Telefe y Xat

Telefe en vivo

Xat

Capitulo 3 La ivasiòn de Angeles


Lee el capitulo 3 del libro "La isla de Eudamón"clikando a Leer Mas
Algo que le importaba mucho. Y ya no se trataba del rubio, tenía la sensación de que algo importante estaba comenzando.
La recibió Justina, quien exageró de forma intencionada su habitual malhumor y prepotencia. Sin responder al amable saludo de Cielo, apenas entró en la cocina le tendió un uniforme de mucama. A Cielo no le gustaban los uniformes, pero evaluó que no era una buena manera de comenzar negarse a usarlo. Se encerró en un pequeño toilette de servicio, y se lo puso. No pudo evitar hacerle unos retoques para verse mejor. Se abrió un poco el escote, para que pudiera lucirse una hermosa cadenita que le habían regalado sus viejis, y se subió un poco la falda. El uniforme no era de su talla y le llegaba a las rodillas, y ella lo sabía muy bien, o por encima o por debajo, pero nunca a la rodilla.
Bartolomé anticipó que podrían surgir problemas apenas la vio: tener una mucama tan bella, y con ese uniforme que no hacía más que potenciar su sensualidad, era un peligro. En la fundación había adolescentes varones de quince años. Ni se le cruzó por la cabeza lo que en realidad sería su gran tragedia: la mucamita terminaría ganándose el corazón del que debería ser, sí o sí, su cuñado. Pero no tenía tiempo para esos menesteres, así que instruyó rápidamente a Justina para que le bajara la faldita hasta la rodilla, mantuviera a raya las hormonas de Tacho y Rama, y la obligara a renunciar para la hora del almuerzo. Él debía ocuparse de algo mucho más serio: despachar a su propio hijo en el primer avión a Londres.
Todos dormían en sus camas, excepto Marianella, que acostumbraba despertarse a las siete de la mañana en el instituto y llevaba ya dos horas despierta. Era una fría mañana, pero a través de las ventanas se colaba un sol tibio de otoño. Marianella se entretuvo mirando los millones de partículas que flotaban en el aire a la luz del sol. Y entonces vio entrar a Cielo, tan sonriente. La vio abrir la puerta procurando no
hacer ruido, pero con su torpeza característica tropezó con ni zócalo de la puerta y estuvo a punto de caer. Hizo tal estruendo que despertó a Jazmín y Alelí. Cielo no vio a Mar, a quien una risa espontánea le iluminó la cara. Alelí se sorprendió y mucho al ver entrar a Cielo.
—¡La bailarina! —exclamó al verla—. ¿Qué haces acá?
—Resulta ser que por esas cosas raras que tiene la vida, voy a ser la mucama de la Fundación. Hola, yo soy Cielo —le dijo a Jazmín con dulzura y le dio un beso. Ni Jazmín, ni ninguno de los chicos estaban acostumbrados a esas demosIraciones de afecto.
—Yo soy Jazmín.
—¡Qué hermoso nombre! ¡Tan hermoso como vos! —exclamó Cielo con sinceridad, y luego miró a Marianella y le dijo—¿Y cómo se llama esa hermosura que está debajo de ese pelo enredado?
Fue un chiste que no pretendía ofenderla, sino todo lo contrario. Pero Marianella se ofendió, no le gustaba que hablaran de su pelo, ni de su aspecto, ni de ella.
—Se llama Marianella, y es nueva —respondió Alelí ante ell mutismo de la otra.
Cielo comprendió que su observación le había molestado,y entendió que en un futuro debería tener más tacto con ella. No pretendió disculparse, porque sabía que eso solamente la enojaría más; en cambio, decidió demostrarles que ella seria su amiga y compinche.
—¿Y es verdad que detrás de este coso hay unos chicos que son unos churros? —dijo señalando la puerta corrediza que separaba ambas habitaciones.
—Sí, ¡pero las mujeres no podemos entrar! —le advirtió, larde, Alelí.
Cielo había abierto la puerta corrediza y ya avanzaba hacia el cuarto de los varones. Las tres chicas se asomaron hacia la  habitación y observaron, divertidas, la sorpresa que se Un varón los chicos al ver a Cielo, que entró como una mariposa y fue directo a las ventanas, hablando en voz alta para despertarlos.
—¡Sin dudas éste es el cuarto de los varones, patasucias! —comentó mientras abría la ventana. Lo que logró fue que Rama, Tacho y Lleca despertaran absortos. —¡A ver si ventilan un poco más, o se lavan las patas, che! —y les hizo un guiño a las chicas que se reían, divertidas, del otro lado.
—¿Vos, quién sos? —dijo Tacho, que no podía dejar de mirar a esa hermosa mujer vestida de mucama.
—Yo soy Cielo —respondió ella.
Reconsiderando la altura a la que se le había subido la falda, la bajó hasta las rodillas otra vez, y les habló acelerada, tratando de establecer de arranque cuál sería el código de relación entre ellos.
—Me voy a encargar de limpiar este cuarto, de lavar la ropa, y de cocinarles. Así que espero que sean cuidadosos y que al menos, si son tan patasucias, se laven sus propias medias.
Las chicas se deleitaban cada vez más con esa rubia explosiva que en pocos segundos ventiló la habitación y juntó la ropa tirada.
Fue instantáneo, todos la amaron desde el primer momento. Y nada les importó el horrible desayuno que les preparó, las tostadas quemadas, ni el té con leche que parecía y sabía a agua sucia. Estaban muy sorprendidos con su aparición, sobre todo los que vivían allí desde siempre, quienes sabían perfectamente que Bartolomé jamás traería a un extraño a vivir con ellos, y mucho menos contrataría a alguien para lavarles la ropa y prepararles la comida.
Pocos minutos más tarde, Rama y Tacho comprendieron la situación: por alguna razón que desconocían, Bartolomé había debido contratarla, pero como la propia Justina les dijo, tenían que conseguir que renunciara ese mismo día.
—¿Pero por qué la contratan si la quieren echar? —preguntó Tacho atinadamente.
—Vos hace lo que te digo y no preguntes —respondió Justina contando con la complicidad de ambos—. Háganle la vida imposible y que se vaya hoy mismo.
Ellos se miraron, por alguna razón no estaban dispuestos a colaborar con ese pedido. Y les dio mucha risa ver cómo cielo respondía con gracia y picardía a cada ataque de Jusilla. —¿A vos te parece que esto es una tostada, rrretarrrdada?
—¿Y a usted le parece que eso es un vestido? —replicó Cielo—. Por favor, ¿qué es ese mal gusto? ¡Póngase algo de color, algo moderno, doña! —le soltó con un desparpajo que provocó una carcajada en todos los chicos y descolocó a Jusiina.
—¡Silencio entierrrro! —les gritó y los hizo callar en el instante.
Justina avanzó hacia Cielo mostrándole los dientes. Esa mucamita no sabía con quién se había metido, estaba dispuesta a hacerse un festín con ella. Pero cuando abrió la boca para hablar, Cielo ya se estaba riendo a carcajadas.
—¿Silencio entierro, les dijo? ¿Pero de qué película la sacarón a usted, doña? ¿Cómo va a hablar así? ¡No puede ser tan aparato! —dijo riendo, y volvió a provocar otra ola de risas en los chicos.
—¡Pero mocosa ins...! —atinó a decir Justina, con una indignación que no le cabía en el cuerpo, pero antes de que tuliera completar la oración...
—¡Silencio entierrrrro! —la calló Cielo imitándola, y se echo  a reír, ya muy tentada.
Mientras los chicos reían desaforadamente, sin traba Iguna, Justina estaba absorta. La insolencia de esa mucalila la descolocaba, y peor aún, ¡los mocosos se atrevían a mírse de ella! Entonces preparó su mano, con la que penII ba ubicar a esa impertinente de una bofetada, y estaba a punto de concretarlo cuando vio entrar al doctor Bauer, conguito y, llamativamente, muy arreglado para ser tan temprano. Justina cambió en el aire el destino de su mano, y lo que iba a ser una bofetada se transformó en una especie de ii brazo tosco que descolocó a Cielo.
—¡Qué contentos que estamos de tenerrrr mucama! —dijo Justina consciente de la ridiculez que estaba haciendo.
Pero Cielo ya no reparaba en el extraño comportamiento del ama de llaves, sino que desde el momento en que vio entrar a Nicolás, el mundo se había desdibujado para ella. Lo mismo le pasó a él, que no escuchaba las explicaciones con las que Justina trataba de disimular su nerviosismo.
—¿Vino a ver a Malvina, doctor Bauer? —preguntó Justina.
—No —se le escapó a Nicolás—. Es decir, sí, pero tambien quise averiguar cómo iba el primer día de trabajo de Cielo.
—Excelente —dijo ella.
—El doctor Bauer es el prometido de la señorita Malvina, y él es quien tan generosamente se ofreció a pagarle a su amiga Cielo para que nos ayude en la Fundación —explicó Justina a los chicos. Rama y Tacho se miraron y comenzaron a comprender la situación.
—¿Usted no conoce a los chicos? —preguntó Cielo.
—No —dijo Nico.
—¡Venga que se los presento! —le dijo con confianza, lo tomó de la mano y lo condujo hacia la mesa donde todos desayunaban.
—No lo molestes, es un hombre muy ocupado —repuso Justina, tomándolo de la otra mano para llevarlo hacia la dirección contraria.
—Me encantaría conocer a los chicos —dijo Nicolás—. Tengo un hijo de siete años, al que le va a encantar tener amigos de su edad.
—¡Ah, bue, sí, justo! —dijo Justina casi para sí.
Nicolás la miró. Y ella no atinó a explicar, estaba sobrepasada por la situación. Cielo condujo a Nicolás hacia la mesa.
—Esta rubia divina es Jazmín...
—Hola, Jazmín —la saludó gustoso Nicolás.
—Ese rubio ruludo se llama Juan, pero le dicen Tacho, y por cómo la mira, me parece que le encanta Jazmín.
—¡Cualquiera! —dijo Tacho sonrojándose, y mirando a Jazmín, que hizo como si no hubiera escuchado el chiste de Cielo.
Este otro con cara de pachucho es Ramiro, le dicen rama y es el hermano mayor de esta hermosura, Alelí.
¡Qué rápido te aprendiste todos los nombres! —quiso meterse Justina, que había quedado afuera por completo de conversación.
-hola —saludó a Rama y a Alelí, pensativo. Acaba de reconocer a Rama y Tacho.
—y este bombonazo es Lleca. No sabe su nombre —le aclaro  a Nico—, pero todo liso —dijo repitiendo las mismas ftlobras que le había dicho Lleca.
—Hola, Lleca —saludó Nicolás y enseguida se dio cuenta que era uno de los rumanos de la tarde anterior.
—¿Qué tal, boncha, todo liso? —dijo Lleca, extendiendo su mano.
—Todo liso —respondió Nicolás, sintiendo una espontánea simpatía por ese atorrante que le estrechaba la mano. —Y esta hermosura es Marianella. Pero le vamos a decir mar. Es nueva, recién llegadita como yo, así que las dos estamos más asustadas que vaca en un asado.
A Marianella le provocó mucha gracia la metáfora de cielo, y no pudo evitar reírse, y de inmediato se cubrió la sonrrisa con una mano. —Hola, Mar —dijo Nico con una cálida sonrisa. —Bueno, ellos son los chicos. Y este rubio churrazo... dijo Cielo. —¡No seas irrrrrespetuosa! —saltó Justina, indignada. pero vio que Bauer sonreía, lejos de tomar a mal la expresion.
—El churrrrro es el doctor Nicolás Bauer —repitió Cielo, pronunciando muchos las erres, pemulando  a Justina.
—¿Es médico? —preguntó Rama, con la esperanza de
que si  así fuera, ya que le preocupaba un poco el catarro de aleli .
—No —dijo Nicolás—. No soy médico... —Es piripipólogo —dijo Cielo y provocó la espontánea carcajada en Nicolás. 
Mientras la cocina se llenaba de inusitadas carcajadas, la planta alta era invadida por increíbles gritos. Malvina los oía desde su habitación, mientras intentaba apagar el hematoma de su mandíbula. No eran los gritos de Bartolomé lo insólito, de hecho eran bastante frecuentes; lo novedoso era esa voz rasposa que gritaba a la par que Bartolomé. Salió de su habitación y se encaminó hacia el extremo del pasillo. Allí estaba el cuarto de su sobrino Thiago, vacío desde que se había mudado a Londres. Pero esa voz rasposa era, sin dudas, la de Thiaguito. Malvina se emocionó, tenía adoración por su sobrino y, en verdad, ella era la única que lo extrañaba en su ausencia. Pero Bartolomé estaba muy enojado, por lo que decidió no interrumpirlos. El cuarto era una habitación despojada, impersonal, con algunos rastros de decoración infantil. Desde que había sido enviado pupilo a Londres, Thiago apenas pasaba unos cuantos días al año con ellos. Durante los dos meses de vacaciones de verano —invierno aquí—, Bartolomé se encargaba de que estuviera el menor tiempo posible en la mansión. Lo llevaba a esquiar, lo mandaba de viaje con el hijo de Adolfito Pérez Alzamendi o, si nada de eso era factible, se instalaban en la estancia; lo que fuera necesario para que Thiaguito no permaneciera en la casa ni entrara en contacto con los chicos de la Fundación. Por ese motivo, el cuarto de Thiago apenas tenía signos suyos. Bartolomé estaba sorprendido, Thiaguito podría tener algún que otro berrinche, después de todo era un adolescente; pero jamás lo había enfrentado con esa vehemencia. El Thiago que había vuelto de Londres, esta vez, estaba muy
cambiado. Sin embargo, Barto comprendía que debía domar ese potro sin demoras; un adolescente rebelde era lo último que necesitaba en ese momento. Thiago contestaba a cada grito de Bartolomé con un grito más potente, y en una actitud de clara rebeldía, lo haa mientras desarmaba su valija y guardaba su ropa en el Iacard. —Cuando cumplas los dieciocho años y trabajes y ganes dinero, vas a poder decidir. ¡Mientras tanto, decido yo! —Yo a Londres no vuelvo! —gritaba Thiago decidido. —Vos vas a hacer lo que yo te diga, mocoso! ¡Y si no te gusta cómo son las cosas, andá a la India a llorarle a tu mamita, si es que la encontrás! Thiago lo fulminó; aunque despreciaba a su madre tanto como Bartolomé, odiaba que su padre hablara en esos términos de ella. Ignoró la mención a su madre y, en cambio,
—A Londres no vuelvo. ¡Ésta es mi casa y yo me quedo
—Armá esa valija, porque aunque tenga que llevarte de pelos, te subís al primer avión que salga para Londres! —sentenció Bartolomé y abrió la puerta. Ahí se topó con Malvina, que se apartó para dejarlo salir. —Despedite de Thiaguito, Malvina. Se va en el próximo
vuelo.
Malvina sonrió afectuosa a su sobrino, que depuso su a apenas se alejó su padre. —Así que te comprometiste? —Casi —dijo ella. —Gracias por invitarme —reprochó Thiago. —Estás tan lindo! ¿Cuándo creciste tanto, vos? Y lo estrujó con un fuerte abrazo. Thiago lo agradeció, el primer abrazo que recibía desde su llegada.
Para Bartolomé el día no mejoraría. A la repentina rebeldía de su hijo, se le sumó un preocupante planteo que le hizo su futuro cuñado. Bajaba de la planta alta cuando divisó a Nicolás, que venía desde la cocina. Bartolomé sonrió aliviado: ver a Bauer después del frustrado compromiso auguraba cierta esperanza. Pero se sorprendió cuando Nicolás le dijo que, antes de ver a Malvina, quería hablar con él. Barto temió lo peor: que su casi cuñado le manifestara un cambio de planes. Pero lo descolocó completamente el asunto del que quería hablarle Nicolás. —Bartolomé, quiero que hablemos de los chicos de tu Fundación —primera señal de alarma. Ni los chicos, ni la Fundación eran temas de los que Barto quería hablar con Bauer. —Yo sé que te debe costar mucho llevarla adelante —continuó Nicolás—, pero quiero decirte que descubrí algo bastante grave. —Segunda señal de alarma, «descubrí» más «grave» no propiciaba nada bueno. —,De qué hablás, Nick? —preguntó Bartolomé, intentando mostrarse relajado, mientras pensaba argumentos para rebatir lo que hubiese descubierto ese molesto testigo. —Ayer a la tarde vi a algunos de los chicos de la Fundación haciéndose pasar por rumanos, pidiendo limosna, y muy posiblemente robando. Bartolomé se sintió morir. Lo que Bauer había descubierto era irrefutable, y maldijo su propia codicia por haberlos mandado a hacer los rumanos el día del compromiso y, justamente, a pasos de la mansión. La política decidida ante una eventualidad como ésa era negarlo, y eso fue lo que hizo. —Creo que estás equivocado, Nicolás.
—No me equivoco, eran ellos. —Es imposible. —Eran ellos. Bartolomé se quedó serio. Entendió que enfrentaba un momento delicado: su futuro cuñado había descubierto su secreto, y él debería silenciarlo. Eso, claro, por un lado imposibilitaría el casamiento de su hermana y, por el otro, le costaría unos cuantos miles. Pensando en esos oscuros menesteres, le costó entender lo que estaba ocurriendo cuando Nicolás le dijo: —No te enojes con ellos, por favor. Son chicos, seguramente es lo que aprendieron en la calle. Sé que te desvivís por ellos y que te dolerá mucho haberte enterado, pero creo qe lo tenías que saber. Bartolomé tardó unos pocos segundos en comprender la situación. Nicolás había descubierto a los purretes haciendo la estafa de los rumanos, pero lo había tomado como una Invesura de ellos, no como una orden suya. El alivio por la situación de peligro que había vivido lo emocionó hasta las lágrimas. Emoción que Nicolás interpretó como gran decepción por enterarse de las actividades de sus tutelados. —No te pongas así, Barto! Comprendo que debe ser inerte para vos, pero entendé que estos chicos habrán tenido una vida muy dura. No los castigues, por favor. —Ay, querido Nicky, ¡vos no sabés lo delicado que es esto! uno se desvive por ellos, trata de darles un techo, comida... ¡dignidad! Y ellos te pagan delinquiendo. Qué difícil, che... ¡Qué difícil! —dijo mientras iba tomando cada vez más énfasis, como un verdadero actor. Bartolomé prometió no castigarlos, ni referirles el episodio, y sí, en cambio, estar más atento para que no se repitiera. Sintiendo que ya tenía controlada la situación, intentó conducir la charla hacia el futuro casamiento, pero en ese mismo momento se le abrió otro frente. Desde el sector de los chicos, irrumpió Cielo airada, era toda indignación. Detrás venía Justina, absorta por ese huracán que era la mucamita, a la que no podía controlar.
—,Cómo que estos chicos no van a la escuela? —increpó Cielo, con desparpajo, a Bartolomé. Bartolomé se quedó de una pieza. Y Nicolás creyó entender que había una confusión. —Sí, Cielo, los chicos van a la escuela. ¿No? —quiso confirmar con Bartolomé, que intentó hablar, pero no tenía palabras. Cielo acababa de descubrirlo. Luego de desayunar, acompañó a los chicos a sus habitaciones y quiso saber dónde tenían los uniformes y los útiles para ir al colegio, así como los horarios de cada uno para poder organizarse mejor. Pero percibió el silencio y las miradas cómplices que se extendieron entre todos. —Nosotros no vamos a la escuela —dijo Rama. —,Cómo que no? —preguntó Cielo absorta. Pero luego reparó en el pizarrón y en los pupitres. —Ah, ¿viene una maestra a darles clases acá? Más silencio y más miradas. Rama iba a confesarle que no iban al colegio ni venía ninguna maestra, simplemente, ellos no estudiaban. Pero en ese momento irrumpió Justina. No alcanzó a preguntar qué sucedía que ya Cielo la estaba increpando. —Estos chicos no van a la escuela? Justina tartamudeó ante la pregunta directa e inesperada. —1Pero cómo se te ocurre hablarme así, rrrroñosa! —Qué importa cómo le hablo! Conteste: ¿estos chicos van o no van a la escuela? —Me cansaste! Te vas ya mismo de acá, ¡imperrrrtinente! —Yo no me voy nada! Usted no es nadie para echarme, es tan empleada como yo. Los chicos se miraron con una inconfesable satisfacción, por fin alguien le hacía frente a Justina. Y, mucho más que eso, por fin alguien los defendía. —Conteste, ¿van o no van? Justina, furiosa, taconeó sobre el piso, mientras señalaba con su mano hacia el pasillo, hasta que se le formaron dos grandes manchones rojos sobre sus pálidas mejillas, y por último gritó: —Te vas ya mismo de acá, rrrrenacuaja! Pero Cielo la ignoró, y miró a los chicos. —Contesten, ¿van o no van? Los chicos se miraron con temor, la presencia de Cielo los envalentonaba un poco, pero no tanto como para desafiar a Justina. Después de todo, estaba claro que Cielo no duraría mucho allí y luego ellos deberían tener que seguir padeciendo a la cruel ama de llaves. Pero Marianella no le tenía tanto miedo, y el desenfado de Cielo alimentaba su propia rebeldía. —No, que se caiga la medianera, este cuento no se puede seguir emparchando... —todos la miraron absortos, tratando de entender sus rebuscadas metáforas—. Acá nadie va a la escuela —concluyó ella. Justina abrió grandes sus ojos y agendó mentalmente hora y lugar del castigo que le aplicaría a esa rata diminuta. De pronto vio que Cielo salió disparada hacia la sala, farfullando algo con indignación. Justina adivinó lo que haría, y salió tras ella. Y no se equivocó. Cielo fue directamente a plantear el asunto a don Bartolomé, lo cual no habría sido un problema si no hubiera estado presente el doctor Bauer. Justina se miró con Bartolomé y ambos comprendieron que no podrían evadirse de esa situación. —No van a la escuela, ni tienen maestra particular. ¡,Cómo puede ser?! —protestó Cielo. —,Eso es verdad? —preguntó Nicolás, incrédulo, a Barto. —Por supuesto que es verdad, yo no miento! —se enojó Cielo. —Es verdad, y no es verdad... —dijo al fin Bartolomé con tono lastimero. —Qué respuesta es ésa? ¿Cómo que es verdad y no es verdad? —gritó Cielo. Se había entusiasmado con su papel de justiciera, pero se quedó dura cuando Nicolás la miró serio y le dijo:
—Bueno, suficiente, Cielo. No le podés hablar así a Bartolomé, él es el dueño de esta casa y tu jefe. Ahora escuchalo aél. Cielo se sintió incómoda ante el reto de Nicolás, pero a decir verdad, el piripipólogo tenía razón: se había excedido. Como bien le habían enseñado sus viejis, se disculpó apenas comprendió su error. —Disculpe, don. Explique, por favor. —Me conmueve tu preocupación, Cielito... —continuó con su actuación Bartolomé—. La realidad es que mis purretes estudian acá, en el aula que hay junto a las habitaciones. Todos ellos pasaron muchos años en las calles, sin ir a la escuela, y no los puedo mandar a ningún colegio porque están demasiado atrasados para su edad. Entonces les puse los mejores profesores para que estudien acá. Pero... —dijo, y se angustió— últimamente las cosas no van bien, che. Me cuesta mucho hablar de esto, pero la fundación está en rojo. ¡La pucha, qué triste es esto! Y forzó sus ojos hasta que logró llorar. —Fuerza, mi señor —se sumó Justina a la escena, palmeándole un hombro. —Es que es muy triste, muy triste, no tener ni para pagarle a una maestra particular de ciencias sociales o elementales, ¡che! Justina y Bartolomé eran una dupla extraordinaria a la hora de actuar, y ambos lograron conmover tanto a Cielo como a Nicolás. Pero el shock fue total cuando Nicolás, condolido, ofreció su solución: —No te preocupes, Barto, tus chicos van a estudiar. —Sí, sí, ya sé, che, las cosas van a mejorar, ya lo sé. —No, desde hoy, ya mismo, tus chicos van a estudiar. ¡Yo les voy a dar clases! Cielo no pudo contener un grito de alegría, en tanto que Justina y Bartolomé quedaron demudados ante semejante planteo de Nicolás.
Unos minutos más tarde, hubo una reunión de emergencia en el escritorio de Bartolomé. Malvina llegó apurada ante la insistencia de su hermano. Allí ya estaban él y Justina. —Esto es una invasión! ¡En menos de veinticuatro horas nos invadieron el rancho! —comenzó Bartolomé. Y detuvo en seco a Malvina que iba a preguntar ya alguna tontería. —Ahora preguntas bólidas, no, bólida. No sólo llegó Thiaguito de sopetón, sino que tuvimos que tomar a la camuca arribista que tu novio nos metió, y ahora, además, ¡él se ofreció a darle clases a los purretes! Really? —preguntó Malvina, encantada con la idea de tener a Nicky cerca. —Vos entendés que eso no puede ser? —la fulminó Bartolomé. —No puede, y no será, mi señorrr. Usted encárguese de Thiaguito; la bólida, con todo respeto, se encarga de disualir a su prometido, y yo me encarrrrgo de la mucamita rrrrebelde. Y así salió cada uno a cumplir su misión. Bartolomé, a comprar el pasaje con el que pensaba fletar a su hijo. Malvina, a tratar de disuadir a su novio, aunque en realidad no sabía ni de qué se trataba ni de cómo encararlo. Y Justina, a poner de patitas en la calle a la insolente. Pero el ama de llaves una vez más se enfrentó a la difícil tarea de encarar a la joven explosiva. La encontró deambulando por la planta alta, con un pequeño bolso con forma de mono verde. —Qué hacés acá? —la reprendió Justina.
—Estoy buscando la habitación de servicio, o ¿dónde voy a dormir yo? Justina sonrió en su interior, la pobre desgraciada ignoraba que no pasaría ni una mísera noche allí. Pero aprovechó la ocasión para llevarla al altillo, la habitación más alejada de la mansión, donde nadie podría oír sus gritos ni el llanto que le provocaría a la joven. —Seguime! —le dijo, con su torso erguido y sus manos recogidas a la altura del pecho, y se dirigió a la escalera que conducía al altillo. Apenas entró en la pequeña habitación de madera, Cielo sintió algo que le oprimió el pecho. Pensó que era el polvillo acumulado en ese lugar que, sin dudas, nadie usaba para nada, pero sabía que había algo más. No sólo era una opresión, era más bien una angustia que quería salir a flote. Cielo observó fascinada la parte trasera de ese gran reloj que coronaba la mansión. Su mecanismo era de una extraña belleza, parecía sacado de una película antigua. Justina la hizo pasar, cerró la puerta, y se dispuso a maltratarla de tal manera que la roñosa terminaría suplicándole que la dejase ir. —Es evidente que no servís para nada. Ni para hacer una tostada, ni para lavar una taza, ni para abrir la puerta... Y de repente se detuvo en seco. Fue tan abrupto el silencio que Cielo giró para ver qué le pasaba. Justina estaba pálida. Mientras ella había empezado a hablar, Cielo había abierto el bolsito con forma de mono y había empezado a sacar sus efectos personales, para ir instalándose en el altilb. Lo primero que había sacado era un portarretratos con una antigua foto de ella, de cuando tenía diez años, junto con sus viejis. Llevaba siempre esa foto consigo, y mientras Justina le hablaba, ella buscaba el mejor lugar donde ubicar el portarretratos. Justina sintió que un frío de muerte le recorría la espina dorsal: sin lugar a dudas, la niña de esa foto era la desgraciada que diez años antes, ella y su señor habían mandado a morir al bosque. —,Quién es esa nena? —preguntó con un hilo de voz.
—Ésta? Soy yo, doña, con mis viejis, cuando tenía diez años. El señor Bartolomé estaba en lo cierto, la mismísima Ángeles Inchausti les había invadido la mansión.
Aquella semana, el doctor Malatesta tuvo que visitar en varias ocasiones la mansión Inchausti. Gino Malatesta era un psiquiatra que alguna vez dio un mal paso, se vio envuelto en un turbio desfalco a una obra social, y su cómplice y testigo fue Bartolomé. Desde ese momento, Malatesta se vio obligado a responder a todos los pedidos ilícitos que le hacía Barto. Periódicamente, la Fundación debía presentar certificados de salud y vacunación de todos los menores, Bartolomé lo obligaba a firmarlos, sin siquiera examinar a los niños. No gastaba un centavo en la salud de los huérfanos, para eso estaba Malatesta. Cualquier formalidad burocrática la solucionaba el psiquiatra extorsionado. En realidad, Malatesta era un psiquiatra con escrúpulos, que se arrepentía de aquel error y deseaba poder hacer borrón y cuenta nueva. Pero los errores del pasado se pagan en el presente. Cuando recibió el llamado de Bartolomé requiriendo su presencia de inmediato, Malatesta supuso, por su voz estrangulada, que estaba sufriendo un pico de presión. Pero al llegar a la casa, descubrió que el motivo era otro, uno muy peculiar. —,Hay manera de descubrir si alguien se hace pasar por amnésico? —disparó Bartolomé. Se lo veía desesperado. —Depende... en general sí —respondió Malatesta, extrañado. Entonces Bartolomé le refirió los hechos recientes, y no necesitó detenerse de sobra en algunos detalles del pasado, pues Malatesta estaba al tanto de todo, o casi todo, ya que él había debido firmar las actas de defunción tanto de Amalia Inchausti como de la desgraciada Alba. Ambos entraron en pánico, y la primera hipótesis que barajaron de la irrupción de Cielo había sido el comienzo de una venganza por haber querido deshacerse de ella siendo una niña. El pánico no se debía sólo a la posibilidad de perder la herencia en manos de la legítima heredera, sino a perder la libertad por los crímenes cometidos. Sin embargo, Cielo no manifestó nada de todo esto. Al contrario, cuando Bartolomé fue a increparla, dispuesto a sacarse el problema de encima con sus propias manos, Cielo refirió los hechos con total normalidad. —Cuando tenía diez años, los viejis me encontraron en el bosque. Yo no me acordaba de nada, y nunca más me acordé. No recuerdo ni cómo me llamo. Ellos me pusieron Cielo, y me dieron su apellido, Mágico. Soy amnésica —relató la joven con naturalidad. A Bartolomé la historia de la amnesia le sonó a cuento chino, y por eso citó a Malatesta. Temía que todo fuera una elaborada y retorcida venganza por parte de la falsa mucamita, Ángeles Inchausti, alias Cielo Mágico. Con la excusa de hacerle un examen preocupacional, la condujeron al escritorio donde la esperaba Malatesta. Ella suponía que él le haría un análisis y algunas preguntas sobre su estado de salud, pero en cambio el doctor solamente la invitó a charlar. —Me dijo Bartolomé que sufrís de amnesia, eso le dijiste, ¿no? —No me acuerdo! —bromeó Cielo. No vivía su amnesia como algo doloroso, pero luego se puso más seria y habló del tema. —Algo me pasó, seguramente, cuando era chiquita, y aparecí en un bosque, sin acordarme de nada. Cada tanto tengo sueños, pero apenas me despierto, enseguida me olvido de lo que soñé. No sé si antes tenía familia o no, pero los viejis que me criaron buscaron, pusieron carteles, avisos. Nadie apareció. No sé si tengo papá o mamá, o hermanos.
En ese momento se oyó un estruendo, como un golpe dado con un objeto metálico contra otro. Cielo se detuvo, ese
sonido le provocó una extraña sensación. Los ruidos se reiteraron cuatro o cinco veces más y luego cesaron. Tras la puerta del escritorio, Justina, Malvina y Bartolomé estaban parapetados, tratando de escuchar las respuestas de Cielo. Bartolomé, acostumbrado a esos ruidos, los desestimó. —Hacé revisar esas cañerías de una vez, che! —ordenó a Justina. —Enseguida! —dijo ella, y aprovechó la ocasión para retirarse. Sabía perfectamente qué eran esos ruidos. Bartolomé siguió tratando de escuchar a Cielo, cuando de pronto Malvina tuvo una revelación. —Me muero muerta! Qué horror! —dijo para sí. —,Qué horror, qué, bólida? —preguntó Barto. —Si Sky, en realidad, es Ángeles, la hija de Carlos María, eso quiere decir que... ¿sería algo así como nuestra prima? —Algo así —dijo Bartolomé. —Qué horror! —repitió Malvina—. Tenemos una prima mucama!
Los ruidos eran la clave que tenía la pequeña Luz, recluida en el sótano, para llamar a Justina cuando necesitaba algo. La pequeña golpeaba una taza de lata contra las cañerías, y ante ese ruido Justina acudía. Luz sabía que no podía abusar de esa señal, pues era peligroso llamar demasiado la atención, por la guerra en la que creía que vivía. Si Luz solicitaba ayuda, algo pasaba, por eso Justina acudió apresuradamente. Para llegar hasta ella tenía un recorrido y una rutina impecable. Se dirigía a la cocina, donde había un hogar a leña en desuso. Se cercioraba de que no hubiera nadie merodeando, y accionaba un mecanismo oculto bajo el hogar. Una pequeña puerta trampa se abría y ella se introducía a través de ésta. La puerta trampa conducía a un estrecho pasillo de piedra, que descendía hasta el subsuelo. Allí los pasillos parecían un laberinto, nadie mejor que ella conocía ese lugar. Al final de un pasillo, había una puerta de cartapesta que simulaba ser una pared de piedra. Detrás de esa puerta, que se abría con un mecanismo oculto, estaba el amplio sótano que Justina había acondicionado para la pequeña Luz. —Lucecita, ¿qué pasó? —preguntó alarmada Justina, mientras corrió hacia la niña, que la esperaba en su camita. La pequeña estaba, como cada día, con su largo pelo lacio bien peinado y un vestido que parecía sacado de una película de los años 50. —Creo que estoy enferma, mamá —respondió Luz con afectación. Inmediatamente Justina comprendió que mentía, pues la niña, cuando lo hacía, actuaba con el tono exagerado de Scarlett OHara en Lo que el viento se llevó. Justina sentía ya demasiada culpa por tenerla en ese indigno cautiverio, y por ese motivo le toleraba esas travesuras. Fingió creerle, mientras apoyaba su mano en la frente de Luz. —Qué sentís, Lucecita? ¿Te duele la garganta? —Sí, y creo que tengo fiebre. —No, fiebre no tenés. Abrí grande la boca. Luz lo hizo, con una expresión afiebrada y lánguida. Justina le siguió la corriente. —No, no tenés nada. A lo mejor un poquito rojo, pero estás bien. —Seguro? ¿No tendré que ir a ver a un médico? —No, no hace falta. Además, arriba, con la guerra, no está nada fácil conseguir un médico. Para tener cautiva a Luz y que nadie en la mansión descubriera su presencia, Justina había inventado la historia de la guerra, aportando escenas de batallas, nombres de personajes importantes, héroes y mártires, y la cantidad de detalles necesarios para volver creíble su relato cotidiano. Luz debía permanecer en silencio, apartada del mundo, para estar a salvo de los bombardeos y enfrentamientos que se producían en todo el país y, en especial, en las calles de la ciudad en la que vivían. La presencia continua de refugiados, de heridos, de moribundos también resultaba muy peligrosa, por eso era mejor que permaneciera encerrada en el sótano de esa casa, a resguardo de los duros combates. —,Cuándo va a terminar esta guerra?! —protestó Luz. —Ojalá que pronto, ¡ojalá que pronto! —dijo Justina. Y sí, el fin de la guerra era algo que en algún momento debería ocurrir, sabía que no podía retener por siempre allí a la niña. El plan de Justina era poder hacerse de su parte de la fortuna cuando cobraran la herencia y, con ese dinero, marcharse muy lejos con su hija. Cuando Justina comprobó que ya estaba mejor e hizo el gesto de marcharse, la pequeña le reclamó: —No... ¡quedate un ratito más! —Tengo que volver —le explicó Justina—. Tengo que ayudar al general Bartolomé con los heridos. —Bueno, pero contame un cuento, ¡uno cortito, y te vas! Justina no tuvo más remedio que acceder. En realidad, esos momentos eran los únicos placenteros que tenía cada día. Luz se recostó junto a ella en la cama, y, acariciándole el pelo, curiosamente le relató un cuento sobre un circo.

Algunos metros por encima del sótano, Cielo estaba refiriéndole al doctor Malatesta sus años en el Circo Mágico. Al cabo de unos treinta minutos de charla, el doctor hizo una orden para unos análisis y unas radiografías. Cielo se extrañó cuando además solicitó una tomografía computada. —A la pelotita! —exclamó Cielo—. ¿Para qué una tomografía? —Es pura rutina —mintió el doctor, y se despidió. Mientras Bartolomé lo despedía, Malatesta explicó que en un análisis preliminar podía afirmar que Cielo no mentía sobre su amnesia. Creía que, en efecto, no recordaba nada de su pasado. —Pero en ese caso, ¿es posible que lo recuerde? —Siempre es posible. Esta chica tiene una lesión cerebral o algún tipo de trauma psicológico que bloquea sus recuerdos. Y, como cualquier trauma, puede ser resuelto.
—Roguemos entonces que sea alguna lesión cerebral, ¡che! —exclamó Bartolomé. Malatesta sólo lo miró, tratando de ocultar su desprecio.
 e informó que había ordenado hacerle algunos estudios con hs que terminarían de confirmar su diagnóstico. El panorama que le había descripto Malatesta no lo tranquilizaba demasiado. Si bien era casi seguro que la mucatita no mentía sobre su amnesia, en cualquier momento podría recordar, y eso sería el acabose. Eso fue lo que le transmitió a Justina cuando ésta regresó del sótano. —En ese caso —sentenció Justina—, lo mejor va a ser tenerla cerca, señor. Si llega a recuperar la memoria, mejor que esté a mano. —Más vale Cielo en mano que Ángeles volando! —acordó Bartolomé. Pero de todos modos se miraron preocupados; no lo dijeron pero ambos temían que hubiera llegado el momento de empezar a pagar por los errores del pasado.
La decisión de mantener a Cielo cerca alegró a unos y mortificó a otros. Por supuesto, los que estaban felices por esa presencia cuasi angelical eran los chicos. Y Nicolás. En tanto que los mortificados eran Justina y Bartolomé. Y Malvina. La vida cambió sutil pero sustancialmente para los chicos. Cada día había un despertar feliz: algunos días Cielo entraba en los cuartos cantando; otros, bailando; un día, vestida de sevillana, otro día con una peluca absurda encontrada por ahí. A veces los sorprendía disfrazada de payaso, o con algún traje rescatado del circo. Siempre encontraba algo distinto y original para asombrarlos, ya que Cielo tenía la convicción de que la manera en que uno despierta condiciona el resto del día. Otro cambio en la rutina diaria era el desayuno. No por lo abundante —si bien lo era más que antes—, ni por lo sabroso —aunque era más sabroso que el de Justina, tampoco era una delicia—, lo nuevo del desayuno era que alguien se los preparaba, a ellos, con dedicación. Y no sólo eso, sino que Cielo insistía mucho en que desayunaran todos juntos, le daba una gran importancia a ese detalle. La dedicación de Cielo, la alegría con la que trataba de insuflarlos cada día, y el hábito de compartir, volvían al desayuno más sabroso. Lo diferente y sutil, pero sustancial, era que después de mucho tiempo todos eran tratados con amor. Otra novedad importante fue que Nicolás comenzó a darles clases particulares. Rama estaba feliz, pues era el único que tenía el deseo de estudiar; los demás lo veían como algo mejor que estar robando o trabajando, pero peor que estar haciendo nada. Cielo se hacía un tiempo para presenciar
cada clase; a Nicolás le encantaba tenerla allí, y se sentía inlimamente envanecido, creyendo que ella lo hacía con el iitiico objeto de verlo. Eso no era del todo cierto, ya que el otro motivo, inconfesado, era que Cielo no sabía leer ni escribir, y ella pensaba que no decírselo era algo así como un detalle de coquetería. Fingiendo limpiar en el lugar o ayudar a la pequeña Alelí, Cielo hacía sus propios deberes y, de a poco, iba aprendiendo los rudimentos de la lectoescritura. Así transcurrían los días, con una nueva rutina de felicidad en ascenso, porque las cosas buenas no sólo hacen bien por buenas, sino por repetidas. «La felicidad es el hábito de las cosas buenas», era una máxima del vieji en la que ella creía ciegamente. La que no estaba nada feliz con esta situación era Malvina. El mismo rasgo que constituía su defecto, la superficialidad, en ese caso era su virtud, ya que se requiere cierta superficialidad para ver cosas que están muy a la vista. Alguien que está demasiado ensimismado o abstraído por pensamientos profundos y complejos puede perder de vista las cosas obvias y evidentes. Y algo obvio y evidente era la conexión que había entre Cielo y Nicolás. Malvina, creía, tenía un único recurso: su belleza. Y sin dudas, Cielo la aventajaba en belleza; y como el estatus social no era algo en lo que Nicolás se fijara, el escalón inferior en el que ella ubicaba a Cielo no era un desmérito para la otra. Malvina entendía que, si esa situación persistía, pronto debería echar mano a otro tipo de recursos. Entre tanto, los estudios que le habían hecho a Cielo confirmaban la amnesia. No tenía un daño cerebral como hubiera preferido Bartolomé, pero los recuerdos de sus primeros diez años de vida habían sido bloqueados por un trauma. Malatesta no arriesgaba un pronóstico; podía recuperar sus recuerdos de un día para el otro o bien podía no recuperarlos nunca. Este gran abanico de posibilidades no tranquilizaba a Barto, quien pensaba, y con razón, que estar viviendo en esa casa que conocía podría despertarla. Aunque, como bien reflexionaba Justina, también el hecho de que conviviera con sus verdugos podía mantener el trauma vivito y coleando. En cualquier caso, hasta tomar una determinación, era preferible que estuviera cerca y vigilada. Al que de ninguna manera quería mantener cerca era a Thiago, pero mandarlo de regreso a Londres se había vuelto una misión imposible. Ya había intentado imponer la ley paterna, había querido obligarlo a volver, le había hecho creer que ya tenía su pasaje —lo cual no era cierto, pues Bartolomé no gastaría en un pasaje que podría no ser usado—. Y Thiago se mantenía firme en su rebeldía. Quedaba la instancia de la violencia física, pero eso no era algo propio de Bartolomé. Debería entonces recurrir a la manipulación, la especialidad de la casa. Bartolomé tenía el conocimiento de la naturaleza humana que, en general, tienen las personas perversas y manipuladoras, y sabía que para un adolescente no había nada más doloroso e insoportable que un desengaño amoroso. Adivinaba —no se equivocaba en eso— que teniendo dieciséis años pronto se enamoraría, y ahí entraría él en acción, manipulando para generarle una desilusión que destruiría sus deseos de permanecer allí, y entonces sólo restaría comprar, finalmente, el pasaje. Lo único a lo que debían prestarle gran atención era a la separación que, sí o sí, Thiago debía mantener con los chicos de la fundación. Fingió aceptar el deseo de su hijo de quedarse, con la condición de que inmediatamente comenzara las clases en el Rockland Dayschool, colegio en el que Thiago había cursado sus estudios primarios, y parte de la secundaria. Confiaba en que una vez en contacto con sus antiguos compañeros, todos chicos de familias bien, y retomara su bienamado rugby, pronto se agarraría algún metejón con alguna purreta bien. No calculó que el metejón vendría por otro lado.

0 personas comentaron esta nota:

Publicar un comentario

Share

Twitter Delicious Facebook Digg Stumbleupon Favorites More