Malvina se quedó petrificada.
—¿Por qué me hablas así, Barti?
—¡Por esto! —dijo estampándole el folleto del hogar día en la nariz—. ¡Años esperando la herencia, para que ve gas a donarla al hogar de día La Fraternidad! ¡Cachivac mental, neurona solitaria y tontita!
—Te estás pasando, Bartolomé... —respondió ella c toda la dignidad de una señora casada—. Te llega a esc char mi marido que me hablas así, y...
—Tu marido, pedazo de cosa idiota, ¡no existe! Es u ilusión, lo engañamos de todas las formas posibles, ¡has le secuestramos al hijo!
—¡Y yo lo rescaté!
—¡Para engancharlo, pedazo de mamerta! —gritó ati nador Bartolomé—. ¡Para engancharlo, casarlo, y cobn ¡Todo por la herencia!
—Vos lo habrás hecho por la herencia, yo lo hice p amor...
—Me das asco y lástima, estúpida. ¿Renunciar a la here cia? ¿Y sin decírmelo?
—Se me pasó... Estuve con miles de cosas, ¿sabes lo q es casarte?
—Anda a hablar con ese escribano, renuncias a la renuncia, y me traes la herencia ¡ya!
—¡Me estoy mudando, Barti!
Bartolomé estalló. Como tantas veces había hecho con los chicos de la Fundación, agarró a Malvina por el cuello y la golpeó contra la puerta, con desmedida violencia.
—Barti... soy yo, la bólida... —dijo ella azorada—. ¿Me vas a pegar?
Él pareció reaccionar, y se angustió.
—No, bolidita, no... ¿Pero qué me hiciste, che? ¿Qué locura te agarró?
—No quería casarme con esa culpa, Barti... —dijo ella, ensombrecida, pero satisfecha consigo misma—. Hice un montón de cosas horribles, vos mismo lo dijiste. ¡Hicimos un falso secuestro, Barti! Es horrible... Sentía que si aceptaba esa herencia, mi matrimonio iba a empezar sucio, ¿me entendés? Necesitaba raparar de alguna manera, no sé, ser menos mala, como cuando te confesas y el cura te perdona, ¿you know? Lo hice por amor...
—Se entiende, señorita, se entiende —intervino Justina, identificada con Malvina porque el móvil de la traición a Bartolomé había sido el amor.
—¿Se entiende qué, zanguanga? —volvió a estallar Bartolomé, ahora con Justina—. ¡Anda y trame esa herencia!
—No lo voy a hacer, Bartolomé —concluyó Malvina, con lágrimas en los ojos, y salió del escritorio.
Tacho, Rama y Cielo habían sido testigos de toda la discusión desde e] altillo, a través de la camarita de seguridad que habían instalado. Estaban muy impactados, y muchas de las cosas que allí se habían revelado servirían para incriminar o presionar a Bartolomé. Pero nada se había dicho sobre sus actividades delictivas.
—Hay que ir ahora y provocarlo... —dijo Tacho—. Está furioso; si lo pinchamos un poco, se va a poner loco con nosotros y lo tenemos.
—No, chicos, me da miedo.
—Tenemos que ir ya —acordó Rama—. Vos ocúpate de que se grabe todo.
Cielo no los pudo frenar, y permaneció encerrada en el altillo, mirando con angustia el monitor. Lo que acababa de oír por boca de Malvina era algo realmente siniestro.
A través del monitor, Cielo vio a Justina, que estaba mirando cómo Bartolomé daba vueltas y vueltas en el escritorio, como una bestia enjaulada, sin hablar. Tina quiso decirle algo, él la hizo callar con un gesto. Y entonces Cielo vio y oyó cuando Tacho y Rama se asomaron al escritorio.
—Don Barto... —dijo Tacho fingiendo sorpresa—. Escuchamos los gritos... ¿Se peleó con Malvina?
—Fuera, roñosos —dijo Justina con voz rasposa.
—¿Es verdad que ella renunció a la herencia? —lo provocó Rama.
—Fuera —advirtió Bartolomé.
—Hay que ser tarada, ¿no? —dijo Tacho.
—¡Dije fuera! —estalló, finalmente, Bartolomé.
Y agarró a Tacho por los pelos, y empezó a arrastrarlo hacia la sala. Tacho lo dejó hacer, mientras Rama fingía querer frenarlo.
Unos segundos después, cambiando de cámara en el monitor, Cielo vio cómo entraban todos en el patio cubierto, donde estaban el resto de los chicos. Bartolomé tenía las venas inflamadas en las sienes, y parecía tener sus rulos electrificados. Quedaba bien claro que iba a descargar toda su furia sobre ellos.
—¡Ustedes, todos, a trabajar ya mismo! —gritó arrojando a Tacho al piso.
—Ahora no podemos... —dijo Jazmín, continuando con el plan de provocarlo.
—¡A trabajar, dijo el señorrr! —taconeó Justina.
—No podemos —dijo Jazmín.
—Tenemos que ensayar con la banda —la remedó Mar.
—¡A la calle, a robar, a traer billeteras! —gritó enajenado Bartolomé.
—No, chicos, me da miedo.
—Tenemos que ir ya —acordó Rama—. Vos ocúpate d que se grabe todo.
Cielo no los pudo frenar, y permaneció encerrada en « altillo, mirando con angustia el monitor. Lo que acababa d oír por boca de Malvina era algo realmente siniestro. I
A través del monitor, Cielo vio a Justina, que estaty mirando cómo Bartolomé daba vueltas y vueltas en el escri torio, como una bestia enjaulada, sin hablar. Tina quia decirle algo, él la hizo callar con un gesto. Y entonces Ciel vio y oyó cuando Tacho y Rama se asomaron al escritorio
—Don Barto... —dijo Tacho fingiendo sorpresa—. Esca chamos los gritos... ¿Se peleó con Malvina? i
—Fuera, roñosos —dijo Justina con voz rasposa.
—¿Es verdad que ella renunció a la herencia? —lo pr vocó Rama.
—Fuera —advirtió Bartolomé.
—Hay que ser tarada, ¿no? —dijo Tacho.
—¡Dije fuera! —estalló, finalmente, Bartolomé.
Y agarró a Tacho por los pelos, y empezó a arrastrar.? hacia la sala. Tacho lo dejó hacer, mientras Rama fingía qurrer frenarlo.
Unos segundos después, cambiando de cámara en e monitor, Cielo vio cómo entraban todos en el patio cubier donde estaban el resto de los chicos. Bartolomé tenía las venas inflamadas en las sienes, y parecía tener sus rulos electrificados. Quedaba bien claro que iba a descargar toda su furia sobre ellos.
—¡Ustedes, todos, a trabajar ya mismo! —gritó arrojando a Tacho al piso.
—Ahora no podemos... —dijo Jazmín, continuando con el plan de provocarlo.
—¡A trabajar, dijo el señorrr! —taconeó Justina.
—No podemos —dijo Jazmín.
—Tenemos que ensayar con la banda —la remedó Mar.
—¡A la calle, a robar, a traer billeteras! —gritó enajenar1 Bartolomé.
—Si están calientes porque Barto se quedó sin la herencia, no se la agarren con nosotros —dijo Rama.
Y fue la provocación que faltaba. Bartolomé comenzó a tirar cosas, a zamarrearlos, a gritarles en la cara que eran sus esclavos; que eran desperdicio, pequeños trozos de basura que dependían de él; que iban a trabajar y robar de por vida para él, como habían hecho desde que llegaron a ese lugar; que iban a robar un banco si hacía falta para compensar la herencia perdida.
Cielo tuvo que contenerse para no salir a frenarlo ella misma, pero vio que Tacho y Rama protegían con su cuerpo a las chicas y a los chiquitos, que lloraban. Finalmente Bartolomé dejó de gritar, y se retiró. Parecía exhausto. Justina les reiteró que salieran a trabajar y volvieran rrrrepletos de billeteras, y salió tras Bartolomé.
Tacho tomó el celular de Mar y llamó a Cielo.
—Decime por favor que se grabó todo —dijo Tacho aún agitado por la violencia de la escena.
—Se grabó todo perfecto —dijo Cielo, aún con lágrimas en los ojos—. Los tenemos. Van a empezar a cosechar lo que sembraron.
Nico y Mogli estaban terminando de instalar a Cristóbal en una habitación vacía de la mansión. Cuando Cristóbal preguntó dónde dormiría Mogli, notó que su padre se miró con éste y se puso triste.
—¿Qué pasa ahora? —se anticipó Cristóbal.
—Nada, Cristóbal... nada—dijo Nico, advirtiendo con su mirada a Mogli.
—Non nono, nata, Micola. Osté saber.
—¿Qué sabe papá?
—Mogli deber partir —comunicó Mogli con gran pesar a Cristóbal.
—¿Por qué?
—¿Otra vez con lo mismo, hermano? —protestó Nico. dejando en claro que ya habían tenido esa conversación—. Mogli, vos dormís acá con Cristóbal...
—Non, Micola. Esta vez, Mogli partir —dijo, sereno. ,
—¿Por qué, Mogli? —preguntó Cristóbal apesadumbrado
—Tiempo de aventuras terminar. Ahúra Micola y Crist • bola tener famiglia. Mogli debe buscar él su propio camii Mogli ser hombre sin tierra, sin raíces.
—Pero, Mogli... Nosotros somos tus raíces... nosotros tresiempre nosotros tres, ¿te acordás? —dijo Nico, ya angustiar
—¡Non, Micola! —lo reprendió Mogli—. Nosotros ser gu rreros. Cristobola, pequeño guerrero también. Guerreros i , non llorar.
—Pero no te vayas muy lejos, Mogli —suplicó Cristóbj
—Tristobola, pequeño amigo del mi corazón... osté sabm que Mogli lo quiere con el alma a osté —dijo y lo acaric con gran ternura—. Cristobola, Tristobola, Cristobolón... osla enseñar horizonte a Mogli. Enseñar a hablar espagnol, a ífl al bathroom. Tristobola va a estar siempre acá y acá —di»
señalándose la cabeza y el corazón—. Ostedes guarden a Mogli acá, y acá —dijo señalando el corazón y la cabeza de padre e hijo—. No extrañar... Se extraña lo que non volver... y nosotros, siempre vamos a volver.
—Te quiero mucho, Mogli —dijo Cristóbal llorando.
Mogli apoyó su mano sobre la cabeza de Cristóbal, y lo bendijo en su dialecto.
—Obolongo, muñir, carruna, caprazón.
Con mucha dignidad, los tres se secaron las lágrimas. Se miraron y, de pronto, estallaron, los tres a la vez, con el ritual con el que festejaron cada descubrimiento que hicieron durante años.
—¡Uá oló, ua oló, ua, ua, ua! —gritaron sacudiendo sus manos y palmeándose mutuamente.
Luego Mogli se cargó su morral al hombro, y se alejó por el pasillo. Antes de desaparecer, se volvió a mirarlos y sonrió.
—Tristobolongo... cuidar mucho a hermanito, ¿sí?
Y se alejó. Nico y Cristóbal se miraron, muy tristes. Hasta que Nico se preguntó en voz alta:
—¿Qué hermanito?
Aún tristes por la partida de Mogli, Nico y Cristóbal fueron a buscar las últimas cosas que habían quedado en el loft, y al bajar se toparon con Alex, que los saludó muy amablemente y se presentó.
—Yo soy Alex... ¿nos conocemos?
—Sí, nos conocemos y te estaba esperando, Alex —dijo Nico.
—Vengo de parte de Cielo... —dijo Alex, leyendo un papelito verde—. Ella me dijo que acá se alquilaba un loft.
—¡Vení! —se impacientó Nico y lo hizo entrar en el loft.
Nico al menos encontró que, mientras le mostraba el loft a Alex, hacerle todo tipo de advertencias solapadas y asegurarse de que Alex anotara en sus papelitos los malos consejos amorosos que le dio para abordar a Cielo era una buena manera de olvidarse de la tristeza por la partida de su gran amigo, de su hermano Mogli.
Lleca había desistido de seguir hablando de la voz de esa nena que oía junto a la rejilla, puesto que nadie lo tomaba en serio. Se burlaban de él, o en todo caso se preocupabaai pensar que estaba delirando.
Sin embargo, las voces estaban allí. Al día siguiente la primera comunicación, volvió a la rejilla y llamó. Al cr de unos minutos, la misma voz de nena le respondió. Ins. tía en que ella estaba escondida por la guerra. Lleca se pi rguntó si no se trataría de algún fantasma, atrapado entre la vida y la muerte. No sería raro, puesto que en el jardín había un cementerio y a él le daban escalofríos esas lápidas, y muchas veces, cuando jugaban al fútbol y la pelota iba a parar cerca de ellas, le daba pavor acercarse.
Pero la voz afirmaba que no era ningún fantasma, qu era una nena de diez años, y que sobrevivía allí, escondic No hubo manera de convencerla de que no existía tal guerra.
—Te quiero conocer, chapita —le dijo Lleca un día.
Hubo un largo silencio.
—¿Vos sos bueno?
—Más bueno que el pan soy yo, Chapi —respondió Lleca.
Ella no se animaba a concretar un encuentro, sin embargo no pudo mentirle cuando él dedujo que, por lo que ella decía, debía de estar en el sótano. Lleca recordaba bien aquel día en que habían entrado por esos pasillos oscuros y habían terminado en esa extraña habitación secreta. Al día siguiente de aquel episodio, la puerta por la que habían entrado, en el hogar a leñas, había sido clausurada. Pero Lleca sabía por Cristóbal que se podía acceder al sótano a través de una puerta trampa entre las lápidas del cementerio.
Salió al jardín, se acercó a las lápidas, divisó la puerta más relajado. Seguían temiéndose, pero esta vez ella le dijo su nombre.
—Luz... —repitió él, fascinado con su delicada belleza y sus formas refinadas de hablar y moverse.
Al quinto encuentro, ella finalmente le contó que vivía con su madre, que era una enfermera que asistía a los heridos de guerra; él ya ni se molestó en aclararle que no existía la guerra. Pero esa tarde, al despedirse, Lleca decidió permanecer allí y comprobar si Chapi estaba definitivamente loca o había algo de cierto en su historia. Estuvo oculto en la oscuridad del pasillo varios minutos.
Jamás se hubiera imaginado lo que vio. Desde el otro extremo del pasillo había aparecido una sombra oscura. Cuando se aproximó, pudo reconocer que se trataba de Justina, que traía una bandeja con comida. Vio cómo abrió la puerta pared e ingresó al lugar donde varias veces había visto entrar a Luz. Mientras cerraba la puerta, Lleca oyó que Tina, con una dulzura que jamás le había conocido decía:
—¡Hola, chiquita!
—¡Mami! —oyó exclamar a Luz antes de que la puerta volviera a ser pared.
Al día siguiente Lleca no podía dejar de mirar a Justina mientras servía el desayuno. Ella le clavó sus ojos de lechuza:
—¿Qué me miras, vos?
—Nada, nada... —respondió él, sin poder unir en su cabeza esta Justina con la que había visto en el sótano.
Se dedicó a vigilarla, y observó cómo en varios momentos del día entraba en su cuarto y no volvía a salir por varios minutos. A la hora de la merienda vio que se dirigía a su habitación con una bandeja con comida; y dedujo que estaría bajando al sótano desde allí donde, sin dudas, habría otra puerta secreta. Corrió hacia el cementerio, descendió por la escalenta, y recorrió de memoria los pasillos, corriendo. Esperó escondido hasta verla salir del lugar donde vivía Luz. Esperó a que se alejara y luego llamó a la niña. Ella se asomó, sorprendida.
—No te esperaba hoy, Lleca —dijo ella, feliz de ver a su amigo secreto.
—¿Vos sos hija de Justina? —disparó Lleca.
—¿Conoces a mi mamá? —se estremeció ella.
—Claro que la conozco...
—¿De dónde?
—Vivo arriba, con ella.
—¿Cómo arriba? Si la guerra...
—¡No hay guerra, chabona! —se impacientó él—. Yo vivo arriba, tu javie vive arriba, con un montón de chicos. Hay bardos, peleas, ¡pero guerra no hay!
—¡Mentira!
—Uh, ¡vos estás re chapita, loca!
—Sos un mentiroso, ¡me queros engañar! —dijo ella y corrió a encerrarse en su sótano.
Por la noche, cuando Justina bajó a darle de cenar y le contó cómo habían recrudecido los combates ese día, Luz se preguntó por primera vez en su vida si su madre le diría toda la verdad.
Los días que siguieron a la renuncia de la herencia por parte de Malvina fueron los peores de toda la vida de Bartolomé Bedoya Agüero. La pérdida de la herencia era una herida mortal de la que difícilmente se recuperaría. Y como si fuera poco, con el apuro por casar a su hermana, había aceptado que la flamante familia se mudara un tiempo a la mansión hasta que les entregaran la casa que habían alquilado. Ahora no tenía ni herencia ni intimidad. Ni hermana, puesto que no había vuelto a dirigirle la palabra luego de su alta traición.
Pensó que su suerte empeoraría cuando Justina hizo pasar a su escritorio a un hombre muy alto y corpulento, muy serio y de impecable traje gris. Bartolomé lo conocía muy bien.
—Azúcar... ¿qué hace acá? —dijo Barto con temor.
Bartolomé tenía un arreglo económico con Luisito Blanco, el comisario de la jurisdicción. El comisario Azúcar estaba por encima de Luisito Blanco y su presencia ahí no presagiaba nada bueno. Sin embargo, se sorprendió mucho cuando éste le dijo:
—¿Tiene video casetera, Bedoya...?
—Agüero —corrigió Bartolomé.
Pocos minutos después, Justina terminó de conectar la video casetera dentro del escritorio.
—¿Me pueden explicar qué pasa acá? —dijo Bartolomé impaciente.
—Dele play nomás —ordenó Azúcar, con un rictus en su boca.
Bartolomé quedó pálido y estupefacto cuando empezó a ver las imágenes del videocasete que había llevado Azúcar.
En éstas se veía claramente a Bartolomé y a Justina, amenazando, zamarreando, gritando a los purretes y mandándolos a robar.
El video había llegado a manos de Azúcar cuando Cielo y los chicos pensaron qué hacer con esa contundente prueba que habían conseguido contra Bartolomé. Rama dudó un poco cuando Cielo propuso acudir al padre de Brenda, pues no quería que ella conociera esa verdad, sin embargo lograron llegar al comisario sin necesidad de recurrir a la hija.
Azúcar recibió a Cielo, quien no quiso hacer pasar a ninguno de los chicos por el trauma de tener que hacer la denuncia y revivir todo lo que habían sufrido. El comisario la escuchó atentamente durante una hora, le tomó la denuncia por escrito e incorporó el video como prueba para el fiscal. Cuando Cielo se retiró, Azúcar llamó al comisario Luisito Blanco, y lo levantó en peso por la torpeza de su protegido Bedoya. La red policial que protegía a Bartolomé era más grande de lo que él mismo suponía, y Azúcar no sólo estaba al tanto de sus asuntos, sino que se beneficiaba mes a mes gracias a ellos. Por eso fue que decidió intervenir él mismo ante esta falla de seguridad.
—¿Qué hubiera pasado si esa chica, en lugar de venir a mi comisaría iba a otra? —le dijo Azúcar en un tono tan grave y profundo que logró que por primera vez Justina se estremeciera ante la voz de otro hombre que no fuera su señor.
Bartolomé quiso decir algo, pero Azúcar lo ignoró.
—¿Qué hubiera pasado si esa chica iba a ver a un juez de menores? ¿Qué hubiera pasado si iba a la prensa?
—Entendí el punto, Azúcar —dijo Bartolomé intimidado.
—Te va a costar muy caro este favorcito —concluyó el misario y Bartolomé manoteó la chequera.
Cielo no pudo contener un gritito de felicidad cuando al jardín y vio al comisario Azúcar. Por fin la justicia se decidido a actuar, seguramente habría venido a detener a Bartolomé. Corrió hacia él, pero al acercarse se que helada al ver que junto a Azúcar estaban Justina y Bartolomé, con una perversa sonrisa en sus rostros.
—Comisario... —dijo ella al verlo.
Él la miró pero pareció no registrarla. Volvió la mira _ hacia Bartolomé y le estrechó la mano.
—Nos vemos, Bedoya...
—Agüero —agregó Bartolomé—. Nos vemos Azúcar. Justin lo acompaña...
—Con enorrrme gusto —dijo ella, evidentemente atraída por el hombre.
—Comisario... —lo llamó Cielo, pero éste volvió a ignorarla.
-Así que filmando videítos, che... Así que denunciándome... —dijo Bartolomé con su sonrisa perversa, mientra hacía sonar sus nudillos
Cielo comprendió todo. El comisario Azúcar estaba arreglado con Bartolomé, todo había sido acallado, y había llegado el momento de las represalias. Tras despedir a Azúcar Justina cerró el portón trasero y volvió hacia ellos.
—Justin... vos anda ocupándote de darles el merecido i los mocosos... Yo me quedo a hablar unas palabritas coi Cielín. Ah, y tomate tu tiempo para reprenderlos, eh...
—Será un merecido más larrrgo que entierrro de Papa señorrr.
—¡No! —atinó a frenarla Cielo.
Y ambos se rieron a carcajadas. Justina se encamin: hacia la casa mientras Bartolomé retenía a Cielo sujetándole de una muñeca.
—¿Sabes cómo se paga la alta traición, Cielín? —dijo Bartolomé—. Con la muerte, che.
—No hace falta que se mueran, don Bardo... —respondió Cielo con ironía—. Con que terminen los dos presos... ya alcanza.
Bartolomé la miró serio; lo único que le preocupaba de esa ironía era que Cielo no le tenía miedo, y eso sí que ers un problema. Tendría que demostrarle que debía temerle.
Pero cuando fue a acercarse para hacer su mejor actuación de malvado, Cielo lo sorprendió dando un salto. Se aferró a la rama de un árbol, y haciendo una ágil pirueta acrobática, le pegó una tremenda patada en la cara, que le voló los anteojos. Barto trastabilló y ni tuvo a tiempo a reaccionar porque Cielo ya corría hacia la casa.
—¡Justin, frénala! —gritó desde el piso a Justina, que estaba por entrar a la cocina.
Justina giró alarmada, pero ya era tarde. Tenía a Cielo encima. Justina abrió sus brazos en forma de T para inter: onerse, pero Cielo venía corriendo y con el envión le pegó n empujón que la tiró de cola al piso.
Cielo entró corriendo a la mansión, y Bartolomé y Jus-_ia, hartos ya de esa chiruza, salieron detrás, dispuestos a cer lo que debían haber hecho diez años antes.
Jazmín estaba observando a Tacho, que hablaba c Rama en el patio cubierto. Sin que él la viera, le hizo ser a Rama para que los dejara a solas. Rama captó la situaci y se alejó hacia la sala de ensayos, de donde venía Mar c una jarra con agua ñama le sonrió, y eíía le preguntó r Brenda, y le dijo lo contenta que estaba de que estuviera bi con ella, y lo copada que era. Entonces Rama le pregunte ellos no debían tener una charla.
—Carla... no, ¿por qué? Bah, charlemos sí... de la vic
—De nosotros.
—¿Nosotros qué?
Entonces él le recordó aquella noche en que se había qi dado cuidando a Cristóbal en el loft de Nico y ella había i a hablarle. En ese momento ella estaba distanciada de Thia por un extraño incidente con Tefi, y Rama había aprovecha la ocasión para finalmente animarse a confesarle lo que se tía por ella. Mar no se había sorprendido, de alguna mane lo percibía, y el hecho de que él se lo hubiera dicho, le hat aflojado el cuerito. Nadie lo supo, quedó entre ellos, pero aqu lia noche Mar había besado a Rama. Él se había ilusionai mucho, pero sabía perfectamente que Mar seguía amando Thiago; por eso todo había quedado ahí. Pero ahora, ver qi Mar estaba celosa de Brenda, lo desconcertaba.
—No sé, Mar... Siento que estás celosa de Brenda... y es así, si vos sentís algo por mí...
—Rama, yo estoy con Thiago.
—Ya lo sé —dijo él—. Entonces déjame en paz, deja ( celar a Brenda y seamos amigos.
Ella se sintió reprendida y bajó su cabeza. Él entoncí se le acercó y le propuso con dulzura:
—Hagamos una cosa. Si cuando seamos grandes ninguno encuentra un amor y estamos solos, nos casamos. ¿Te parece?
—Me re parece —dijo ella sonriendo y le dio un abrazo amistoso.
Mientras tanto, Tacho volvía a ignorar una vez más a Jazmín, aún enojado por el asunto «Nacho». Jazmín quiso ensayar un paso de la coreo con él, y Tacho, ya conociendo sus técnicas de seducción, la evitó y comenzó a retirarse del lugar, cuando de pronto irrumpió Cielo corriendo, alarmada, y comenzó a cerrar las puertas del patio que daban al pasillo.
—¡Cierren, ayuden, ya! —gritó.
—¿Qué pasó? —se alarmó Jazmín.
—¡Ayúdenme a cerrar, les digo! ¡Traigan bancos!
En ese momento vieron aparecer a Bartolomé y a Justina por el extremo del pasillo, corriendo, desaforados. Los chicos se apresuraron a ayudar a Cielo a cerrar, y empujaron algunos bancos para trabar las puertas, al tiempo que a dupla ya golpeaba con furia.
—¿Qué pasó, Cielo? —preguntó Mar, empujando un oanco y subiéndose al mismo.
—¡Fue todo una trampa! ¡El comisario Azúcar está entongado con Barto!
—¿El padre de Brenda? —exclamó Rama azorado.
—¡Ja! —exclamó Mar.
Las puertas se movían estruendosas del otro lado; Barjlomé y Justina empujaban, golpeaban y gritaban.
—¡Abrí, desgraciada!
—Se terminó lo que se daba, Sky, no la hagas más difí:ú para los purretes, van a sufrir mucho. ¡Abrí, tilinga!
—¡Traben, empujen! —gritó a los chicos, y luego vociferó hacia la puerta—: ¡A ustedes se les terminó, de acá no -os movemos hasta que no venga la policía, los jueces y la prensa!
—¡Abrí, rrrreventada!
—Resolvamos esto como gente civilizada, Sky. Vos te vas a los chiquitos no les pasa nada
—¡Nunca me voy a ir! ¿Escuchan? ¡Ni sueñen que los a dejar seguir explotando a los chicos, aunque tengan ar glado a medio país, turros, explotadores de menores!
—¿De quién hablas, Cielo?
La voz, algo ronca y suave, surgió detrás del grupo atrcherado. Cielo se puso pálida y giró bruscamente. A po metros de ellos estaba Thiago, desconcertado, con su entrecejo contraído. Thiago había permanecido todo ese tiempen la sala de baile, intentando sacar un tema con su gui:arra, y había visto y oído todo.
—Habla, Cielo, ¿qué está pasando?
Del otro lado de la puerta, Tina y Bartolomé también 1 oyeron y se les cortó la respiración.
Thiago permaneció inmóvil, mirándolos, esperando ir explicación. Vio que su novia y sus amigos, todos, desviai la mirada, incómodos, escondiendo algo. La única que aún miraba era Cielo. Ella se compadeció de él; había pensac en cómo explicarle a Thiago quién era su padre pero ésta, definitivamente, no era la manera.
—Thiago... yo dije lo que dije de bronca nomás... de loca que soy, pero no es que tu papá...
Thiago la frenó con un grito inesperado, que sorprendí a todos, un grito cargado de un odio que nunca nadie le había visto.
—¡Calíate!
Se acercó a ellos, que estaban inmóviles, y comenzó a quitar los bancos que habían puesto.
—Thiago... —dijo Mar, y bajó la voz hasta volverla imperceptible—. Mi amor... A Cielo le patinó el embrague, pero...
—¡Basta! —volvió a gritar aún más fuerte—. ¡No me mientan más!
Y quitó con furia el último banco, destrabó la puerta y la abrió; pero él y todos se sorprendieron al ver que del otro lado ya no estaban ni Justina ni Bartolomé. Thiago atravesó el pasillo presuroso e iracundo. Cielo fue tras él.
Thiago llegó hasta la sala y empezó a buscar a su padre por todos lados, gritando.
—¡Papá! ¡Da la cara, salí de donde estés!
Abrió la puerta del escritorio y luego la del desván, bajo la escalera; se asomó al comedor: su padre no estaba por ningún lado. Cielo caminaba, apiadada, detrás de él.
—Thiago, espera, escúchame, mi amor... —le dijo Cielo.
—Ya escuché demasiado —replicó él, soltándose con violencia de Cielo, que lo sujetaba.
Y subió las escaleras, y buscó a su padre en cada rincón de la casa, pero no lo encontró.
Pocos minutos después Cielo entró en la habitación de Thiago. Estaba allí sentado, mirando el piso. Ella se acercó y se sentó junto a él. Sus cejas tupidas estaban rectas y hundidas en el entrecejo, con una expresión de enojo, pero de pronto la frente se le contrajo y sus cejas se desarmaron, formando un arco. Su expresión era de puro dolor.
—¿Quién es mi papá? —preguntó. Se sentía al borde de un abismo. —Decimeló, por favor... ¿Quién es?
Cielo le tomó la mano.
—¿Vos quién pensás que es?
—No sé... ya no sé... Decime, Cielo, por favor...
—Vos pediste «no me mientan más». ¿Por qué pensás que te mentimos?
—No sé... Los chicos siempre se quejan de mi papá, a veces pienso que lo odian... Pero él, no sé... les da techo... comida... —y se detuvo, como asaltado por pensamientos aterradores.
—Sí. ¿Qué más?
—Los... educa. A veces... se enoja, y los maltrata, les grita... —dijo, y se fue quedando pensativo—. Yo vi el taller ese... Él dijo que era para que aprendieran un oficio... pero... Los chicos trabajaban ahí?
Cielo lo miró. Ella no le diría nada, sólo lo acompañaríamientras él comenzaba a comprender lo que ya había ”isto.
—¿Mi viejo los obliga? —le preguntó, al borde del llanto—. Qué pensás, Cielo? ¿Los chicos trabajan para él?
Cielo le acarició la mano y lo miró a los ojos. Se limitó a acompañarlo en ese viaje al abismo. De pronto él tuvo una revelación, como un súbito recuerdo.
—¿Era cierto? ¿Él los obligaba a robar? Mar... un día dijo eso, y los chicos... estaban furiosos... y Tacho le quería pegar... y Mar me lo dijo... Ella lo dijo... ¿Era cierto? ¿Mi viejo es eso? ¿Ése es mi papá? —preguntó, sintiéndose perdido.
Salvo las lágrimas de Cielo, Thiago no obtuvo respuesta.
—¿Mi papá es un monstruo, Cielo?
Finalmente Cielo apenas asintió. Thiago apoyó la cabeza en sus manos, y comenzó a llorar con el estómago contraído. Cielo le apoyó una mano en la espalda y permaneció junto a él, hasta que dejó de llorar.
acompañarlo en ese viaje al abismo. De pronto él tuvo una revelación, como un súbito recuerdo.
—¿Era cierto? ¿Él los obligaba a robar? Mar... un día dijo eso, y los chicos... estaban furiosos... y Tacho le quería pegar... y Mar me lo dijo... Ella lo dijo... ¿Era cierto? ¿Mi viejo es eso? ¿Ése es mi papá? —preguntó, sintiéndose perdido.
Salvo las lágrimas de Cielo, Thiago no obtuvo respuesta.
—¿Mi papá es un monstruo, Cielo?
Finalmente Cielo apenas asintió. Thiago apoyó la cabeza en sus manos, y comenzó a llorar con el estómago contraído. Cielo le apoyó una mano en la espalda y permaneció junto a él, hasta que dejó de llorar.
Mientras todo ocurría, Cielo se preguntó dónde estaría Indi, sintiendo que sólo él podría ayudarla con eso. Pero Nicolás, en ese momento, estaba enfrentando sus propios monstruos.
Ibarlucía se había comunicado nuevamente con él y le había pedido que le entregara el cubo de cristal, a cambio de no iniciarle acciones legales por la tenencia de su hijo. Nico estaba aterrado con esta posibilidad, pero entendió que era hora de enfrentar esos fantasmas. Él no podría negociar con su hijo ni dejarse extorsionar tampoco por esa lacra. Él era un Bauer, y los Bauer no tranzaban. Por eso se negó a entregarle lo que el otro exigía.
Nico habló con Carla, cuyo vínculo con Cristóbal estaba progresando lentamente; intentó persuadirla para que detuviera esa denuncia, pero ella le dijo que nada podía hacer para frenar a Marcos. Nico adivinó que Ibarlucía la tendría amenazada de alguna manera, y así era.
Pocos días después Nico recibió una citación judicial, debería presentarse en el juzgado para responder sobre la acusación de apropiación de persona.
Nico habló con Malvina, quien le dio todo su apoyo para la decisión que había tomado: enfrentar la acusación. Pero antes debía dar un paso más, el último, en su sinceramiento con Cristóbal. Si iba a enfrentar una acusación que posiblemente tomaría estado público, su hijo debería saber toda la verdad.
Esa mañana, mientras Cielo se atrincheraba en el patio cubierto con los chicos, Nico fue a retirar del colegio a Cristóbal, que se sorprendió cuando en medio de una clase le dijeron que se iba. Nico le explicó que había ido a buscarlo porque tenían que hablar. Fueron hasta una plaza y se sentaron en un banco.
No había pensado qué decirle, ni cómo encarar la conversación. Fue Cristóbal quien la inició. —¿Es por el juicio, no? —¿Cómo sabes? —se sorprendió Nicolás. Cristóbal le contó que su mamá, en uno de los paseos que habían hecho, le había contado algo, pero le había asegurado que ella no tenía ninguna intención de separarlos que era algo «formal».
Entonces Nico le dijo que, si bien eso era verdad, no era toda la verdad. Y entonces le contó su propia historia. Cómo había conocido a Carla en la Universidad, cómo se enamoraron y fueron felices, y cómo ella un día lo dejó, para irse con otro hombre.
—¿Con Marcos Ibarlucía? —preguntó absorto Cristóbal—. ¿Mi mamá fue novia de esa basura?
—Sí. Pero dos años después tu mamá volvió. —Y obvio... ¿cómo lo va a preferir a él antes que a vos, pa? —Tu mamá volvió... Estaba muy triste, se había separado de Ibarlucía, él la había dejado... pero además tu mamá estaba embarazada.
Cristóbal se quedó duro. Nunca se había preguntado si tendría algún hermano. —¿Tengo un hermano?
—No, hijo. Tu mamá estaba embarazada... de vos. —Pero cómo, si... —y se detuvo. Miró a su padre a los ojos, y entendió que habían llegado al punto.
—Ella estaba embarazada y muy triste. Y yo la amaba, y la recibí, y la cuidé, y después naciste vos, y te amé, desde el primer día, desde que estabas en la panza, yo ya te amaba. Ella no quería saber nada con Ibarlucía... Él la había dejado cuando supo que iba a tener un hijo... Entonces decidimos criarte juntos... Fuimos al registro civil, te pusimos de nombre Cristóbal, y yo te di mi apellido.
—¿Mi papá es Ibarlucía? —confirmó consternado Cristóbal.
—Él sólo es tu papá biológico, hijo... Pero tu papá, el que siempre estuvo, el que te ama, y el que siempre te va a amar, pase lo que pase, soy yo, ¿sabes?
—Pero, y entonces... ¿el juicio?
—Ibarlucía es una mala persona... Él me hace este juicio porque quiere que le dé el cubo de cristal.
—Nunca se lo des, pa.
—Nunca se lo voy a dar... De todas maneras él es tu papá biológico, y vos tenías derecho a saberlo.
Cristóbal permaneció callado unos cuantos minutos. Nico sufría por todo lo que había tenido que pasar en ese último tiempo, pero de pronto Cristóbal lo miró, y le dijo algo que consolidaría su vínculo para siempre.
—Papá... no me importa si Ibarlucía es mi papá biológico o si me mentiste...
—Gracias, hijo.
—Pero, papá... Yo soy un Bauer, ¿no? Soy un Bauer — afirmó.
—Por supuesto, hijo —dijo Nico con los ojos llenos de lágrimas—. Sos un Bauer.
Luego de sincerarse con su hijo, le explicó que debían presentarse en el juzgado, donde les tomarían muestras de cabello para hacer exámenes de ADN. Pensó que lo único bueno de toda esa locura era que en algún momento del juicio, por fin, iba a conocerle la cara a Ibarlucía. Pero nunca imaginó que lo conocería ese mismo día.
Al llegar al juzgado, el secretario dejó constancia de que se había presentado ante la orden judicial e hizo pasar a un médico que les tomó y clasificó las muestras. Luego Malvina se llevó a Cristóbal, y Nicolás se quedó para dar un declaración preliminar. Escuchó voces en la sala contigua y preguntó si ahí estaba la otra parte.
—Efectivamente, el señor Marcos Ibarlucía y la señorita Carla Kosovsky están en la habitación de al lado —le informaron.
A Meo se le aceleró el corazón. No desaprovecharía esa ocasión para conocerlo. Mayor aun fue su sorpresa cuando el secretario le anunció que Ibarlucía quería tener una pequeña conversación con él.
Nico se llevó dos enormes sorpresas esa tarde. La primera fue cuando, al entrar en la habitación contigua, vio a Carla junto a James Jones, el dueño del local de antigüedades que estaba bajo su loft. James Jones lo miró sin sonreír, le extendió la mano y le dijo:
—Marcos Ibarlucía.
La segunda sorpresa ocurrió cuando éste le reveló que, además de los exámenes de ADN, para demostrar la paternidad de Cristóbal había solicitado otro para probar el parentesco entre ambos.
—¿Parentesco entre qué ambos? —lo interrogó perplejo Nico.
—Entre vos y yo, Bauer. Será otro de los tantos secretos que hay en tu familia, pero yo... soy un hijo no reconocido de tu padre.
Nico no dejaba de sorprenderse.
—Sí, como lo oís. Yo también... soy un Bauer.
A Nico se le aceleró el corazón. No desaprovecharía esa ocasión para conocerlo. Mayor aun fue su sorpresa cuand el secretario le anunció que Ibarlucía quería tener ur. pequeña conversación con él.
Nico se llevó dos enormes sorpresas esa tarde. La primera fue cuando, al entrar en la habitación contigua, vio a Carla junto a James Jones, el dueño del local de antigüedades que estaba bajo su loft. James Jones lo miró sin sonreír, le extendió la mano y le dijo:
—Marcos Ibarlucía.
La segunda sorpresa ocurrió cuando éste le reveló que, además de los exámenes de ADN, para demostrar la paternidad de Cristóbal había solicitado otro para probar el parentesco entre ambos.
—¿Parentesco entre qué ambos? —lo interrogó perplejo Nico.
—Entre vos y yo, Bauer. Será otro de los tantos secretos que hay en tu familia, pero yo... soy un hijo no reconocido de tu padre.
Nico no dejaba de sorprenderse.
—Sí, como lo oís. Yo también... soy un Bauer.
Barto y Justina habían huido hacia el sótano. Dejaron pasar un par de horas, y volvieron a salir por la puerta trampa que daba al cuarto de ella. Bartolomé jamás había entrado allí, y estaba realmente impresionado por el olor a naftalina, la oscuridad de las paredes sin ventanas, la can” dad de ropa negra idéntica en el placard, y la lechuza embalsamada sobre la cómoda. Pero era preferible estar en esa casa del terror que enfrentar a su hijo.
—Vamos, mi señorrr, apechugue, y salga, con la frente en alto, como siempre. ¡Usted es un Bedoya Agüero!
—No puedo, Justin... Thiaguito escuchó todo, ¡sabe todo! Mi peor pesadilla, ¿entendés?
—De peores hemos salido, señorrr. Algo se nos va a ocur, usted es... un sesudo, un... corajudo, un...
Y de pronto lo abrazó. Las desgracias siempre los unían, a Justina la animaban a expresarse de una forma más física.
—¡Ánimo, mi sesudo! —dijo ella, mirándole la boca.
—Ánimo, sí... ánimo... —se separó él, incómodo.
Un golpe los hizo pegar un salto. Aferrados de las manos, raron hacia la puerta.
—¡No atiendas! —susurró Bartolomé, temblando de miedo.
—Soy yo, abran, cobardes —se oyó la voz de Cielo.
—¿A quién le decís cobarrrde? —se ofendió Justina, y alentonada abrió.
—¿Dónde está esa basura? —preguntó Cielo mirando por el hombro de Justina.
—,Un poco de rrrrespeto, chiruza! —exigió el ama de 11aluego habló dirigiéndose hacia atrás—: Viene sola.
Entonces Barto asomó por detrás de la cómoda, su cabe-
juedó a la altura de la lechuza embalsamada.
—Cobarde... —le dijo Cielo mirándolo con desprecio.
—Mira, mocosa... —se infló Bartolomé—. Me encerré ae para contenerme y no darte una marimba de palos...
—Pero a quién le va a dar marimbas, usted, flor ccobarde es... Y para que sepa, le aclaro que ya le arreglé h entuerto con el santo de su hijo.
—¿Cómo que lo arreglaste? ¿What do you mean?
—A mí me habla en criollo. Y lo arreglé... quiere decir que lo convencí de que la bosta de su padre no es una bost¿
Bartolomé se miró con Justina, sin entender.
—El pobre chico es un santo y no se merece el dolor de saber la bosta que es el padre. Pero le aclaro una sola cosa.. Usted se vuelve a meter conmigo o con cualquiera de los chicos, y yo le digo toda la verdad a Thiago. ¿Vio? Yo también sé amenazar... aprendo rápido, ¿no?
Mientras bajaba las escaleras, Bartolomé comenzó a registrar que le dolían mucho las piernas y que las tenía rígidas La tensión de los sucesos vividos le había dejado una contractura general. Tratando de recuperar el garbo de siempre se encaminó hacia el escritorio, donde lo esperaba Thiago. sentado en una silla, de espaldas a la puerta. Bartolomé tome aire, y entró, armando el personaje de tipo seguro.
—Acá estás, Thiaguito, te estaba buscando, ¡che!
—Estaba en mi cuarto, con Cielo... ¿No se te ocurrió buscarme ahí? —dijo Thiago, parecía cansado.
—Vengo de ahí, che... Y ya que mencionas a Cielo, quería decirte... sobre esta chica...
—Sí, ya me explicó que dijo cualquier cosa... pero ¿por qué dijo lo que dijo, papá? Fue fuerte, ¿no? Te dijo explotador...
—Sí, che, fuerte, fortísimo... Y sin sentido, sobre todo... ¿Y todo por qué? Porque... —y no supo qué decir.
—Sí, porque habían discutido, ya me dijo Cielo.
—Exactamente... una discusión sin ton ni son —corroboró Barto la mentira que supuestamente Cielo le había dicho a su hijo—. Pero Cielín, che... está medio turulata, pobre.
—Sí, ya sé... pero igual me pregunto... —dijo Thiago—.
—Mira, mocosa... —se infló Bartolomé—. Me encerré acs para contenerme y no darte una marimba de palos...
—Pero a quién le va a dar marimbas, usted, flor de cobarde es... Y para que sepa, le aclaro que ya le arreglé e. entuerto con el santo de su hijo.
—¿Cómo que lo arreglaste? ¿What do you mean?
—A mí me habla en criollo. Y lo arreglé... quiere decir que lo convencí de que la bosta de su padre no es una bosta
Bartolomé se miró con Justina, sin entender.
—El pobre chico es un santo y no se merece el dolor de saber la bosta que es el padre. Pero le aclaro una sola cosa. Usted se vuelve a meter conmigo o con cualquiera de los chicos, y yo le digo toda la verdad a Thiago. ¿Vio? Yo también sé amenazar... aprendo rápido, ¿no?
Mientras bajaba las escaleras, Bartolomé comenzó a registrar que le dolían mucho las piernas y que las tenía rígidas La tensión de los sucesos vividos le había dejado una contractura general. Tratando de recuperar el garbo de siempre se encaminó hacia el escritorio, donde lo esperaba Thiago. sentado en una silla, de espaldas a la puerta. Bartolomé tomó aire, y entró, armando el personaje de tipo seguro.
—Acá estás, Thiaguito, te estaba buscando, ¡che!
—Estaba en mi cuarto, con Cielo... ¿No se te ocurrió buscarme ahí? —dijo Thiago, parecía cansado.
—Vengo de ahí, che... Y ya que mencionas a Cielo, quería decirte... sobre esta chica...
—Sí, ya me explicó que dijo cualquier cosa... pero ¿por qué dijo lo que dijo, papá? Fue fuerte, ¿no? Te dijo explotador...
—Sí, che, fuerte, fortísimo... Y sin sentido, sobre todo.. ¿Y todo por qué? Porque... —y no supo qué decir.
—Sí, porque habían discutido, ya me dijo Cielo.
—Exactamente... una discusión sin ton ni son —corroboró Barto la mentira que supuestamente Cielo le había dicho a su hijo—. Pero Cielín, che... está medio turulata, pobre.
—Sí, ya sé... pero igual me pregunto... —dijo Thiago—
¿Por qué siempre dicen lo mismo de vos? Que los explotas, que les pegas, que los obligas a robar... ¿Por qué siempre lo mismo? ¿Por qué tanta mentira, papá? —dijo mirándolo fijamente.
Bartolomé puso una mano sobre su hombro.
—Hijito... como tutor de tantos chicos descarrilados, tengo que ser severo, estricto, hasta rudo a veces... Y ellos son mañosos, che... Mienten, se cubren, injurian...
Thiago lo miró y sintió un profundo asco por su padre, tanto que se vio obligado a desviar la cara hacia un costado.
—Sí, ya sé hijo, indigna tanta ingratitud... —agregó Bartolomé, tras malinterpretar el gesto de su hijo—. A mí no me importa que sean ingratos, estoy acostumbrado. A mí lo que me importa es que vos sepas bien quién soy. Lo sabes, ¿no?
—Sí, papá... —afirmó Thiago y lo miró bien fijo—. Yo sé quién sos.
—¡Venga un abrazo!
Mientras abrazaba a su hijo, Bartolomé pensó que la casa estaba en orden otra vez. No advirtió que sobre su hombro Thiago contenía el asco y la indignación.
Mar, Tacho, Jazmín y Rama estaban en el patio cubierto, preocupados por cómo habría terminado el incidente con Thiago. Tacho era pesimista, suponía que toda esa revuelta finalizaría con ellos separados y castigados. Mar rogaba que Cielo hubiera podido meterle algún verso a Thiago para disuadirlo, le partía el alma que su novio se hubiera enterado por fin de quién era su padre. Pero Jazmín sostenía que no haría falta convencerlo de nada, creía imposible que Thiago pudiera abrir los ojos. Rama estaba descreído; a partir de saber que el padre de su novia los había traicionado, sentía que no se podía confiar en nadie.
De pronto todos vieron aparecer a Thiago. Cielo caminaba tras él. Avanzaron lentamente, y Cielo volvió a cerrar las puertas que daban al pasillo. Thiago entonces se paró frente a sus amigos; devastado, y con la voz totalmente quebrada, empezó a pedirles perdón, y a abrazarlos.
—Perdónenme por ser tan ciego... Perdón por no creerles, por no haberlo visto antes. Perdón, perdón...
Y repitiendo «perdón, perdón», como un mantra, los abrazó, y lloro con ellos, mientras Cielo, un paso más atrás los observaba. Parecía un ángel de la guarda, protegiérdolos.
Ni Justina ni Bartolomé se dejaron ver por el patio ci bierto. O no les daba la cara o estarían tramando algo, pens Cielo. Thiago se serenó, y pudieron hablar más tranquilos Sin embargo, todos advertían una profunda conmoción en él, que crecía minuto a minuto, a medida que se iba enterando de más cosas.
—Ustedes me dieron señales... miles de señales... Yo no quise o no pude verlas... Me siento muy mal, muy culpable.. Les pido perdón por todo lo que les hizo.
—Vos no tenes ninguna culpa, Thiago —le dijo Cielo, con firmeza.
—Macho... te tocó Barto, o sea, es un garrón... —dijo Tacho.
—Quiero saber todo. ¿Qué les hace hacer?
—No es necesario eso, Thiago —intentó detenerlo Cielo.
—Sí, yo lo necesito. Por favor...
Percibió cómo un silencio incómodo se extendió entre todos y los incitó a hablar.
—Mira... a veces nos hacía laburar... —comenzó Mar. intentando minimizar con el tono la crudeza del contenido— Hacíamos juguetes en el taller... Igual nos daba un porcentaje eh... o sea, ahorrábamos...
—No, Mar —la corrigió Rama—. Nunca nos dio nada, se quedaba con todo; nos dijo que nos iba a dar un porcentaje, pero era mentira.
—¿Robaban para él? Ese día que estaban en la plaza... Eso de los rumanos... ¿Estaban robando para él?
—Sí —dijo Tacho con firmeza.
—¿Qué más? —insistió Thiago, sobreponiéndose al dolor.
—No hace falta nada más, Thiago, se te va a caer la medianera —quiso evitarle el momento Mar—. Lo importante es que vos no sos como él.
—¿Les pegó alguna vez?
Los chicos se miraron y bajaron la vista. No se atrevieron a responder esa pregunta, y así se lo confirmaron. Thiago se agarró la cabeza, estaba abrumado. Cielo le pasó un brazo por el hombro y cambió de tema.
—Suficiente por hoy, chicos... Yo le pedí a Thiago que convenciera al padre de que no sabía nada. Bartolomé cree que Thiago sigue confiando en él, y es lo mejor. Si no, si Barto supiera que Thiago ya sabe quién es, su furia con nosotros sería mucho peor.
—¿Peor por qué? ¿Qué les puede hacer?
—Y, por empezar... nos querría fletar... —le dijo Cielo—. A vos y a mí sacarnos de acá. Y se las agarraría con ellos... pero vos, tranquilo, nosotros ya estamos pensando la manera de zafar de acá.
—¿Te escuchas, Cielo? «¿Zafar de acá»? ¡De mi casa! Mientras yo vivía acá al lado y jugaba o escuchaba música en mi cuarto, ¡mi viejo explotaba a los chicos! Es demasiado para mí...
Se levantó y se fue. Mar quiso detenerlo, pero Cielo la retuvo y les pidió que le dieran tiempo, aunque lo vigilaran de cerca.
—Ahora siente que está cayendo al vacío... —explicó Cielo con sus metáforas de equilibrista—. Cae al vacío, sin red... pero a la larga, o a la corta, va a volver a hacer equilibrio... Eso mismo que ahora lo está matando después lo va a liberar. Ya van a ver.
Nacho había escondido bajo un zócalo suelto en el placard de Thiago dos botellas de vodka para tenerlas disponibles en ocasiones especiales. No habían tenido hasta el momento ninguna oportunidad y las botellas estaban intactas. Thiago lo recordó y abrió una, y le dio un trago. Sonó el teléfono. Era Mar, pero no se sintió capaz de hablar con ella. No atendió. Dio otro trago. Y otro.
Ya había tomado un cuarto de la botella, cuando oyó la voz de su padre tras la puerta.
—Campeón... ¿estás por acá, che?
Thiago escondió la botella, al tiempo que se abría la puerta.
—¿Se puede?
—Ya estás adentro, papá, ¿qué pasa?
—¡Te encabronaste! Sí, ya sé, che... Pasé así, de prepo. y por ahí vos estabas intimando con alguna purreta, y yo metiche... —dijo cómplice, se sentó al pie de la cama y lo miró—. Se ve que me estoy haciendo viejo y no caigo en que vos ya sos un potrillo, che... Con pinta, plata, cuarto solo...
—¿Qué necesitas, papá?
—Qué pesados somos los viejos para un adolescente ¿no? —expresó cariñoso y se rio, buscando la complicidad de su hijo—. En fin, como no quiero ser un padre pesado sino un padre gamba... Resulta que tengo que hacerle el service al coche... Y me dije, yo, a tu edad, ya le birlaba el auto a Tatita, porque el viejo era cero compinche... Entonces me dije: «antes que Thiaguito me lo birle, se lo presto». Vas, le haces el service tiene el tanque lleno, por ahí.
Thiago lo miraba absorto, mientras el otro hacía girar las llaves alrededor de un dedo.
—Anda, llama una purreta, llévala a dar una vueltita, en fin...
Le tiró las llaves y Thiago las agarró en el aire. Barto echó mano a su bolsillo y sacó unos billetes.
—Toma, che, me sacas todo hoy... —y se rio—. Llévala a algún lugar paquete... —le sugirió, y antes de salir, volteó y lo miró—. Thiaguito... todo un hombre ya... todo un Bedoya Agüero, ¡carajo!
Thiago miró el dinero, miró las llaves del auto, y volvió a sacar la botella.
Minutos más tarde, Bartolomé regresó al cuarto de su hijo y comprobó que no estaba ni Thiago ni las llaves del auto, pero en cambio estaba el dinero que le había dado y la tapa de la botella tirada en el piso.

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