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Capitulo 15 El duelo


Lee el capitulo 15 del libro "La isla de Eudamón"clikando a Leer Mas
Como Bauer había sido echado ignominiosamente de la dirección de la Fundación, no volvería a molestar. Bartolomé le pidió a Malvina que lo sacara a tomar un helado o lo que fuera.
—No me hables de helado, se me revuelve el estómago.
—¡Entonces pedile que te acompañe a hacerte una eco!
—¿Estás loco? Mira si es de Jay Jay y se le ve el parecido en la eco... Hay tal crisis, Barti... No me gusta nada esto de dejar morir a Sky...
—Tarde para arrepentimientos, bólida. Llévalo a donde te parezca, pero no quiero tener a Bauer con los OJOS encima.
Sin Bauer y sin Cielo que estaría feneciendo lentamente, Bartolomé Bedoya Agüero era otra vez amo y señor. Justina lo llamó, le dijo que estaba en el flete, trayendo todo lo que había pedido.
—Excelente —dijo Barto y se dirigió a la cocina, donde los chicos desayunaban.
Todos lo miraron algo inquietos al advertir su sonrisa pérfida.
—¿Thiaguito?
—Ya se fue al colegio.
—Excelente. Lucecita, querida... —dijo Barto, mirándola—. ¿Me dejas un momento con los purretes?
Luz asintió y salió de la cocina. Entonces Bartolomé corrió a Tacho de la cabecera de la mesa, donde se sentó él.
—Chiquis... ¿Qué me dicen de lo acontecido en las últimas horas? Una obra maestra, ¿no? Mía, por supuesto.
Entonces les explicó cómo él había cedido el cargo a Nicolás para hacerlo fracasar estrepitosamente, para quitarle las ganas de meter sus narices. Les aseguró que así como había frenado la disposición del juez Re de clausurar la Fundación y separarlos a todos en distintas instituciones, podía reacli var eso en un santiamén. A cada palabra que él decía, Alelí le respondía «no», desafiándolo.
—Y bueno... parece que Cielito los abandonó, che...
—No —volvió a oponerse Alelí.
—Seguí, charleta, y te corto ia lengua. Por último, pune titos... vayan pensando la manera en la que van a conven cer a mi hijo de que todo lo que le dijeron es mentira. ¿OkV
Los chicos bajaron la mirada. Estaba tan claro que el sueño se había terminado.
—Pero para que no anden pensando tanto, ya que pensar mucho lleva al vicio... ustedes necesitan actividad. ¡Así que vamos a hacer actividades!
—Tenemos que atender el bar...
—Ya hablaremos de ese barcito. Vengan conmigo...
—¿A dónde? —preguntó Jazmín con aprehensión.
—Vengan, vengan...
Hizo salir a todos al jardín, y los condujo hasta las lápidas del cementerio. Abrió la puerta trampa y les indicó que bajaran.
—Vamos, vamos, sin miedo... Aunque tarde o temprano van a terminar bajando, todavía no les llegó el momento... todavía.
Los chicos hicieron lo que les indicó, y él los condujo por los pasillos hasta el sótano que había sido la habitación de Luz. Al entrar, Lleca, el único que lo había conocido, vio que habían desmantelado casi todo. Allí ya estaba Justina, colocando en una larga mesa morteros, mechas, embudos, dos frascos enormes de un polvo negrusco con una etiqueta en el frente: pólvora.
—Ya están grandes para hacer juguetitos, y un tanto rebeldones para hacer la calle —explicó Bartolomé ante el desconcierto de los chicos—. Con Tini pensamos un excelente negocio para ustedes. Van a fabricar petardos y fuegos artificiales.
—¡Esto es una locura! —se exasperó Mar.
—Una locura muy redituable...
—Pero vamos a volar por el aire —se quejó Lleca.
—¡Silencio entierrrro! El señor tomó precauciones...
—Of course... Lo primordial para evitar accidentes es tener el lugar bien refrigerado.
Todos observaron que en el lugar no había ni una rejilla.
—A los chiquitos sáquelos de acá —dijo Rama.
—Tini, saca el manual y empezá a enseñarles el trabajo.
Bartolomé estaba muy satisfecho. Por supuesto no tenía intenciones reales de hacerles fabricar cohetes, era simplemente una manera de aterrorizarlos, de volver a demostrar que sus vidas estaban hundidas en un sótano oscuro y peligroso. Al llegar a la sala, se encontró con Nico.
—¡Bauer! Pensé que estabas con Malv...
—Sí, estaba, pero tuve que volver por un temita. Necesito tu ayuda.
—Lo que necesites, Nicky... Estoy bastante atareado arreglando algunos liítos que me armaste en la Fundación, che... —y rio—. Pero decime.
—Acompáñame al loft y te explico...
—¿Al loft? ¿No vive ahí tu ex?
—Sí, pero salió... y le pedí el lugar, lo que tengo que hablar con vos es importante, y no quiero que sea acá.
—¿Tiene que ver con Malvina? —se anticipó Bartolomé, quien imaginaba que Bauer terminaría cansándose de la bólida y la dejaría.
—Sí—concluyó Nico.
Llegaron al loft, y Nico lo invitó a sentarse, mientras cerraba la puerta.
—Te escucho, Bauer.
—Usted sólo escúcheme —le había dicho Cielo cuando Nico la vio sucia, lastimada y desesperada.
Él estaba con Malvina, que insistía en ir a tomar un helado, cuando recibió un llamado de Cielo. Ella le pidió que ni mencionara que hablaba con ella, y le suplicó que limiti de inmediato a verla. Nico se había disculpado con MjiIvIihi y corrió al altillo, donde lo esperaba Cielo.
—¿Qué pasó, Cielo? —se alarmó al verla en ese osinln
—Usted sólo escuche.
—Si es para hablarme de Malvina, Nicky... Lo imaum pero te digo que todas las parejas pasan por sus crisis, \ —No te quiero hablar de eso, Barto. —Ah, ¿no? ¿Y entonces? —Te quiero hablar de Cielo —dijo, y cerró una ventano
—Son muchas cosas, una más grave que la otra — ln había dicho Cielo con desesperación, aferrándose a sus ma nos—. Prometa que cuando sepa todo no va a reaccionar co mo un loco.
—Me estás asustando...
—¿Promete o no promete?
—Prometido.
—Primero que todo... recuperé mi memoria. Ya sé quién soy. Soy Ángeles Inchausti.
—Sky, pobrecita... va, viene, ida, perdida... Esos problemitas de memoria, y esos desmayitos... La adoro, pero a veces creo que está medio turula... Imagina cosas...
Mientras Bartolomé hablaba, Nico, calmo, caminaba por detrás de él. Se acercó a otra ventana, y también la cerró.
—Sí —acordó Nico—. Pero por suerte estuvo todo este tiempo yendo a una clínica especializada en amnesia que alguien le recomendó.
—Ahá... —dijo Bartolomé palideciendo—. ¿Quién se la recomendó?
—Malatesta... —dijo Nico—. Tu médico de cabecera...
—¿Malatesta? —preguntó Barto sorprendido.
—Sí, y le rogó que por favor fuera un secreto entre los ilns ¿Por qué será, no? ¿De qué tenía miedo Malatesta?
—Ésa es una buena pregunta... —dijo Bartolomé, mieniias Nico terminaba de cerrar las persianas.
—Pero cuándo decís «ellos»... ¿te referís a...?
—¡Sí, Indi! ¡A don Barto y Tina!
—¿Qué te hicieron, Cielo?
—Me abandonaron... Me dejaron tirada en un bosque cuando tenía diez años. Querían dejarme morir, para quedarse con la herencia de mi familia. Me acordé anoche, Indi, cuando intentaron matarme de nuevo...
—¿Qué? —exclamó Nico, al borde del llanto.
—Quisieron tirarme a un lago, en mi Carancho... y después me encerraron en un sótano en un campo... ¡Me quisieron matar, otra vez!
—¿Qué pasa, Nick, probando la cerradura? —preguntó Barto, tenso, cuando vio que Nico cerraba la puerta con llave.
—Estoy cerrando todo por un temita de acústica.
—¿Vas a cantar, che?
—No. Vos vas a cantar —dijo Nico parándose frente a él, con una mirada tan severa que jamás le había visto.
—Necesitan una voz nueva en la bandita, che... —intentó bromear Bartolomé, sopesando la manera de huir de allí.
Nico se sentó en la mesa ratona, y quedó a pocos centímetros de Bartolomé.
—Tengo un problema. Un problema con un tipo, una basura, y no sé bien qué hacer... ¿Qué hago, Barto?
—No sé, che... —contestó extrañado—. Habíale, hablando se entiende la gente.
—Sí, pero si la que se mandó es tan grande que no merece ni siquiera malgastar una palabra... ¿Qué se hace?
—Y bue, a veces entre hombres... las cosas se arreglan de otra manera, che. A veces, un moquete bien dado...
—¿Un moquete? ¿Una trompada?
—Soy antiviolencia, pero a veces...
—Sí, claro, a veces, una trompada bien dada... ¿Entonces qué tengo que hacer con vos? ¿Te tengo que reventar a trompadas?
—¿De qué hablas, Nick? ¿Qué te pasa, che?
—Ya sé quién sos, Bartolomé Bedoya Agüero. Ya sé todo.
—¿Todo qué?
—No se lo podía decir porque me tenían amenazada... pero son dos monstruos que explotan a los chicos.
-¡¿Qué?!
—¡Sí! Los torturan, los encierran, los amenazan... Los hacían trabajar hasta altas horas de la madrugada en el taller de juguetes... ¡Los obligan a robar! Todas las veces que los vimos robando, o en cosas raras, eran ellos los que los mandaban. Y si se rebelan, ¡los encierran en una celda de castigo! Quise ir a denunciarlos a un comisario, y el comisario está arreglado con ellos. Fui a hablar con el juez que me recomendó su abogado, ¡y ellos lo mataron! Son monstruos, asesinos, criminales...
—Vas a ir preso —sentenció Nico con una voz muy profunda.
Bartolomé dio un respingo y se puso de pie.
—¿What? ¿Te volviste loco?
—Todavía no me viste loco... —dijo Nico poniéndose de pie.
—¿Cómo le vas a creer a la mente perdida de Cielo?
—No sé cómo pude ser tan ciego, cómo no vi las señales... Me engañaste durante mucho tiempo, pero ya no. Ahora oíme bien lo que vas a hacer... Agarras tus porquerías, vos y tu hermana...
—¿Mi hermana?
—Y eso no es todo, Indi...
—¿Qué más? —había preguntado él, devastado.
—Su mujer... Perdóneme que no se lo pude decir antes, pero tenía miedo por los chicos.
—¿Qué pasa con Malvina?
—Ella lo engañó... le fue infiel con Marcos Ibarlucía. Y no sólo eso... ella, con Bartolomé...
-¡¿Qué?!
—Ellos fueron los que secuestraron a Cristóbal, aquella vez... para rescatarlo, y lograr casarse con usted... ¡y todo por la herencia!
—Sí, tu hermana también... Van a juntar todas sus porquerías, lo que puedan juntar en treinta minutos, y se van de la casa. Con Justina. Se van los tres, esa casa no es de ustedes, es de Cielo, de Ángeles.
—Nick, yo creo que...
—No terminé. Antes de irte, vas a firmar la renuncia a la tutela de cada uno de los chicos. Y después te buscas un buen abogado, porque te van a llover los juicios. ¿Está claro?
Bartolomé lo miró unos segundos, y luego se apartó de él, encarando hacia la puerta.
—Bauer, Bauer, no estás manejando bien esto...
Nico lo agarró con violencia y lo estampó contra la puerta.
—Ahora no estás tratando con una chica sin recursos o con un nene indefenso. Yo no te tengo miedo, pedazo de bosta.
—Abrime la puerta —dijo con calma Bartolomé.
—Treinta minutos para irte, Bartolomé.
—Abrime.
—Hablo en serio —advirtió Nicolás.
Entonces Bartolomé, con calma, sacó un revólver antiguo y lo apuntó.
—Yo también —dijo Bartolomé a Nico, a quien tenía enfrente, a pocos centímetros de su cara.
—Ah, sos un matón de cuarta —dijo Nico sin retroceder ante el arma que sostenía Bartolomé.
—De cuarta no... Te estoy apuntando con una Luger cailibre 45 del año 39. De colección...
—No compliques más tu situación con esa joyita... Tone media hora para hacer lo que te dije.
—Abrí, dale. Y no hagas pavadas, Bauer. Hay muc.lwi gente inocente que puede salir lastimada...
—¿Me estás amenazando con los chicos?
—¿Yo? ¿A mis chiquis? Qué equivocado estás...
—Media hora —dijo Nico, y abrió la puerta.
Salió prácticamente detrás de Bartolomé, y lo vio, mar chando hacia la mansión. En ese momento Thiago salía del colegio, y miró a ambos. Bartolomé se detuvo un segundo. y miró a su hijo.
—Thiaguito... acá se dividen las aguas. Ahora, vas a tener que pensar muy bien de qué lado vas a estar.
Y siguió su camino. Thiago miró extrañado a Nico, y vio su rostro tenso.
—¿Pasó algo?
—Vamos para adentro, Thiago, tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De lo que trataron de decirme todo este tiempo y yo no escuché.
—Se nos vino la noche —comunicó Bartolomé a Justina y a Malvina—. La mucamita recordó y le contó todo a Bauer. —¿What?? —tembló Malvina. —¿Todo todo, mi señor?
—Supone que Luz es su hermana, si eso es lo que preguntas. Ahora escuchen... éste es el plan.
En el mismo momento, había otra reunión en el patio cubierto. Allí estaban Nico, Cielo, y los chicos mayores. Todos con una mezcla de felicidad y pánico. Jazmín estaba abrazada a Mar. Y Thiago rodeaba con sus brazos los hombros de Tacho y Rama.
—Les di un ultimátum... —les comunicó Nico—. Si no se van, les vamos a dar batalla.
—Se piensa que me voy a retirar... Por favor, les vamos a dar batalla, ¡los vamos a aniquilar! —dijo Bartolomé golpeando con un puño el escritorio.
—Vamos a ir por la vía legal, pero hay que cuidarse. Nunca estén solos, nunca dejen solos a los chiquitos. Es por precaución. Si Bartolomé es lo que ustedes dicen...
—Es peor —dijo Thiago con sus ojos inundados de lágrimas—. Es mucho peor de lo que ellos cuentan, Nico.
—Hay que estar alertas, estemos siempre comunicados, sepamos dónde están los otros. Esto se puede convertir en una guerra... —advirtió Nico.
—Hay que atacar por el flanco más débil, los más chiquitos, con munición pesada. Acá no hay tutía... —susurró al principio Bartolomé, con los ojos enrojecidos, hasta que luego pegó un grito, como arengando a su tropa—: ¡Así que a las trincheras!
—¿Hay trincheras? —preguntó Malvina.
—Es lo que hay, señorrr... —dijo Justina palmeando a Malvina.
—Barti... ¿Nicky te dijo algo, si estaba enojado conmigo...?
—Sabe todo, bólida. Todo. Estamos en guerra.
—Pero nos tenemos a nosotros —concluyó Justina.
—Ya no están solos, chicos. Estamos todos juntos en ésta, y la vamos a ganar.
Todos miraron a Nico y a Cielo, con un alivio que no p<> dían expresar. Por fin, tenían dos padres que los protegían
Cuando se cumplió el plazo dado por Nico, se abrió la puerta del despacho, y salieron Bartolomé y Justina, ergni dos, serios y con un gesto de dignidad. Desde el sector de los chicos llegaban Nico y Cielo. Ambas parejas se detuvie ron y se miraron a la distancia. Cielo le pasó la mano por la espalda a Nico, dándole ánimo. Justina le quitó una pelusa al traje de Bartolomé, y lo palmeó con fuerza.
—¿Se van? —rompió el silencio Nico.
—¿Vos te vas? —preguntó Bartolomé a Justina, girando su cabeza hacia ella.
—A ningún lado, mi señorrr.
—Yo tampoco, che... —dijo Barto desafiando con la mirada a Nico.
—¿Por qué no la hace fácil, don Bardo. Firme la tutela de los chicos y vayase —propuso Cielo.
—De acá me sacan con los pies para adelante —respondió él.
—En ataúd de cedro, con herrrrajes de oro —completó la imagen Justina.
—Usted no hable tanto, y prepárese. Voy a pedir un ADN para Luz. Si llega a ser mi hermana, me voy a encargar de que usted viva ciento veinte años, para que pase mucho tiempo presa.
—¿Ésta es tu respuesta, Bartolomé? —preguntó Nico.
—Correcto.
—Conseguite un abogado. Estás avisado.
—Vos también.
Y ambas parejas se retiraron a la vez. Bartolomé y Justina volvieron al despacho, donde estaba escondida Malvina, evitando cruzarse con Nico. Él y Cielo subieron al altillo.
Luego de toda la tensión, Nico se aflojó. Y fue ahí, realmente ahí, cuando empezó a dimensionar todo lo que le había contado Cielo. Acababan de llamar al abogado para iniciar el proceso contra Bartolomé.
—¿Tenes miedo? —preguntó Nico.
—Con usted a mi lado, jamás.
—Yo tengo un poco de miedo.
—Yo muchísimo —confesó ella—. Pero ésta nos sale bien, Indi.
—¿Cómo no lo vi antes?
—Es que cuando uno es puro corazón, cuesta ver la mugre ajena. Yo también tardé mucho en verlo, y eso que vivía acá, con los chicos... todo pasaba delante de mis narices.
—Me siento tan mal... Las veces que los juzgamos, que los sermoneamos porque robaban... ¡Y era Barto, Cielo!
—Angeles —corrigió ella—. Siempre voy a ser Cielo, pero ahora también soy Ángeles...
—Y sos la heredera.
—Eso ahora no me importa. Me alcanza con saber que soy Ángeles.
—Sos mi ángel —le dijo él, mirándola con devoción—. ¿Puedo hacer algo que hace mucho, pero mucho quiero hacer?
—Haga lo que quiera.
Nico la tomó del mentón, y le dio un largo beso, dulce y apasionado. Y desde aquel día jamás se separaron.
Desde el momento en que Nico enfrentó a Bartolomé Malvina había estado huyendo de su marido, reptando pin toda la casa. Pero finalmente él la encontró, cuando cll.i había querido esconderse en el bar de los chicos. Nico m> dio rodeos.
—Quiero el divorcio.
—¿What?
—Ya hablé con mi abogado. Te recomiendo que lo fir memos de común acuerdo; tengo pruebas de que organl zaste el secuestro de Cristóbal para salvarlo vos, y quedar como una heroína.
—Ésa es la mentira más grande que jamás...
—¡Te callas la boca, pedazo de lacra! ¡Secuestraste a mi hijo! Y me engañaste con Ibarlucía. No me vuelvas a hablar.
—Pero, Nicky, te juro que no es así... No me podes dejar estoy embarazada, y...
—También quiero un ADN. Llamé a un especialista, en media hora vamos a hablar con él.
Y se fue, sin darle tiempo a replicar. Malvina quedó destruida, quebrada, preguntándose cómo fue que su vida acababa así.
El médico genetista quedó perplejo cuando le informaron que lo habían convocado para hacer tres exámenes de ADN.
—¿Es un chiste? —preguntó azorado.
—Lamentablemente, no —respondió Nicolás—. Donde hay mentiras y engaños, pasan estas cosas.
Le explicaron que necesitaban hacer un ADN para veri-
flcar si Luz y Cielo eran hermanas. Otro para comprobar si Julia, o Sandra Rinaldi, era la madre de Mar. Y otro para ratificar si el hijo que esperaba Malvina era suyo.
Entonces el genetista explicó que en el caso de Julia y Mar bastaba con el consentimiento de ambas. Julia, que estaba en la reunión, sonrió a Mar y dijo:
—Por supuesto que sí.
—Sí, claro —dijo Mar, torpe y nerviosa. Thiago le sujetó las manos.
—En el caso de la confirmación de su paternidad —dijo el médico a Nico—, necesitamos el consentimiento de la madre.
Malvina, que no paraba de llorar, asintió. El médico manifestó que debía informarles que la toma intrauterina de la muestra implicaba algunos riesgos, mínimos, pero riesgos al fin. Ante eso, fue Nico el que desistió.
—Entonces no. Esperaremos a que nazca el bebé.
—Hagámoslo ya —dijo Malvina, no quería atravesar su embarazo con esa duda y ese dolor.
—No —dijo Nico.
Por último, el genetista informó que en el caso de Cielo y Luz, había un juicio de identidad y una sucesión de por medio. Como estaba abierta la búsqueda de las herederas, sería un juez el que debería ordenar ambas pruebas. Cielo aseguró que se encargarían de obtener esa orden.
En ese momento Justina estaba agazapada, oyendo todo, y decidió que, antes de perder a su chiquita, se marcharía muy lejos de allí con Luz. Pero Bartolomé le dio ánimos.
—Con todo lo que hemos hecho, Tini... ¿Qué es para nosotros fraguar un examen de ADN?
La espera de los resultados fue desesperante, tanto para Julia, como para Mar, como para Tefi. Julia sentía que estaba próxima a cerrar una herida de quince años, y no podía dejar de pensar en todo lo que habían sufrido ambas, sobre todo Mar. Tefi tenía la impresión de que todo su mundo se venía abajo; no soportaba la idea de compartir a su madre v mucho menos con alguien que detestaba con todo su sor.
A Mar la espera le había generado un conflicto, y halmi desatado en ella una crisis de angustia que no podía explicarse. Thiago la acompañó cada día, cada minuto, e intentaba entender por qué Mar estaba irascible, peleadora, y poi qué lloraba con frecuencia, sin motivo aparente.
Una noche en que Mar, intempestiva, había echado a los gritos a unos clientes del bar porque se habían quejado de la tardanza para atenderlos, Thiago la llevó hasta la fuente para hablarle.
—¿Qué es lo que te pasa, mi amor?
—Nada, déjame sola.
—Jamás te voy a dejar sola. ¿Qué es? ¿Tenes miedo de que el ADN dé negativo? ¿Tenes miedo de haberte ilusionado para nada?
Mar comenzó a llorar. No era eso, no era ese miedo. Era cierto que la posibilidad de haberse ilusionado para nada le daba angustia. Tenía muchos deseos de encontrar a su madre, y Julia, sería una excelente madre, amorosa. La posibilidad de que esa ilusión se terminara le daba angustia. Pero no era eso lo que la tenía así, era otra cosa.
—¿Qué es mi amor...? Trata de explicarme...
—Tengo pánico de que sea positivo —pudo decir ella finalmente.
Thiago no lo comprendió. Ella le explicó que se había habituado al dolor de ser huérfana, había soportado una vida de maltratos y humillaciones, y hasta había llegado a aceptar el hecho de haber sido abandonada. Si ahora daba positivo y ella resultaba ser hija de Julia, una mujer a la que una basura de padre le había arrancado su hija, para dejarla como un perro en un parroquia; si eso resultaba ser así, ¿quién repararía esos quince años de injusticia? ¿Qué haría con todo el odio que iba a sentir si eso se confirmaba? ¿Qué hacía con ese abuelo siniestro que la había privado de su mamá, y a ella de su hija, durante los primeros quince años de su vida?
Mar no se equivocaba, y lo corroboró el día que final mente recibieron los resultados del ADN. Mientras esperaban en la clínica, ella tomada de la mano de Thiago, y Julia, acompañada por su marido, Mar pensaba que la sigla ADN, cuyo significado ignoraba, le resultaba parecida a DNI. Era eso lo que estaban esperando, un documento que, tal vez, le dijera cuál era su verdadera identidad.
Cuando el médico genetista las hizo pasar, sólo a ellas dos, y les comunicó, desplegando el documento, que había sido demostrado el vínculo biológico alegado, Julia se estremeció, y con una sonrisa entre lágrimas, le tradujo a Marianella.
—Soy tu mamá.
Mar se dejó abrazar, conmocionada. Pero luego se disculpó y salió del consultorio. Sin decir nada, se alejó, y Thiago miró a Julia, que asomó tras ella. Julia les corroboró el resultado. Y Thiago salió corriendo tras Mar. La alcanzó en una plaza, frente a la clínica, donde ella lo abrazó, y escondiendo la cabeza en su pecho, lloró con un llanto de niña, con un llanto viejo y guardado durante muchos años.
La noticia del reencuentro de Mar con su madre les dio una inyección de esperanza al resto de sus amigos. La historia de uno de ellos, por fin, parecía tener un final feliz, y todos empezaban a permitirse soñar con algo similar. Nico y Cielo prometieron encargarse personalmente de cada caso, una vez que hubieran terminado definitivamente con Bartolomé.
Desde el día en que se habían declarado la guerra, la convivencia era intolerable. Tácitamente tenían la casa dividida. Bartolomé y Justina ni pisaban el patio cubierto, y ni Nico, ni Cielo, ni los chicos se asomaban por la planta alta. Nico y Cielo se habían instalado en la sala de baile para estar junto a los chicos. También Luz estaba ahora durmiendo en el cuarto de las chicas.
Nico y Cielo estaban resistiendo los embates, mientras discurrían por el camino legal. Habían hecho la denuncia pertinente, y un fiscal probo había tomado el caso. Por su parte, Justina y Bartolomé ni perdieron el tiempo buscando abogados, sabían que por esa vía estaban fritos. En lugar de eso, habían diseñado su plan y confiaban en él.
Era un viernes por la tarde, y estaban esperando al fiscal que vendría a tomar la declaración de los chicos. Nico, además, aguardaba la llegada de Cristóbal, que se había ido a jugar al loft con Alelí y Monito. Ese fin de semana lo pasarían juntos, Carla le avisó que ella se ocuparía de llevar a los tres chicos a la mansión.
Cuando llegó el fiscal, Nico preguntó dónde estaba Rama, que era el único ausente. Nadie lo sabía, y comenzaron por tomarle declaración a Tacho, mientras lo esperaban. El fiscal había dispuesto todo para hacerlo, cuando se acercó Justina, con un teléfono.
—Bauer teléfono para usted. —Ahora no puedo. —Yo creo que le conviene.
Nico tomó el teléfono y se apartó, mientras Tacho comenzaba a dar sus datos personales, bajo la mirada oscura de
Justina.
—Hola —dijo Nico al teléfono.
—Nick, querido, quería avisarte que Carlita, tu ex, no te encontró y me dejó a los purretes a mí. Quédate tranquilo, a tu hijo, a Monito y a Alelí los tengo yo.
Nico se puso pálido, y se apartó aún más del resto.
—Mucho cuidado con lo que haces —le advirtió.
—Los cuido, che... Ahora, qué purrete leído tu Cristiancito, eh... ¿Sabes que conoce a la perfección la Luger calibre 45 del año 39? Me la pide para jugar, pero yo creo que eso es muy peligroso, ¿no? No sé, tan peligroso como meter fiscales en mi Fundación.
—Les tocas un pelo, y...
—Nick, para hacer una guerra hay que tener con qué. • O te pensaste que esto iba a ser fácil? Ahora te explico cómo son las cosas... Deciles a todos los chicos que vayan un minutito con Tini, que les va a explicar algo. Vos y Sky se van a donde más prefieran, pero lejos de mi Fundación. Y al fiscal le decís que espere.
—¿Dónde tenes a Cristóbal y a los chicos?
—No te preocupes, y hace lo que te dije... No, mini Bauer, no toques la Luger, te dije... —y cortó.
Nico era un león enjaulado, pero hizo lo que Bartolomé le había pedido. Los chicos, sin entender, fueron con Justina al patio cubierto, Nico salió con Cielo, y el fiscal quedó allí,
perplejo.
Apenas entraron en el patio cubierto, Justina saco un celular, hizo un llamado, y lo puso en altavoz.
—¿Comisario Azúcar, me escucha? —dijo ella, con una
voz sensual.
—La escucho, mi esfinge de ébano. Acá estoy, con este Romeo de cabotaje.
Cuando Bartolomé se enteró de que Rama estaba :.;i liendo con la hija del comisario Azúcar, no se equivoco il pensar que a éste no le gustaría nada. Azúcar se indignó il saberlo, y le prohibió rotundamente a su hija seguir vién dolo. Ella no era una chica dócil y desobedeció. Entonnv. Azúcar decidió aclararle a él cómo eran las cosas. Bartolomé le pidió que, además de ajusticiarlo como más le gustara, lo retuviera en su comisaría. Rama estaba bastante golpeado, y asustado. El comisario Azúcar no tenía nada de dulce.
Justina miró a los chicos que la miraban sin entender.
—El comisario Azúcar está muy enojado con Ramita por que le manoseó a la hija, ni se imaginan lo que es el comi sario Azúcar enojado. ¿O no, Ramita? —dijo al teléfono— ¿Lo tiene ahí, Azúcar?
—Claro. Habla... —se lo oyó decir en el teléfono—. ¡Habla te digo!
—¿Qué quiere que diga? —se oyó la voz llorosa y asustada de Rama.
Todos los chicos quedaron impactados. Justina prosiguió.
—El comisario Azúcar ya le explicó a Rama por qué tiene que mantenerse lejos de la hija... pero resulta que, como buen comisario que es, lo puede dejar adentro inventándole algo, ¿no?
—Sí, cualquier cosa —concordó Azúcar—. Lo puedo dejar un buen tiempo adentro, y acá, realmente, se lo pasa muy mal... no creo que este chico lo pueda resistir.
Entonces Justina cortó, y les explicó claramente a los chicos lo que esperaba de ellos a cambio de que Rama no se pudriera en la cárcel para siempre.
El fiscal quedó demudado cuando todos los chicos comenzaron a declarar. Ciertamente, no era lo que esperaba escuchar.
—No sé por qué Nico le hace esto a don Barto —dijo
Lleca, casi llorando—. Él es bueno... y Nico es... un desastré, con él casi nos cierran la Fundación.
—Es mentira, don Barto jamás nos pegó —declaró Jazmín.
—No, Barto no es violento, Nico sí. Una vez me pegó, nos amenaza, nos grita... —dijo Tacho al borde de las lágrimas.
—No lo podemos cubrir más —dijo Mar—. Acá el malo de la película es Nico, no Barto.
—Mi papá es una buena persona —concluyó Thiago, con un profundo odio en el alma.
Nico y Cielo estaban en el loft, a punto de explotar, ,-iIji dos de pies y manos. De pronto ella vio a través de la ven tana a Cristóbal, a Monito y a Alelí, que avanzaban hacin i lugar, comiendo un helado. Ambos corrieron al encuende de los chicos y se aseguraron de que estuvieran bien.
—Sí, estuvimos con Barto —dijo Monito—. Estaba ni.v. raro... hasta nos compró helados y todo.
—¿Qué pasa, Bauer? —dijo Cristóbal.
—Nada hijo, nada. Suban al loft —dijo viendo cómo lie gaba un patrullero, del que bajaron dos oficiales que se din gían a la Fundación.
—Pero, papá... es nuestro día de visita, ¿qué vamos a hacer’’
—Ahora suban, chicos. Suban y enciérrense adentro y no salgan por nada del mundo, ¡por favor!
Los chiquitos obedecieron y Nico y Cielo corrieron a la Fundación para ver qué sucedía.
Al entrar vieron que el fiscal hablaba con los oficiales. Los chicos estaban todos ahí, cabizbajos, y más allá estabi Bartolomé, junto a Justina.
—Chicos, ¿qué pasó? —preguntó Cielo.
Pero nadie respondió, todos bajaron aún más sus cabezas. El único que no lo hizo fue Lleca, que miró a Nico, llorando.
Perdóname, Nico...
—¿Por? —preguntó Nico sin entender.
Y en ese momento los oficiales se acercaron a Nico, quien advirtió que el fiscal lo miraba serio.
—¿Qué pasó acá, Gutiérrez?
—Bauer, los chicos declararon —dijo el fiscal—. Declararon lesiones, agresiones, abusos y explotación de menores.
—¿Y qué espera para encerrarlos? —dijo Cielo. —Doctor Bauer, queda detenido —concluyó el fiscal. —¿Qué? —gritó Cielo.
—Yo también estoy de una pieza, Cielín... —dijo Bartolomé mientras se llevan a Nico y los chicos lloraban.
Cuando Malvina se enteró de que Barto había metido preso a Nico, surgió una Malvina desconocida hasta por ella misma. Entró furiosa en el despacho, y le exigió que arreglara eso. Bartolomé tuvo un acceso de risa, de ninguna manera lo haría. Entonces Malvina se puso brava, muy brava, y le aseguró que si no liberaba a Nico, ella lo hundiría.
Bartolomé se rio más aún, jamás había tomado en serio a Malvina, menos ahora. Ella se fue, dando un portazo.
Con Bauer preso y desprestigiado, el próximo objetivo era cobrar de una buena vez la herencia para alejarse de aquella mansión endemoniada. El único escollo que le faltaba sacarse de encima era Cielo. Sin demora fue a expresarle sus pretensiones: que retirara la denuncia y declarara que había mentido sobre su identidad para quedarse con la herencia de los Inchausti.
—Rama sigue preso, y pasándolo muy mal —le dijo cuando ella se negó a hacerlo—. Rama y tu Indi presos, no tenes alternativa, mi querida.
Pero Barto no contaba con que dos imprevistos torcerían sus planes. Lo que no pudo prever fue el alcance de la desesperación de dos mujeres enamoradas.
Lo primero que hicieron los chicos luego de que arrestaron a Nico fue llamar a Brenda, y le informaron que su padre tenía detenido a Rama. Ella ya había sobrellevado su propio duelo con él, ya sabía qué clase de hombre era, pero terminó de confirmarlo cuando llegó a la comisaría y vio que Rama tenía la cara llena de golpes. Su padre no estaba, pues
ella misma se había encargado de sacarlo de la conusnrlH, pidiéndole que fuera a encontrarse con ella.
En la comisaría había algunos oficiales, serviles a su padre. Ella encaró a Gonzalito el más joven e inexperto. que la miraba embobado cada vez que ella iba. Nadie se inuilnO lo que Brenda haría a continuación: le robó el arma rotflii mentaría a Gonzalito, y a punta de pistola exigió que IIIm raran a Rama.
Frente a una seccional vecina, Nico estaba sorprentlitio de su propia liberación. Su abogado le aseguraba que él mi había llegado a hacer nada para liberarlo, y cuando vieron a Malvina, esperándolos, Nico entendió que ella había tenido algo que ver. El abogado se apartó para dejarlos hablar tian quilos.
—¿Fuiste vos?
—Sí, yo denuncié a mi hermano. Conté toda la verdad de lo que él hacía, Nico.
—¿Lo que él hacía? ¿Y vos no tenes nada que ver con las cosas que hacía tu hermano?
—Bueno, nada que ver... —dijo ella con mucha congoja—. Yo jamás hice nada contra los chicos, si es lo que me proguntás. Pero yo veía, y escuchaba... sabía, y miraba para otro lado.
—¿Con qué monstruo me casé?
—Sí, soy un monstruo, lo sé —dijo Malvina llorando, movida por un arrepentimiento que había tardado en llegar, pero al fin estaba allí—. Soy tanto peor de lo que te imaginas, Nico... Yo sé que me odias, y que no vas a querer hablarme nunca más... pero yo, hoy, quiero decirte quién es Malvina Bedoya Agüero.
—Ya sé quién sos.
—Pero quiero decírtelo yo... Sabes, recién, mientras hacía mi denuncia... sentí una gran liberación... Cuando conté todo lo que hicieron Bartolomé y Justina... todo lo que les vi hacer, y callé... sentí un gran alivio, sentí algo nuevo. Por primera vez en mi vida sentí que hacía lo correcto, sin dudar. Y aunque vos ya sepas el horror de mujer que soy, quiero decírtelo yo. Quiero decirte que soy la mujer que te mintió, te engañó, y te traicionó con otro hombre. Soy la mujer que armó un secuestro para Cristóbal, para poder rescatarlo y que vos te enamoraras de mí. Soy la mujer que fingió una depresión cuando me di cuenta de que ibas a dejarme. Soy la mujer que intentó matar a Cielo. Y sé que no me vas a creer, y que sólo sentirás odio y asco por mí... pero de alguna manera, enferma, todo lo que hice lo hice por amor... Porque te amo con locura, como vos nunca me vas a amar.
Él sólo la miraba, con desprecio y dolor. Ella empezó a retirarse, pero giró y le dijo:
—Ya firmé los papeles para el divorcio. Y también quiero decirte que me hice la prueba de ADN. En una semana van a estar los resultados —le contó, y lo miró con gran amor; era una despedida—. Y decile a Cielo, que no necesita ADN. Ella es Ángeles Inchausti... y Luz, es su hermana.
primera vez en mi vida sentí que hacía lo correcto, sin dudar. Y aunque vos ya sepas el horror de mujer que soy, quiero decírtelo yo. Quiero decirte que soy la mujer que te mintió, le engañó, y te traicionó con otro hombre. Soy la mujer que armó un secuestro para Cristóbal, para poder rescatarlo y que vos te enamoraras de mí. Soy la mujer que fingió una depresión cuando me di cuenta de que ibas a dejarme. Soy la mujer que intentó matar a Cielo. Y sé que no me vas a creer, y que sólo sentirás odio y asco por mí... pero de alguna manera, enferma, todo lo que hice lo hice por amor... Porque te amo con locura, como vos nunca me vas a amar.
Él sólo la miraba, con desprecio y dolor. Ella empezó a retirarse, pero giró y le dijo:
—Ya firmé los papeles para el divorcio. Y también quiero decirte que me hice la prueba de ADN. En una semana van a estar los resultados —le contó, y lo miró con gran amor; era una despedida—. Y decile a Cielo, que no necesita ADN. lilla es Ángeles Inchausti... y Luz, es su hermana.
Con la confesión de Malvina, la situación judicial de denuncias cruzadas se había complicado. Cuando Nico regresó a la Fundación, se encontró con Cielo, que le informó que el juez Re había tomado la causa, y había enviado nuevamente a la asistente social Rosarito Guevara de Dios para elevar su informe sobre la situación.
Rosarito estaba consternada: por un lado, Bedoya Agüero y Justina García denunciaban a Nicolás Bauer, y por el otro éste denunciaba a los primeros, denuncia corroborada por la propia hermana del denunciado. La situación era delicada, y el juez había ordenado excluir a los menores, y no tomar por válida la declaración de éstos.
Cuando Nico y Cielo entraron en la sala, encontraron a Bartolomé y a Justina tomando el té con Rosarito, a las risas, y entendieron que la asistente social no jugaría para ellos.
—Ahí los tiene, Rosarito. Una mucama oportunista y un matoncito universitario... y en el medio, los pobres purretes.
—Con todo respeto, Rosarito —dijo Nico—. Tiene que estar muy ciega para no ver la lacra que tiene enfrente.
—¿Ha visto? Dos subverrrrsivos —dijo Justina, bebiendo té con su dedo menor levantado.
—Señores, exijo hablar en privado con ambas partes —decretó Rosarito.
Primero se reunió con Nico y Cielo, en el patio cubierto, con Tacho y Thiago parados detrás cual guardaespaldas, y dialogó unos treinta minutos con ellos. Luego habló con Bartolomé, sentado a su escritorio, y con Justina, detrás, cual guardaespaldas. Tras otros treinta minutos salió al jardín a tratar de pensar con claridad en lo que había oído.
—Queremos que Bartolomé y Justina dejen la casa de inmediato —había exigido Bauer.
—La única solución es que Bauer y la mucama abandonen mi Fundación.
—¡Bedoya es un criminal, tiene que estar preso! —había gritado Meo.
—Vamos, Rosarito, ¿vas a creerle a ese delincuente? Ya te olvidaste del estropicio que hizo con la Fundación en tu anterior auditoría?
—No me dejan denunciarlo porque soy el hijo, pero le puedo asegurar que mi papá es un monstruo.
—Yo siempre le digo a Justin, Dios no lo quiera, pero no sé si mi ex cuñado no les suministró algún tipo de droga para lavarles el cerebro, ¡si hasta a mi propio hijo me pusieron en contra!
—Porquería de gente son, me quisieron matar. ¡Y la cuerva tuvo diez años encerrada a mi hermanita!
—¡Esa mucama arrrribista es una hippie satanista que quiso arrrrrmar su secta diabólica con estos santos inocentes!
—De día nos hacían robar, de noche nos ponían a trabajar en una fábrica de muñecas.
—¿Fábrica de muñecas? Pero ¿no vio, Rosarito, el hermoso salón de baile que le armamos a los purretes?
—Por favor, doñaza abra los ojos.
—¡Abrí los ojos, che, Rosarito!
La rigurosa asistente social estaba abanicándose en el jardín, guareciéndose del sol de noviembre, rogando en voz alta al señor que le diera claridad para tomar una decisión, cuando de pronto la sorprendió una voz grave y profunda que bien podría haber sido la voz del santísimo.
—¿Usted necesita claridad, señora?
Rosarito giró estupefacta y se sorprendió al ver a Jásper con la tijera de podar en la mano y sonriéndole.
—Yo le puedo dar claridad.
Tres horas más tarde Rosarito se apersonó, como le gustaba decir a ella, en la sala, y volvió a reunir a las partes para comunicar su decisión. Para sorpresa de todos, ,’iiihm ció que Nicolás Bauer y Cielo Mágico nada tenían que luictM en la Fundación, y que ésta debería seguir siendo (IiiIhIiIh por Bartolomé Bedoya Agüero, hasta que el juez Re se <
De inmediato Bartolomé y Justina volvieron al rued n
sus amenazas, malos tratos y extorsiones. Pero grande lnn la sorpresa cuando esa misma noche, al entrar en el salon,  se toparon con la asistente social, parada ahí mismo, nspo rándolos. Ayudada por Jásper, acababa de colocar una sálm na a modo de pantalla, frente a un proyector de video Ihim tante antiguo.
—Rosarín... —exclamó Bartolomé anonadado—. No sabía que seguías por acá, y menos que te gustaba el chin che... —y forzó una carcajada.
—Me gustaría que todos compartamos un video educ.i tivo.
—Perfecto, me encanta educar a los purretes, ¿no hijo —dijo viendo entrar a Thiago junto al resto de los chicos.
—Sabes que no soy tu hijo, evita el show.
—Tomen asiento, señores, para ver el video educativo —di jo Rosarito.
Todos lo hicieron, y Bartolomé, que tenía una mala espi na, se impacientó.
—Y bien, ¿qué esperamos?
—Esperamos —dijo simplemente Rosarito.
Luego de uno minutos de tensa espera, se abrió la puerta e ingresaron Nico y Cielo.
—Quedamos en que este hombre iba a estar lejos de mis chiquis —se atajó Bartolomé.
—Yo les pedí que vinieran... —dijo Rosarito—. ¿Y el doctor Re?
Barto pegó un respingo al ver entrar al juez.
—¿Pero cómo no me dicen que viene el juez Re? ¡No va alcanzar la comida!
—No vine a comer. Proceda, Rosarito.
—Muy bien —dijo ella—. Esto nos va a dar una idea de quiénes somos.
Le guiñó un ojo a Jásper, que puso en marcha el proyector. Todos quedaron sumamente sorprendidos al ver el video educativo. Era una edición de grabaciones de las camaritas de seguridad de la mansión, las mismas que había descubierto Bartolomé en su habitación secreta. Aquella tarde, cuando Jásper le ofreció «claridad» a Rosarito, le habló de esas cámaras donde podría realmente ver lo que ocurría. Jásper le había sugerido reafirmar a Bartolomé y expulsar a Bauer. La asistente social había pasado toda la tarde en esa habitación secreta, mirando y grabando lo que había ocurrido. Vio y grabó cómo Bartolomé maltrató a los chicos, cómo les advirtió que ahora que había acabado con Bauer ellos deberían volver a robar y trabajar para él. Vio cómo encontraban a Rama, que se había escondido en el sótano tras la huida de la cárcel, y vio cómo lo amenazaban con volver a encerrarlo de por vida. Vio cómo lo habían amenazado con matar a Alelí cuando Rama quiso rebelarse, harto de todo. Los oyó hablar de Cielo como Ángeles Inchausti, y de Luz como su hermana. Los oyó hablando con el comisario Luisito Blanco y con el comisario Azúcar, para que les facilitaran cambiar las muestras de ADN para poder quedarse con la herencia.
Ya no habían dudas, Rosarito les había tendido una trampa, y ellos habían caído.
—Yo creo que... —balbuceó Bartolomé—. Estas imágenes están sacadas de contexto.
—¿Todo eso es verdad, mamá? —preguntó Luz a Justina, con profundo dolor.
—¿Cómo se sigue? —preguntó Nico al juez Re, que aún no salía del asombro.
—Se sigue ordenando la inmediata detención de estas personas.
Lo que siguió fue inesperado y brutal. Acorralado romo estaba, Bartolomé se puso de pie y sacó su Luger calibre 45 y apuntó a todos. El juez Re le dio la orden firme de bajar el arma, pero Bartolomé estaba jugado al todo o nada, y poi lo tanto, dispuesto a huir. Cielo, instintiva, cubrió a los clu eos para protegerlos, mientras Nico empezó a avanzar haolit Bartolomé, que gritaba y reculaba hacia la puerta de salid/i. con Justina agazapada detrás de él. Nadie advirtió que Thin go se deslizó hacia el escritorio, buscó la llave de la caja fuerte, y sacó otro revólver que su padre guardaba ahí.
—¡Bajá el arma y entrégate! —le ordenó Thiago, con su rostro desencajado, contraído por el odio y el dolor.
Su grito había sido tan visceral y atronador que todos giraron para mirarlo, y se quedaron paralizados al verlo.
—¡Mi amor, no! —gritó Mar.
—Thiaguito, ¿que haces, mi vida? —le suplicó Cielo.
Pero Thiago estaba enceguecido, y avanzó hacia su padre, llorando con desesperación.
—Entrégate porque te mato.
—Vos no sos un asesino, hijo... —le dijo Barto impactado—. ¿Vas a matar a papá?
—Pero lo puedo llegar a ser, ¿o no tengo la misma sangre podrida que tenes vos?
—Thiago, por favor... —intentó mantener la calma Nico.
—Yo te quería, basura. Te amaba, eras mi viejo, y yo con fiaba en vos.
—Y yo te amo a vos, hijito...
—¡Mentira, vos no querés a nadie! —gritó acercándose con el arma levantada hacia su padre.
—Hijo, no hagas una locura...
—¡Me arruinaste la vida! No sé qué hacer con mi vida, no sé qué hacer con vos... —tras meses de contener su odio y dolor, la catarsis, finalmente, había comenzado—. ¡Te odio y sos mi papá! ¡Quiero verte muerto, y sos mi papa! ¿Cómo me hiciste una cosa así??
—Yo no te lo hice a vos, hijo... Vos nunca lo entenderías, bajá el arma...
—¡Bájala vos, y entrégate!
—No me voy a entregar —dijo Bartolomé, que también lloraba—. ¡Bajá el arma!
—¡Bájala vos!
—¡Bajá el arma!
Ambos se apuntaban, llorando, desquiciados. Los gritos cruzados crecían, como crecía la tensión de todos. Los chicos no podían creer el estallido que había tenido Thiago. Mar lloraba abrazada a Jazmín. El único que se había ido acercando a ambos, lentamente, era Nico.
—Thiago... —le dijo cauto—. Soltá el arma, vos no sos como él.
—No te metas, Nico, esto es entre él y yo —persistía Thiago.
—Hacele caso a Nicolás, hijo.
—¡Vos calíate, cobarde!
—No me busques, Thiago...
—¿Qué, me vas a matar?
—¡Por favor, bajen las armas!
—¡Bajá eso, Thiago!
—¡Bájala vos! ¡Bájala o dispara, cagón!
—¡No me provoques!
—¡Bájala!
Ya estaban muy cerca uno del otro. Nico en el medio, apenas un metro más atrás. Thiago no podía detenerse, sentía que era su obligación frenar a su padre, y estaba dispuesto a llegar a las últimas consecuencias. Pero de pronto se oyó un grito.
—¡Basta! —era Justina, que se interpuso entre Thiago y Bartolomé.
—¿Qué haces, Justina? —dijo Bartolomé descolocado
—Señor... ¿no entiende que se terminó todo?
—Salí de adelante, Justina... o con una sola bala hijío una brochette.
—Mi señor, mi amor... se terminó —dijo ella casi con conmiseración.
Nico aprovechó esta distracción para ir, lentamente, haciii Thiago, que aún sostenía el arma.
—¿Qué miedo le puedo tener a sus balas, Bartolomé:’ ¿Qué miedo puedo tener a perder la vida, si yo ya perdí todo... Perdí a mi hija, como usted perdió al suyo... ¿No ve que se terminó, señor, no ve que perdimos? —dijo, sin remar car ninguna erre.
—Salí de muchas, Justina. Voy a salir de ésta.
—Necesitamos descansar, Bartolomé. Ya está, estamos acabados.
—No vamos a aflojar sobre el final, Tini... —dijo él lio rando, casi como un nene.
—Después de esto, ¿qué hay? Más muertes, fugas, persecuciones... ¿No está cansado? Señor, esta guerra la perdimos el día que la empezamos. Aquella noche en que dejamos morir a Alba... ahí comenzamos a perdernos; el día que dimos ese paso perdimos. Lo tiene que aceptar.
—Yo no puedo perder, Tini... —lloraba más y más—. Yo tengo que triunfar... ¿Qué diría Tatita si me viera claudicar?
—Tatita jamás lo miró, señor, ni triunfar, ni claudicar. Tatita fue tan mal padre como lo fue usted para Thiaguito. Somos escoria, somos menos que humanos.
—¿Por qué me haces esto, Tini?
—Lo hago por esa nena que está ahí, mirándome... todavía preguntándose por qué le arruiné la vida de esa manera. Por ese amor que yo sé que siente por su hijo, termine con esto ya.
Muy despacio Bartolomé fue bajando su arma, quebrado. De pronto parecía haber envejecido treinta años. Era un ser débil y miserable, llorando desconsolado sobre el hombro de Justina, quien con suavidad le sacó el revólver. Nico ya había llegado hasta Thiago, y suavemente le retiró el que sostenía. Casi ahogado por el llanto, Thiago se aferró a Nico en un abrazo.
—No tenía balas, Nico. No tenía balas.
—Ya lo sé, Thiago. Ya lo sé.

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