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Capitulo 4 Los huérfanos y los nenes bien



Lee el capitulo 4 del libro "La isla de Eudamón" clikando a Leer Mas

Marianella había aprendido a la fuerza a ponerle un freno a sus fantasías. La vida había sido lo suficientemente cruel ruino para que ella le dijera no a los sueños felices; darle rienda suelta a sus anhelos sólo le ocasionaba más Frustración. Por eso trataba de no pensar en Thiago ni en sus ojos tristes, ni en su sonrisa amplia y hermosa, ni en esos lunares que le imprimían un aspecto adulto a esa hertuosa cara aniñada. Mientras no se lo cruzaba, no fantasear con él era bastante sencillo, pero cuando lo veía o escuchaba sti voz, se le volvía muy difícil. Pero le fue imposible no amarlo cuando lo vio con su uniorine de colegio. Cielo la había mandado a buscar las mediaItitias que había olvidado en la cocina; ese día desayunarían en el patio interno mientras Nicolás daba clases. Mar atravsó la sala yendo hacia la cocina, y lo vio bajar las escaleras, casi corriendo. Vestía una chomba verde inglés, un jean oscuro y un saco escocés, azul y rojo. Tenía el pelo lacio, bastante largo y desmechado, algo húmedo, como recién secado cori toalla, y llevaba bajo su brazo una carpeta y un libro. 
Ninguno de los dos detuvo su marcha; ella siguió su camino hacia la cocina, y él descendió las escaleras y se dirigió hacia la puerta principal; pero no dejaron de mirarse en todo el (corrido. Mientras él bajaba, Marianella percibió el perForne de Thiago, que llegó hasta ella, cálido como una onda ixpansiva. —Hola... —dijo Thiago sin detener su marcha. Ella respondió con otro «hola», pero lo dijo con pudor y casi sin abrir la boca, y él no lo escuchó. La miró algo deceprionado por la ausencia de respuesta, pero ella se perdió en pasillo que daba a la cocina. Thiago desestimó y abrió la puerta de calle. Marianella se había quedado agazapada en el pasillo, y desde ahí lo espió mientras él salía. De pronto un grito, un chillido histérico la sobresaltó. Apenas Thiago abrió la puerta, detrás apareció una chica menudita, con el pelo lacio y peinado con un gran jopo. Junto a ella había un chico de pelo lacio, enormes cachetes y una sonrisa ganadora. Ambos vestidos con el mismo uniforme de colegio que Thiago. —Thi! ¡Volviste! —gritó la flaquita, y se colgó del cuello de Thiago, abrazándolo con fuerza—. ¡Estás hecho un caño, gordo! Thiago sonrió, agradeciendo el cumplido y saludó amable: —Hola, Tefi! Luego Thiago miró a su amigo, que lo miraba incrédulo, ambos sonrieron con complicidad y chocaron sus manos en un saludo afectuoso. —Man! —dijo el cachetón. —Nachito! —respondió Thiago. Y se abrazaron dándose fuertes palmadas en la espalda. A su lado, Tefi estaba histérica, feliz por el reencuentro de los amigos. Desde el pasillo, Mar los espiaba negando con desprecio. Reconocía perfectamente esa forma de hablar, esa pronunciación exagerada de las eses, o la manera en que no pronunciaban algunas letras como las d; en lugar de decir «copado», decían «copaaao»... o decían «boló», en lugar de otra palabra que, si Mar la hubiera dicho, la habrían considerado una ordinaria maleducada, pero dicha por ellos y así pronunciada era distinto, era cosa de... chetos. Eso era lo que eran Thiago y sus amigos: chetos, nenes bien, chicos ricos, arrogantes y altaneros. Ubicando a Thiago en esta categoría, le resultaría más fácil no pensar en él. Mascullando el desprecio que le despertaban los chetos, fue hasta la cocina, tomó la bandeja con medialunas y volvió hacia la sala, calculaba que los otros ya se habrían ido, pero allí estaban, sentándose en unos sillones, mientras Nacho y Tefi hablaban como cotorras, superponiéndose, creando un griterío confuso e inteligible, donde cada tanto se llegaba a oír un «boló, un «tipo que», un «no te la puedo», un «man», y varias palabras en inglés. Mar debía pasar cerca de ellos para volver a su sector, y trató de hacerlo sin mirarlos, pero el cachetón, sin dejar de hablar, le manoteó la bandeja con medialunas, al tiempo que Tefi le entregaba su abrigo, y, sin mirarla, le dijo: —Para mí un café con leche, más leche que café, leche descremada, obvio, y dos sobrecitos de edulcorante, sin ciclamato, please. Marianella la miró con odio; al desprecio que le generaba Tefi en particular, y los de su clase en general, se sumaba ahora que la otra la confundiera con una mucama. Ojo, se dijo Marianella como si alguien estuviera oyendo sus pensamientos, no tengo nada contra las mucamas, de hecho Cielo es mucama y es lo más, pero estos chetos nos ven a todos como sus sirvientes. Thiago, viendo la cara de furia de Marianella, intervino. —Marianella no es la mucama, Tefi. —Ah, ¿no? Sorry, ¡re que pensé que sí! —dijo Tefi mirando a Marianelia, tratando de entender entonces quién podría ser.
—Ella vive acá, en la Fundación de mi viejo. —Ah! —exclamó Nacho entendiendo—. Una de las huerfanitas. Bueno man, a mí también traeme un café con leche —dijo Nacho instalándose y mordiendo una medialuna, entendiendo que si bien no era la mucama, el ser una huérfana de la Fundación la convertía en algo parecido. —No es una mucama —insistió Thiago con vehemencia, avergonzado por el desparpajo de sus amigos. —Y eso no es para vos —dijo Mar fulminando a Nacho con la mirada, y arrebatándole la bandeja con medialunas. No contenta con eso, le quitó la que tenía en sus manos a medio comer. Tefi se indignó ante eso, y chilló. —Ordinaria! —le espetó, casi con asco—. ¿Sabés quién es él? Es Nachito Pérez Alzamendi, ¡el hijo del juez Pérez Alzamendi, hello!
—Y a mí qué me importa! —respondió Mar airada, y se alejó con las medialunas. Nacho y Tefi, absortos con el descaro de la desubicada, iban a contestarle, pero Thiago medió frenándolos y rogándoles que la cortaran. —Vamos, desayunamos en el colegio —invitó, abrazó a ambos, y salieron los tres, felices por el reencuentro. Tefi y Nacho eran sus amigos de toda la vida, se conocían desde los cuatro años y habían cursado toda la primaria juntos.
Cuando salieron del colegio, Thiago se quedó charlando con sus amigos, sentados en el borde de la fuente frente a la mansión. Nacho opinaba que esa misma noche deberían hacer una fiesta por el regreso de Thiago, pero él no creía que Bartolomé lo aceptara. En ese momento Thiago vio a Marianella, que salía junto al resto de los chicos por la ochava de la mansión. La clase de Nicolás también había terminado y. sin pérdida de tiempo, Justina los había mandado a la calle a trabajar; la loca idea de Cielo y de Bauer de escolarizar a los mocosos les hacía perder las valiosísimas horas de la mañana. Como por ahora no podían hacer nada para evitar las clases, Justina les advirtió que deberían trabajar el doble por la tarde para compensarlo. Thiago no le quitaba los ojos de encima a Marianella, pero ella le corrió la mirada. Algo extraño le estaba sucediendo, algo que nunca le había pasado: ahora se avergonzaba de su ropa, no quería que él la viera así vestida, más aún considerando los zapatos y accesorios que usaban los amigos de Thiago. Thiago no fue el único que los vio salir, también Nacho los observó y quedó fascinado por la belleza de Jazmín, que ni reparó en él. Esto obstinó a Nacho con su idea de la fiesta. —Sí, man, tenemos que hacer fiesta hoy. ¡Y tenés que invitar a los pibes huérfanos! —Por qué querés invitarlos? —preguntó Thiago, desconfiando de la repentina fraternidad de
—Porque esa rubia está más buena que Punta en enero, iutn! —Hablemos con Barto... —dijo Thiago sonriendo, feliz por reencontrarse con su amigo Nacho, «el pirata». —Antes, invitá a la rubia! Thiago, fingiendo hacerlo sólo por darle el gusto a Nacho, alcanzó a los chicos que se alejaban de la mansión y los (letuvo. En realidad, lo entusiasmaba más la idea de invitar a Marianella. Ellos lo miraron, expectantes. —Chicos, esta noche voy a hacer una reunión con amius, y los quería invitar —los otros lo miraron, sorpren(lid os —A nosotros? —preguntó Rama, chequeando haber entendido bien. —Sí, claro. Vamos a comer algo, escuchar música. ¿Se copan? —No creo que tu viejo «se cope»... —replicó Tacho. —Por qué no? —preguntó Thiago extrañado. Thiago percibía cierta antipatía de los chicos hacia su padre y no la comprendía; tenía muchas cosas para reprocharle a Barto, pero era indiscutible que era un tipo muy generoso y cariñoso con los chicos de la Fundación. No le gustaba el tono con el que Tacho hablaba de su padre. —Bueno, si Bartolomé no tiene problemas, nosotros tampoco —dijo Rama, anticipándose a Tacho. —Qué problema va a tener mi papá? —dijo Thiago, escudriñándolos. —No, ninguno, boncha, si es copado tu jovie —respondió Lleca, disimulando. —,Vienen, entonces? —preguntó a todos, pero mirando a Mar. —Yo no, gracias —dijo ella, con un gran deseo de ir a esa tiesta. —,Por qué no? —Estoy con la batería media descargada y me hace falso contacto —respondió ella. Y ante la mirada confundida de Thiago, tradujo: —Me quiero acostar temprano.
—Bueno, el que quiera, ya sabe, están invitados —concluyó Thiago, y se alejó. Los chicos retomaron su camino, hablando entre ellos de esa extraña invitación. —Olvidensé —dijo Tacho—. Ni Barto ni la urraca nos van a dejar ir. —Y siguieron su camino hacia el centro comercial. Thiago volvió junto a Nacho y Tefi. —,Viene la rubia? —preguntó Nacho ansioso. —No sé, no creo. Son medio raros los chicos. —Pero nosotros la hacemos igual, ¿no? —preguntó Tefi. Thiago asintió y ella pegó un alarido de felicidad, y se fue corriendo al negocio de ropa de su madre a sacar un vestido para la noche. Bartolomé estuvo complacido con la reunioncita organizada por Nachito Pérez Alzamendi, al que le preguntó efusivamente por su padre, el juez Adolfo Pérez Alzamendi. Nacho prometió mandarle saludos, y también portarse bien en esa noche y, por supuesto, omitió hablar de «fiesta», dijo que apenas sería una reunión, tres o cuatros amigos y unas pizzas. Thiago también omitió decir que había invitado a los chicos de la Fundación.
Tefi estaba eufórica. Siempre le había gustado Thiago, desde primer grado; pero ahora, realmente, se había quedado sin aliento. No sólo Thiago estaba hecho un caño mal, sino que sin dudas, era el chico más lindo del Rockland; y si ella lograba conquistarlo, sería una estocada triunfal a las envidiosas de Dolores Castro Barros y Delfina Anchorena. Corrió hasta el local de ropa de su madre, Julia, una mujer muy dulce, que toleraba los caprichos de Tefi con infinita paciencia. Julia era abogada, y había puesto un negocio de ropa prácticamente para consentir a su hija, que era adicta a la ropa nueva. Sin parar de hablar un instante, le contó que Thiago estaba de regreso en la ciudad, que había vuelto al Rockland, que esa noche daba una fiesta, y que sí o sí debía estar divina y única; y para eso estaba dispuesta a probarse todo lo que hubiera en el negocio ya que necesitaba enconrar el vestido. A media cuadra del local, los chicos de la Fundación llegaban para llevar a cabo la tarea encomendada. Tenían bien estudiado el accionar: mientras los más chiquitos, Lleca y Aleli, recorrían las mesas de los bares, pidiendo limosna, Tacho Rama aprovechaban la distracción de los clientes para robar celulares y carteras. Mar y Jazmín estaban en etapa de «entrenamiento», y por eso sólo se limitaban a observar. —Cómo te miraba el hijo de Barto, eh... —comentó Jazmín. Mar se puso extremadamente nerviosa y se sonrojó. —Nada que ver! ¡Cualquiera! Mirá si ese perno mal revocado me va a... ¿Y a mí qué? Yo... o sea... ¡cualquiera! —quiso sonar natural, pero por los nervios su tono resultó alterado, casi agresivo.
—Bueno, me pareció —minimizó Jazmín, pensando en el carácter inestable de Mar—. Seguro debe de tener amigos muy guapos —comentó Jazmín, que abrigaba fantasía de cuento de hadas y soñaba que algún príncipe la rescatar de las cenizas.
—¿A vos te falla el semieje? ¿Vos te pensás que algur. de esos chetos se va a fijar en vos? —le advirtió Mar. En fondo era una prevención más para sí misma que para Jazmín.
—Bueno, Thiago se fijó en vos... y vos en él me parece.. —la provocó Jazmín, amistosa, pero Mar se puso aún más nerviosa.
—Yo no me fijé en ese fratacho y él no se fijó en mí, deja de ponerle ladrillos a la medianera porque se va a venir abajo!
-¿Qué?
—¡Que dejes de hablar pavadas! ¿0 yo te digo algo de cómo se miran Tacho y vos?
—¿Vos decís que le gusto? —cambió de tema Jazmín interesada en confirmar su sospecha. No es que Tacho le interesara particularmente, pero a Jazmín le gustaba gustar.
—¿Vos decís que le empasto la bujía a Thiago?
Mar se animó a confesar su inquietud con esa pregunta. que la otra, por supuesto no entendió. Una vez más, Mar debió traducir:
—¡Si pensás que le gusto a Thiago, pregunto!
—No sé, te miraba mucho.
—Bartolomé no nos va a dejar ni a palos ir a la fiesta, ¿no?
—Más vale que no —respondió Jazmín mientras observaba cómo Tacho se hacía de un celular.
Los chicos se desplazaron hacia la otra esquina, y Mar y Jazmín, disimuladamente, los siguieron desde la vereda de enfrente, observándolos. Pero al pasar frente al local de la madre de Tefi, Mar se detuvo ante la vidriera. Jazmín no lo advirtió y siguió de largo. Mar observó durante un rato un
vestido blanco y también el precio, una cifra imposible de imaginar. En ese momento alguien descolgó el vestido de la vidriera y, al quitarlo, Mar vio a Julia. Por un instante ambas quedaron mirándose, algo les llamó la atención a cada una de la otra. Fue un segundo. Julia giró con el vestido y se lo entregó a Tefi. Mar, desde afuera, no la vio, y corrió hacia Jazmín, que ya estaba llegando a la otra esquina.
Cuando Tefi se probó el vestido... era soñado. Decidió quedarse con ése, y se lo dejó a su madre para que le hiciera un pequeño arreglo, ya que tenía un pequeñísimo agujerito en la espalda. Mientras ella iría hasta la peluquería, porque esa noche debía estar diosa. Salió hacia la esquina opuesta, donde estaban los chicos, que ahora se dirigían hacia una galería. Jazmín los siguió y miró a Mar que estaba ensimismada: no dejaba de pensar en la fiesta, en la posibilidad de ir. y en el vestido blanco que acababa de ver.
—¿Vamos, Mar?
—Ahí voy —respondió ella, y volvió hasta el negocio de ropa.
Julia estaba enhebrando la aguja para hacer el arreglo ruando la vio entrar. El aspecto de Mar, claramente una chica de la calle, le hizo sospechar de sus intenciones, pero como detestaba tener esos prejuicios, espantó de su mente ese pensamiento, sonrió y le dijo:
—Hola, ¿en qué te puedo ayudar?
—Me quería probar ese vestido que estaba en vidriera —contestó Mar.
No es que estuviera decidida a robarlo, pero al menos quería probárselo, contemplar, por una vez, cómo se vería en un vestido así.
—¿El blanco? Ya está vendido —repuso con pena Julia.
—Ah... —dijo Mar decepcionada.
—Pero... —dijo Julia viendo su expresión— creo que en el depósito tengo uno parecido, ¡te va a encantar! Espérame.
Fue hasta el depósito. Su prejuicio le decía que esa chica no podría pagar el vestido, pero ver una prenda linda y querer probársela era algo que seguía siendo gratis y de todos.
El corazón de Mar comenzó a latir con fuerzas. La vendedora la había dejado sola y el vestido blanco estaba sobre el mostrador. Si iba a hacerlo, el momento era ése. ¿Por qué dudaba tanto? Una cosa era robar obligada por Bartolomé y otra era hacerlo por decisión propia. Sus pensamientos se sucedían vertiginosos. El vestido, Thiago, la fiesta, la amabilidad de la vendedora, Thiago, la fiesta, el vestido, la vendedora...
Unos segundos después, Julia salió del depósito con otro vestido, y tuvo una triste decepción. La chica no estaba allí. Y tampoco el vestido blanco.
Malvina sentía, y no se equivocaba, que su relación con Nicolás se estaba enfriando. No sólo él nunca volvió a hablar del compromiso frustrado sino que, cuando ella intentaba hacer alguna mención sobre el tema, él se volvía esquivo. Nicolás visitaba casi todos los días su casa, pero no precisamente para verla a ella, sino a dar las benditas clases a los huerfanitos. Pero su intuición femenina le decía que el verdadero motivo era Cielo. Era consciente de la forma en que Nico y Cielo se miraban, cómo se transformaban al encontrarse, cómo sus ojos brillaban y sus sonrisas quedaban congeladas en una mueca a medio camino entre la amabilidad y la fascinación. Nicolás jamás había mirado a Malvina de esa forma, y ella lo sabía.
Había intentado pedirle ayuda a su hermano, pero éste, fastidiado por la boda dilatada y harto de tener que soportar i Bauer dando clases a los chicos, le aconsejaba que rompiera relación y se buscara otro candidato. Para Barto su boda í-gnificaba sólo la posibilidad de acceder a una parte de la rencia, pero ella estaba enamorada de verdad de Nicolás. sabia que estaba sola en esa empresa, y decidió accionar. Una de sus mejores armas era lo apasionada que era, pero había tenido la ocasión de hacer uso de ello ya que Nico estaba viviendo en un hotel con su hijo y el sucio amigo
tenía. Malvina no encontraba nunca una ocasión para solos, en intimidad. Decidió comenzar por allí, y sordió a Nicolás ofreciéndose para encontrarle un lugar para aisilar. Para Nicolás alquilar una casa significaba aceptar
finalmente había abandonado su estilo de vida nómade,ienzar a echar raíces. Al principio dilataba el tema con vas hasta que un día Malvina lo acorraló: le había conseguido un departamento hermoso, tipo loft justo al la” B la entrada del Rockland, enfrente de la mansión. Esta pocos metros, y Nicolás no pudo resistirse a ir a verlo planta baja había un local desocupado y junto a él, una tita que daba a una escalera que conducía al primer piso donde a través de un pequeño hall se accedía al departamento
Apenas entró, Nicolás volvió a experimentar la : . Alquilar un departamento era comprometerse, al mer vivir durante un tiempo en un lugar. Más aún, que demasiado cerca de la casa de su novia, que venía  mando atención y compromiso, justo lo que él le retacY entregado a la fobia, empezó a criticar cada aspee: . departamento: poca intimidad, pisos de cerámica en vez urj madera, muy próximo a un colegio, posiblemente muy ruidoso, con muy poca luz. 
—Tiene mucha luz —replicó Malvina, ya de mal humor-
Y abrió la ventana que daba a un pequeño balcón ” Nicolás salió al balcón tras ella, y siguió criticándolo: 
—El barullo a la hora de la salida del colegio debe zr insoportable, y además la orientación es la peor, y además —y se quedó mudo.
Enfrente, en la ventana junto al gran reloj que coronal»* la mansión, estaba Cielo, pasando un trapo húmedo a vidrios de la ventana. Ella lo vio y su cara se iluminó e táneamente. Ambos se saludaron, sonrientes. Y sin p Nicolás miró a Malvina y le dijo:
—Aunque, la verdad, es hermoso el departamento.
Malvina apenas sonrió, mirando a Cielo. Comprendió qí su idea había sido más un problema que una solución: anón. les había dado la ocasión de verse todos los días.
Cristóbal había ido a la Fundación a invitar a Lleca y AleH a tomar la merienda. Nicolás, eufórico, quiso ir a contarle la noticia. Malvina lo acompañó, recordando que Cristóbal era su otra arma para ganarse a Nicolás. Sabía que nada er la vida era más importante para él que su hijo.
—Ganarrrrse al hijo es ganarrrrse al padre... —le había aconsejado Justina en una ocasión.
El problema era que Malvina tenía muy poca afinidad con los niños en general y con Cristóbal en particular. Pero era algo que debía lograr.
Cruzaron hacía la mansión, donde se encontraron con Cristóbal, que estaba bastante frustrado, ya que los chicos no se encontraban allí.
—¿Dónde están los chicos? —preguntó Nico extrañado.
—Haciendéndose el cucomental —explicó Mogli, y ni siquiera Nicolás le entendió.
—Haciéndose el bucodental —tradujo Justina.
—Bueno, cuando vuelvan los invitas a merendar, cam’>n... —lo animó Nico—. Pero ahora tengo una sorpresa para vos.
—¡Tenemos! —dijo Malvina desplegando lo que ella consideraba una tierna sonrisa maternal. Cristóbal la ignoró como si no estuviera allí, y ansioso preguntó a su padre:
—¿Qué sorpresa?
—¡Se mudan a un departamento divino enfrente de la nansión! —se anticipó, exultante, Malvina, creyendo que, aor el simple hecho de ser la portavoz de la noticia, se granjearía el afecto del niño.
—¿En serio? —verificó Cristóbal con su padre.
—Sí, en serio —confirmó Nicolás.
Malvina sonrió, y por un instante fantaseó con un fuerte fcprazo, cariñoso, como de madre e hijo, que enternecería a bolas, pero en cambio, Cristóbal salió corriendo hacia la federa por la que en ese momento bajaba Cielo.
—¡Cielo, nos vamos a mudar a un departamento acá
—¿En serio? ¡Pero qué buenísimo, bombonino! —exclamó sincera alegría la acróbata, y lo alzó en un abrazo. —¡Nos vamos a poder ver todos los días, Cielo! —¡Ésa es una gran noticia! —dijo Cielo, mirando a NicoJRk Y volvió a abrazar a Cristóbal.
Malvina estaba desahuciada, no sólo Cristóbal no la registraba sino que, además, adoraba a la mucamita. Y no sólo ellos se adoraban y se abrazaban y se besaban, sino que también Nicolás los miraba embobado.
—¡Hay tal crisis! —pensó Malvina.
Y no se equivocaba. Había llegado el momento de jugar cartas más fuertes. 
A los quince años, cómo prepararse para una
fiesta es algo muy serio. En una reunión, en una salida, se juega todo lo que importa a esa edad: el encuentro y el desencuentro. La ansiedad por descubrir si el chico o la chica que te gusta irá, por verificar si tendremos la ocasión de hablar con él o con ella; si te mira, si baila con alguien más, si te habla, si te dice lo que querés escuchar o lo que no queros escuchar. Si gusta o no gusta de vos. Y al final de la fiesta, la ansiedad por saber qué pasará luego de ese encuentro o desencuentro.
En una fiesta te puede cambiar la vida. Y para ésa, especialmente, cada uno se preparaba con expectativas muy diferentes...
Nacho se perfumaba, en exceso, y en lugares insólitos de su cuerpo. Abrigaba una esperanza: dejar de ser virgen. Desde los trece años perseguía incansablemente ese anhelo, y ahora, casi con dieciséis, el anhelo era una necesidad perentoria. Sentía que ya era su momento, y que esta fiesta era, por fin, su gran oportunidad para que sus pensamientos y palabras coincidieran con los hechos. Esa rubia huerfanita lo había dejado extasiado, y descontaba que ella, por u condición, se entregaría fácilmente a sus deseos. Pensó, en ese momento, que sería oportuno conocer su nombre.
Jazmín era consciente de lo que provocaba en los varones, sabía que su belleza tenía un efecto mágico. Cuando a sus trece años su cuerpo empezó a cambiar, comenzó a percibir los resultados. Sabía que la amabilidad con la que casi :odos los chicos la trataban tenía que ver con su belleza, ser _jida era una llave que abría casi todas las puertas, creía. Aunque la única que ella quería abrir era la que llevaba a
una vida mejor. Sentía que su destino podía tomar rumbo, y la manera, entendía, era a través de un prínapJ que la sacara del lodo. La idea de ir a la fiesta de Thiar sus amigos la mantenía ilusionada, el Rockland era ur. : raíso de príncipes. j
Tacho, en cambio, sentía que esa fiesta era la oc para dejar de ser un «dormido». Era el más grande y e tenía más calle. Era muy picaro y arrojado, y en cuesti de mujeres se lo veía muy lanzado y ganador. Nunca r tenido dificultades para abordar a una chica, pero la l que lo había vuelto tímido y torpe era Jazmín. Durante t los años que ella no estuvo en la Fundación no dejó de re ’ darla y, desde el día en que regresó, no podía dejar de ginar el beso que quería darle. Pero por alguna ext . razón, con ella toda su picardía y desinhibición se transfor- I maba en torpeza y timidez. Esa noche había decidido no tenerse y encarar a Jazmín como el hombre valiente que
Rama nunca había sido audaz ni arrojado como Ta y mucho menos lo era desde que entró Mar a la Fundac y él sintió una atracción inmediata. Nadie lo había re; trado, ya que él hacía un gran esfuerzo por ocultarlo, \ eficaz. La única que lo había percibido era Alelí, quien alentaba a expresarle a Mar lo que sentía; pero Rama -- rehusaba pues percibía que Mar no ocultaba sentirse atrc da por Thiago. No estaba seguro de lo que sentía Thiago p ella, pero que ella estaba encantada con él, era un hecho Rama lo entendía; teniendo que elegir entre él y alguien coi Thiago, cualquier chica elegiría a Thiago. Alelí le decía, cambio, que cualquier chica se moriría por estar con él, que era el más lindo, dulce y bueno que existía, pero Rar creía que sólo su hermana lo veía de ese modo. Alelí ins tió con que se animara a decirle a Mar lo que sentía, y Ran lo consideró por un momento, pero lo acometió un agu dolor de panza que casi lo hizo desistir de ir a la fiesta. AK tuvo que extorsionarlo: iba a la fiesta y hablaba con Mar ella le contaba a Justina que Rama había sacado una muñeca del taller para ella.
Ten tenía un imagen muy clara en su mente: la cara de envidia que pondrían Dolo y Delfu al día siguiente, cuando se corriera el rumor de que en la fiesta Thi y ella habían estado juntos. Esa reunión era sólo un trámite para alcanzar su objetivo. Por eso todo tenía que salir perfecto: el pelo, el make up y la ropa. Aún recordaba con furia e impotencia el momento en que su madre le informó que le habían robado su vestido. Profirió una sarta de insultos contra los delincuentes y los pobres, y tuvo que conformarse con otro parecido, pero no idéntico. Esta vez nada la detendría: el chape con Thiago era un hecho, como era un hecho las caras de envidia que pondrían Dolo y Delfu.
Thiago estaba contento de reencontrarse con sus amigos, pero lo que más le interesaba de la fiesta era la posibilidad de hablar más de dos palabras seguidas con Marianella, esa chica hermosa que le despertaba mucha intriga. Había algo diferente en su mirada. En la Fundación de su padre siempre hubo huérfanos, y él constantemente sintió que lo rechazaban. Hubiera querido acercarse a ellos, e incluso ser su amigo, pero por un lado su padre se lo prohibía y, por el otro, los chicos en general lo despreciaban. Aunque Marianella también lo miraba con cierto resquemor, a la vez había algo de ternura hacia él en sus ojos, como si le pidiera que la salvara. Y a su vez parecía prometerle: «Te voy a salvar». Thiago quería, esa noche, poder hablar con rila para que pudiera conocerlo y derribar los prejuicios que tendría sobre él.
Marianella, en cambio, albergaba una ambición más modesta: sentirse una chica normal. La vida que había tenido fe había dejado algo en claro: no tenía derecho a soñar nada. sentía fuera del mundo, sin derecho a fantasear como lo Vician casi todas las chicas de su edad, sin derecho a desear. ’: ella quería, al menos por una noche, sentir que también podía ponerse un vestido nuevo, sentirse linda, y aspirar a que un chico lindo se fijara en ella. Sólo eso pedía: sentirse na chica normal por una noche. Miró el vestido que había robado creyendo que ésa era la manera de semejarse a las «chicas normales»: usando la ropa que ellas usaban. Quería jugar que estaba a la altura, ser su propia hada madrina aunque sólo fuera por una noche.
Pero, a pesar de las intenciones y sueños que cada une ocultaba en su interior, excepto uno, esa noche ninguno de ellos logró su objetivo.
Cuando Bartolomé oyó música, salió de su escritorio, en el que estaba haciendo cuentas —¡estamos en rojo, che!— y puso su mejor sonrisa para ir a saludar a los amigos de su hijo. Se creía un padre moderno y «gamba», y le encantaba pensar que los chicos comentarían entre sí lo piola que era el padre de Thiaguito.
—¡Ito! ¡Zeta! ¡Nachito! —saludó a los adolescentes, con su mejor onda «padre joven»—. A ver cuándo lo convences a tu viejo, Nachito, y hacemos un seven, padres contra borregos, los vamos a pasear, ¡che!
—¡Me muero por verte jugar al rugby! —repuso Nacho.
—¡No llegas al tercer tiempo, borrego! —bromeó Bartolomé. Y luego, en compinche, lo codeó. —Pero faltan purretes acá, ¡che! ¿Serán tan panfilos que hicieron reunión de varones solos?
—Naa, man, las chicas están llegando —repuso Nacho mientras relojeaba la barra con bebidas alcohólicas de Barto.
—¿Y a qué mocosa le echó el ojo Thiaguito, eh? —inquirió, en cómplice, Bartolomé.
Thiago resopló incómodo por esa forzada «onda» de su padre. Barto en realidad quería saber cuál sería la chiquiüna que en breve le rompería el corazón a su hijo y lo pondría, llorando, en un avión hacia Londres.
—No sé, pero espero que no sea ella, porque es mía —contestó Nacho, señalando a alguien a espaldas de Barto.
Barto giró y su sonrisa se congeló al ver a Jazmín, que llegaba junto a Tacho y Rama, que se habían arreglado lo mejor que pudieron, con la ropa que tenían ñama se había puesto un sombrero. Tacho tenía una camisa que se veía bastante nueva, abierta hasta el pecho. Jazmín estaba radiante, con la ropa de siempre, pero combinada de una manera especial, sensual, que agitó las fantasías de Nacho.
—¿Qué dicen mis pimpollos? ¿Necesitan algo? —les preguntó Bartolomé, mirándolos con intención, advirtiéndoles con un gesto que, si la idea de ellos era participar de la reunión, desistieran de inmediato.
Los chicos no respondieron, y en cambio miraron a Thiago, quien rápidamente se hizo cargo de la situación.
—Yo invité a los chicos a la reunión, papá.
Bartolomé lo fulminó con la mirada y un rápido movimiento de cabeza. Tacho y Rama sintieron un poco más de respeto por Thiago al escucharlo sostener ante su padre la invitación que les había hecho. Bartolomé comprendió que no podía mostrar su furia tan abiertamente, e hizo un intento de frenar la situación:
—Pero los purretes se levantan temprano mañana para estudiar con Nicky...
—No, Barto, los sábados descansamos —se oyó a sus espaldas.
Allí estaban Nico y Malvina, abrazados. Nico les sonrió a los chicos, y le guiñó un ojo a Thiago, complacido por e. gesto de integrarlos.
—Esta semana los tuve al trote, así que no les va a venir nada mal una fiesta. ¿Se van a portar bien, no?
—Sí, obvio, Nico, nos vamos a portar bien —dijo Tacho, saboreando el triunfo momentáneo sobre Barto.
—Cópate, Barto, déjame a la rubia acá, ¡por favor te lo pido! —dijo por lo bajo Nacho, abrazando a Barto, y apelando a la misma complicidad con la que antes lo había tratado el padre de su amigo.
Barto estaba acorralado; no podía darle su merecido a los mocosos por semejante osadía delante de Nicolás ni de su hijo, tampoco quería desairar al hijo de Adolfito Pérez Alzamendi, un juez al que convenía tener de amigo.
—¡«Cópate», Barto! —insistió Nico—. Y nosotros vayamos a comer a la cocina, dejemos a los chicos solos.
—¡Pero claro! ¡Me encanta que se integren! Pásenla bomba, purretes, y nada de alcohol, ¡eh! —dijo y empezó a alejarse, contoneándose al caminar como si tuviera dieciocho años.
Lo único que se le ocurrió hacer fue llamar a Justina para que oficiara de chaperona, pero ella no respondía. Le dejó un mensaje desesperado en el contestador.
Apenas se fue Bartolomé, Nacho tomó de la mano a Jazmín y le ofreció algo de comer, mientras la acompañaba hacia la mesa. Tacho le vio las intenciones de inmediato y quiso ir tras ellos, pero Thiago lo retuvo junto con Rama, y les preguntó por Marianella. Esto ofuscó íntimamente a Rama, pero disimuló su malestar y contestó amablemente que, tal como había dicho, prefirió quedarse a dormir. Thiago se sintió decepcionado, y al mismo tiempo advirtió que deseaba verla mucho más de lo que pensaba.
Marianella se había hecho muchas ilusiones con la fiesta. Se había duchado, con la felicidad dibujada en la cara. Se nabía probado el vestido y se había emocionado viendo lo hermoso que le quedaba. Y finalmente había entrado en razones, diciéndose que nada bueno le iba a traer soñar con lajaritos de colores. Entonces se desvistió, se puso su larga remera para dormir y se acostó. Pero no contó para nada ron que Alelí no estaba dispuesta a que sus propios planes fracasaran, mucho le había costado darle el empujón a su hermano para que la abordara; no iba a aceptar que Mar no fuera.
A partir de esta ausencia, Rama estaba menos nervioso; se había relajado e incluso había empezado a socializar con Thiago y sus amigos. Thiago, en cambio, estaba un tanto senté, pensando en si convenía o no ir a insistirle persoiente a Mar. El que no lo estaba pasando nada bien era. No sólo lo enfermaba ver cómo ese cachetón concheto -- raboseaba impunemente con Jazmín, sino que lo peor que ella le daba calce. Tacho lamentó haber tardado tanto
- -ncararla; se había dormido, y ahora el cachetón lo hacía
-:era, pero no tendría ningún inconveniente en enfrentarse a ese cheto insoportable por ella. Lo único que He sitaba era una excusa, y la excusa llegó pronto.
Observó cómo Nacho, mientras hablaba de Punta New York con Jazmín, deslumhrándola, manoteaba botella de vodka de la barra de Barto, y disimulada: volcaba un poco en una jarra conjugo de naranja; lueg vio dos vasos y ofreció uno a Jazmín. Ésa era la opo dad que Tacho necesitaba.
—¿Qué haces? —le dijo de mala manera a Nacho, que miró absorto por el tono con que ese «cabeza» se atrev hablarle.
—¿Perdón? —respondió Nacho, tratando de expresar con ese término «¿sabes que soy Nachito Pérez Alzamenn hijo de Adolfo Pérez Alzamendi juez de la Nación?».
—¿Qué le das alcohol, chabón? —respondió Tacho, igr:- rando la intención que escondía la respuesta del otro.
—¿Pero qué te metes, flaco? —dijo en matoncito Nach
Era muy cobarde, pero tenía más amigos que Tacho ei la reunión. Desafiándolo y reafirmándose ante el resto, volvió a ofrecerle el vaso a Jazmín, que estaba tensa y, a la vez. halagada por esa disputa de la que era la figura central Tacho, entonces, le sujetó con fuerza el brazo y le sacó e vaso.
—Tiene quince años, no toma alcohol.
—¿Qué te pasa, Tacho? —protestó Jazmín—. Soy grande y hago lo que quiero, ¿ok?
—¿No te avivaste de que te quiere emborrachar para avanzarte?
—Thiago, man... —apeló Nacho, para que el anfitrión pusiera fin al exabrupto de su contrincante—. ¿A ver si lo ubicas a este villero?
A Tacho lo indignó por igual el mote de «villero» como la cobardía de Nacho al acudir a Thiago.
—¿Qué lo llamas a Thiago, cagón? —le largó en la cara, irguiendo el pecho y avanzando dispuesto a iniciar una pelea.
Thiago y Rama advirtieron la situación e intervinieron. Viéndose fuera de peligro, Nacho empezó a provocar.
—Te voy a matar, villero, cabeza, ¿qué me hablas así?
Tacho se encegueció, y tuvieron que intervenir Ito y Zeta, además de Rama y Thiago, para frenarlo. Jazmín se puso histérica y comenzó a acusar a Tacho de desubicado. Y en el medio de esa escena tan sacada, Nacho casi se creía su furia y sus ganas de boxearlo, y pedía que lo soltaran cuando en realidad nadie lo sujetaba.
Rama logró apartar a Tacho y trató de calmarlo. A esa altura, la furia de Tacho había mutado en dolor. Ya no era la actitud de Nacho sino la de Jazmín la que lo indignaba. Thiago escuchó las explicaciones de Nacho, y le creyó, y casi arrepentido de haberlos invitado, fue a increpar a Tacho, pero en el camino se olvidó del mundo: en la puerta que daba a las habitaciones de los chicos estaba Marianella, radiante, con su hermoso vestido blanco, y una expresión tímida y nerviosa.
—Al final viniste —dijo Thiago, encendido.
—Al final vine —atinó a contestar ella, rogando i no agregara nada más, pues se creía incapaz de sostei diálogo coherente.
—Vení, pasa —completó él.
Ella sonrió y comenzó a avanzar hacia Jazmín, estaba más allá, increpando a Tacho, pero Thiago, que no esperaba que ella viniese, no estaba dispuesto a dejar : sar esa oportunidad que creía perdida, y la frenó, tome dola de un brazo.
—Espera —casi suplicó.
—¿Qué? —lo interrogó ella, mirándose el brazo, con ur expresión que no quiso ser reacia, pero lo pareció.
Él registró perfectamente el tono de su pregunta y la ge tualidad de su cuerpo, y la soltó.
—No, nada, quería charlar, nada más —necesitó acic rarle.
—Ah, bueno... —dijo ella, preguntándose de qué podrían charlar.
Ambos se miraron un instante. Eran dos extraños y, por esa razón, no tenían mucho de qué hablar, aunque a la vez había bastantes cosas de las que enterarse. Thiago rogó que se le ocurriera un tema para sacar urgentemente, y abrió la boca para hablar; a pesar de que aún no sabía qué decir, confió en que una vez dicha la primera palabra el resto vendría solo. Y así fue.
—No sabes, Tacho casi se agarra a trompadas con Nacho.
—¿En serio casi le acomoda los bulones? —dijo Marianella, aliviada de que él hubiera sacado un tema que no fuera ella.
Y así comenzaron a charlar, y charlando aprovecharon para mirarse, y admirar, mutuamente, esas sonrisas que los subyugaban.
Tacho y Rama sentían su noche perdida y estaban considerando irse a dormir. Tacho veía cómo Jazmín seguía nablando con Nacho, aunque no dejaba de mirarlo a él. Y Rama observaba cómo Marianella charlaba animadamente con Thiago, sin siquiera registrarlo a él. Pudo imaginar cómo en breve algo pasaría entre ellos, le daba mucha impoten:ia descubrir que para otros era tan sencillo hacer eso que z él le resultaba imposible. Por otra parte, la situación les recordaba lo que vivían a diario: el mundo era para los otros. Estaba considerando retirarse a su habitación, donde Alelí y Lleca jugaban con el hijo de Nico, cuando pasó algo que, nesperadamente, cambió su suerte.
Como era de esperar, el vestido con el que había tenido rae conformarse Tefi a último momento no le gustó, y pasó ás de dos horas eligiendo qué ponerse para lo que sería í noche perfecta. Como se le había hecho tan tarde, le pidió i su madre que la llevara. Julia la acompañó hasta la puerta. z rtolomé las recibió con extrema amabilidad, hizo pasar a rñ e invitó a su madre —siempre era bueno tener amigos n ogados— a tomar un café en la cocina con él, su hermana . su cuñado. Julia aceptó, ya era bastante tarde y era preferible esperar a su hija ahí mismo.
Tefi fue directo a la sala. Como oyó que estaba termiando de sonar un tema, prefirió esperar a que comenzara r siguiente; era más propicio para una entrada triunfal. Entonces cuando el siguiente tema comenzó a escucharse, ella avanzó hacia la sala desfilando como en una pasarella. pero tuvo una doble decepción: nadie pareció registrarla y, además, Thiago estaba hablando, animadamente, con la morochita desagradable de la Fundación. Esto la ofuscó tanto que tardó unos segundos en percatarse de que el vestido que la otra tenía era idéntico al que le habían robado a su madre el que debía haber sido suyo. Que esa chiruza le hubiera robado el vestido era gravísimo, pero que le robara a Thi era inadmisible. Fue directo hacia ella, y sin saludar la increpó:
—¿De dónde sacaste ese vestido?
—Ey, Tefi, ¿qué pasa? —dijo Thiago, sorprendido.
—¿Dónde lo compraste? ¿Lo compraste acaso? Porque ese vestido es carísimo, no sé vos de dónde habrás sacado la plata...
Thiago se molestó mucho con la inesperada actitud de Tefi, y percibió la incomodidad que empezaba a sentir Marianella.
—¿Qué te pasa, Tefi, estás loca?
No estaba loca. Mientras escaneaba de arriba hacia abajo el vestido, localizó la misma fallita que su madre iba a arreglarle. Ya no había dudas: era el suyo.
—¡Esta parda le robó este vestido a mi mamá! —gritó, y todos los presentes dejaron de hablar para observar la situación.
—¡Yo no robé nada! —se defendió Mar, mintiendo.
—Sí, robaste este vestido, ¡ladrona!
—Tefi, te estarás confundiendo... —medió Thiago—. Este vestido será parecido a alguno de tu mamá...
—No es parecido, ¡es éste! Hoy fui a buscar un vestido y elegí éste, y le pedí a mi mamá que le arreglara una fallita. Después mi mamá me dijo que entró una chica al local y que le robó el vestido. Y el vestido era igual a éste, y tiene la misma fallita, ¡en el mismo lugar!
—¡Yo no lo robé! —persistía Mar, mintiendo.
Jazmín la miró, compadecida, sabía perfectamente que Mar lo había hecho. Tacho y Rama se miraron, tensos.
—¡Mamá! —gritó Tefi, y Mar palideció—. Mamá está en la cocina, con tu papá; que venga ella y diga si Mar fue la que le robó.
Mar quiso irse, pero Tefi la frenó; Thiago quiso separarlas, y en medio del griterío se impuso la voz de Bartolomé.
—¿Qué pasa acá?
Todos giraron. En el pasillo que daba a la cocina estaba Bartolomé, detrás de él se asomaba Malvina, y detrás, Julia. Al mismo tiempo, desde lo alto de la escalera, apareció Cielo, también alertada por los gritos. Al ver a su madre, Tefi gritó.
—Ma, ¿no que éste es el vestido que te robaron?
Julia no necesitaba verlo, había reconocido a Mar. Le dio mucha pena tener que confirmar la acusación de Tefi.
—Sí, esa chica estuvo hoy en mi negocio, y me faltó un vestido idéntico a ése —comentó, se acercó a ella y miró el vestido de cerca. Con dolor, agregó: —Es el vestido que me robaron.
Estupor general.
—¿Cómo pudiste robar? ¿Cómo pudiste hacerle esto a mi papá? —dijo Thiago con desilusión y desprecio.
Mar se sintió morir. Vio la profunda decepción de Thiago en sus ojos. Vio el desprecio con el que la miraron todos los chetos. Vio la furia contenida de Barto. Y vio, en lo alto de la escalera, la expresión dolida de Cielo. Y fue en ese momento que se oyó la voz de Rama.
—Marianella no robó ese vestido. Lo robé yo —mintió.
Todos giraron y miraron a Rama, que avanzó y miró a Julia.
—A Mar le encantó el vestido, pero no se lo podía comprar. Yo se lo quise regalar, pero tampoco podía pagarlo. Perdón, sé que está muy mal robar, pero nada más quise hacerle un regalo a mi amiga. Ella no sabía que yo lo había robado.
Ese episodio dio por terminada una fiesta en la que casi nadie pudo cumplir con sus expectativas. Nacho se quedó sin la noche apasionada que anhelaba. Jazmín se fue sin conocer al príncipe dorado, Nacho había resultado ser un cheto insoportable. Tacho no sólo no había podido abordar a Jazmín, sino que además ella ahora estaba furiosa Tefi no podría despertar al día siguiente ninguna env: que nada había pasado con Thiago, y él no sólo no h podido derribar el prejuicio que Mar tenía sobre él, sirio había acrecentado, desconfiando de ella cuando eri cente. Mar había perdido de un cachetazo la chance de  tirse una chica normal. Pero Rama, sin proponérselo r logrado que Mar se percatara de su existencia, yse. ganado, definitivamente, un lugar en su corazón.
En medio del revuelo que generó el episodio del vestido, nadie más que Malvina se percató de la ausencia de Nicolás.
Habían estado charlando animadamente en la cocina, mientras tomaban un café, cuando Nicolás se excusó para ir al baño. Bartolomé estaba tratando de localizar a Justina, que no daba señales de vida, para que se apersonara en la fiesta y fiscalizara el meeting de los mocosos con los amigos de Thiaguito. Luego llegó Julia, y minutos más tarde se sucedieron los gritos, la discusión y todo el episodio desagradable del robo. Recién cuando casi todos los chicos se habían ido, Nicolás reapareció en la cocina, y extrañado preguntó qué había ocurrido. Luego de contarle brevemente los hechos, Malvina preguntó dónde había estado él.
—Fui a ver a Cristóbal, que estaba jugando con Lleca y Alelí.
—¡Great! —dijo Malvina, fingiendo creerle.
La verdad es que Nico había estado en otro lugar, haciendo otra cosa. Claro que fue al baño, pero cuando salió, vio la escalera de servicio que conducía a la planta alta. Pensó, rápidamente una excusa para entablar una charla con Cielo, y la encontró.
—¡Thiago invitó a los chicos de la Fundación a su fiesta! —le dijo a Cielo, que lo miraba sorprendida por su irrupción en el altillo.
—Qué bueno... —dijo ella, con la puerta entornada; le hablaba asomando apenas su rostro, aún sin entender la urgencia de Nicolás por ir a contárselo.
—No... —se excusó él—. Me pareció genial que Thiago
integre a los chicos, y te lo quería contar; sé que a vos . importan mucho los chicos.
—Sí, ¡es buenísimo! ¡Ojalá que se diviertan mucho! —dijo Cielo, haciendo ademán de cerrar la puerta. Pero él la frenó.
—Espera.
—¿Qué pasa?
—Necesito decirte algo.
—No, ¡no necesita decirme nada! —exclamó ella, anticipándose a lo que él le diría.
—Sí, Cielo, por favor. No puedo seguir haciéndome e. tonto.
—Lo que tiene que hacer es ir con su novia.
—Lo que tengo que hacer es jugarme por lo que siento.
—¡Me parece excelente! —replicó ella—. Vaya con la doñita Malvina, y juegúese con ella por lo que siente, ¡por ella!
Y cerró la puerta. Sabía que, si abría esa puerta, ya nc podría cerrarla. Y sabía, además, que como consecuencia de eso Malvina sufriría un dolor indecible. Y Cielo no podía permitirse lastimar a nadie, aunque fuera a una mujer hueca frivola y un tanto asquerosa. Cielo jamás le haría lo que nc le gustaría que le hiciesen a ella.
Frustrado, Nicolás volvió a la cocina, y a su frustración se sumó la culpa por mentirle de esa manera a Malvina. Entonces fue a buscar a su hijo y regresaron al hotel. Allí estaba Mogli, que dormía acostado sobre el piso y despertó alerta; luego miró a Nicolás, que acostaba a su hijo. Cristóbal murmuró entre sueños:
—Pa, vamos a tener que mandarle a mamá la dirección de la nueva casa para que me escriba...
—Sí, hijo, mañana se la mandamos —respondió Nicolás mientras lo arropaba.
Y enseguida, como instintivamente, miró a Mogli, que negaba, en abierto desacuerdo con la mentira que Nicolás sostenía ante su hijo.
Los primeros años de vida de Cristóbal, Nicolás no tuvo demasiado tiempo para pensar. Carla había desaparecido a ios pocos días de nacido su hijo y nunca más habían vuelto i verla. Nicolás no dudó un instante en hacerse cargo de ese ebé al que, aunque no era su hijo, le había dado su apellido. No bien producido el abandono, Nicolás intentó infructnosamente hallar al verdadero padre, Marcos Ibarlucía. No lo conocía personalmente, pero tenía noticias de su reputación: era un traficante de reliquias arqueológicas. Sin necesidad de haberse visto alguna vez la cara, le quedaba claro que eran antagonistas: Ibarlucía buscaba saquear precisamente lo que Nicolás quería preservar.
El nacimiento de Cristóbal coincidió con la época más i:iva de Nicolás viajes, conferencias, éxitos profesionales; :ro él no iba a dejar tirado a ese bebé al que ya amaba pro;r.damente. Y así fue cómo Cristóbal comenzó a deambuar de un lado para otro con su padre y su tío Mogli, el inconicional amigo de Nico.
El primer año de vida fue complicado, pero se las arreliaron. Casi no dormían, pues como buen padre primerizo exageraba los cuidados. El segundo año le resultó más rela-
ado; ya dormían mejor, pero Cristóbal había empezado a :aminar y a desarrollar su vocación exploradora. También empezó a hablar, y un día le dijo «papá». Nicolás no recordaba haberse emocionado tanto en su vida.
Pero a los tres años, Cristóbal empezó a hacer preguntas. Sorprendía a todos la claridad conceptual con la que el zequeño las formulaba. Y la pregunta tan temida comenzó i aparecer: ¿dónde está mi mamá? Nicolás había tenido empo para pensar cómo responderle, pero lo angustiaba
Lnto que siempre dejaba para más adelante la elaboración el discurso que sostendría ante el pequeño.
A los cuatro años, al comenzar a ir al Jardín, la pregunta tornó con insistencia. Todos sus compañeritos, o casi todos,
-man una mamá. ¿Dónde estaba la suya?
Nicolás consultó con una psicóloga, entendía que era un tema delicado y debía asesorarse para poder manejarlo. La especialista le hizo algunas observaciones que no convencieron a Nicolás. Buscó un psicólogo, que tampoco lo convenció, y buscó un tercero. Todos le decían, básicamente, que el niño no tendría problemas en procesar los hechos, en tanto él mismo pudiera tramitar el trauma que le había ocasionado el abandono de Carla. Nicolás se indignaba; él no tenía ningún trauma, él había superado perfectamente el hecho de que esa horrorosa y siniestra zorra momificada los hubiera abandonado para irse otra vez con el enfermo innombrable de Marcos Ibarlucía. Él tenía perfectamente superado el abandono de esa perra pestilente, su única preocupación era su hijo.
El último psicólogo al que consultó le dio una orientación más operativa para manejar el tema con Cristóbal:
—No le dé información que él mismo no requiera. Limítese sólo a contestar lo que le pregunte. Ésa es la medida de lo que está preparado para saber.
Nicolás le agradeció, y rechazó la invitación del psicólogo para comenzar un tratamiento y reafirmarse como padre; él no necesitaba ningún psicólogo para superar ningún trauma por el abandono de ninguna momia pestilente.
A los cinco años las preguntas eran incesantes. Y Nicolás había adoptado la política de limitarse a responder con la verdad a las preguntas de su hijo:
—¿Dónde está mi mamá?
—No lo sé, hijo.
—¿Cómo no lo sabes?
—No lo sé.
—¿Pero va a volver?
—No lo sé.
Hasta ahí era fácil. Doloroso, pero relativamente fácil. A Cristóbal no se le ocurría preguntar si él era su padre biológico, con lo cual, suponía, que no tenía ninguna necesidad de darle esa información. Pero llegó un momento en el que Cristóbal comenzó a poder expresar las inquietudes reales que lo asediaban y a formular planteos más abstractos.—¿Mi mamá me abandonó? —disparó un día. La pregunta petrificó a Nicolás, que en ese momento estaba en la cocina preparándole el desayuno. El televisor estaba encendido, y en el noticiario acababan de dar la noticia de un bebé que había sido abandonado en la puerta de un edificio de oficinas.
Nicolás captó de inmediato la asociación, y entonces se vio en un serio aprieto. Contestar que no sabía dónde estaba Carla o de qué color era su pelo; si era linda, gorda, flaca o alta, era relativamente sencillo. Pero contestar con la verdad si había sido abandonado, le pareció de una crueldad innecesaria. Cristóbal apenas tenía cinco años.
—No, hijo, tu mamá no te abandonó —mintió con compasión.
—Y entonces, ¿por qué no viene a verme? ¿Por qué no me llama?
—Porque no puede —inventó Nicolás tras un instante de duda.
Creyó que esa respuesta, dentro de todo, era sincera. A fin de cuentas el abandono de Carla respondía a una imposibilidad concreta de ella. Pero por supuesto Cristóbal no se contentó con esa respuesta y fue por más. —¿Por qué no puede?
Y ante el mutismo de su padre, fue el propio Cristóbal el que empezó a arriesgar hipótesis y a armar en su imaginación la que luego se convertiría en la inverosímil historia de su vida.
—¿Mi mamá está enferma? —preguntó. —Sí—dijo Nicolás apostando a que eso, de alguna manera, tampoco era una mentira. —¿Está muy grave? —Sí.
—¿Se va a morir? —preguntó angustiado. —No, no. No se va a morir. —¿Y no viene a verme para no contagiarme? —¡Exacto! De esa manera, Cristóbal fue convocando con su deseo
de saber una historia que su padre fue construyendo a tientas. En esa historia Carla había viajado a África cuando Cristóbal tenía pocos meses, y ahí había contraído una enfermedad muy contagiosa. Había sido aislada y estaba internada en un lugar muy lindo, pero del que no podía salir ni para hablar por teléfono, para no contagiar. Pero su madre no veía la hora de poder curarse para volver a ver a su hijo tan querido. Ese relato pareció atemperar la angustia del pequeño, y Nicolás sintió que no era una mala solución, aunque técnicamente fuera una mentira.
—Le quiero escribir una carta —propuso Cristóbal una tarde. Y a Nicolás le pareció una buena idea.
Le dio mucha ternura y compasión leer lo que el pequeño escribió de su puño y letra —Cristóbal leía y escribía desde los cuatro años—. Le decía que la quería mucho, que la extrañaba, y que ojalá esa carta le diera fuerzas para curarse y volver pronto junto a él. «Bauer es copado, pero en esta casa hace falta una mujer, ma», concluía.
Nicolás se ocupó personalmente de enviar la carta, y durante un tiempo su hijo pareció recobrar la alegría, como si esa sutil nube gris que lo había estado cubriendo hubiera desaparecido. Nicolás sintió que esa historia había logrado resolver, en parte, la angustia de su hijo.
Pero al poco tiempo la nube gris volvió, más oscurecida. Cristóbal estaba francamente angustiado, y había comenzado a tener actitudes insólitas: se peleaba en el colegio, rompía sus juguetes, le pegaba a Mogli, y tenía ataques de furia contra su padre, al que le pegaba patadas retorciéndose cuando Nico lo quería sujetar. Nicolás comprendió que lo que angustiaba a su hijo, una vez más, era la falta de respuesta de su madre. Fue por eso que tomó una decisión muy osada, con la que no habría estado de acuerdo ninguno de los psicólogos a los que había consultado, ni su amigo Mogli, ni Berta, su madre. Ni siquiera Nicolás, en otras circunstancias, habría aprobado esa idea. Pero no soportaba ver el dolor en los ojos de su hijo.
Y así fue cómo escribió la primera carta de Carla a su hijo. La escribió con su mano derecha —Nicolás era zurdo— la puso en un sobre con unas estampillas que había conseguido en uno de sus viajes por África, y fingió haberla recibido por correo. Cristóbal volvió a sonreír. Cada mes, cuando llegaba carta de su madre, Cristóbal estaba radiante, feliz. Curiosamente su madre acordaba en todo con su padre, por ejemplo con el tema de la ducha. Padre e hijo tenían un enfrentamiento diario por eso: Nicolás sostenía que debía ducharse todos los días, y Cristóbal que debía hacerlo cada tres. Había intentado negociar que se duchara día por medio, pero su padre se mostraba inflexible. Mucho le sorprendió cuando su madre le dijo en una carta que no olvidara bañarse todos los días.
A Cristóbal le llamaba la atención que su madre se las arreglara siempre para saber dónde estaban, y que sus cartas llegaran puntuales, una vez al mes, incluso a pueblos perdidos, en medio del desierto por los que pasaban apenas dos días cuando estaban en alguna excavación. Vivía convencido de que su madre era una capa.
Guardaba prolijamente cada carta en una cajita, que llevaba siempre consigo, y sólo esperaba el bendito día en que su madre se curara y pudiera venir a su encuentro. A partir de la llegada de las cartas, Cristóbal ya no tenía accesos de asma. Se sentía más seguro y protegido. A lo único que temía era a las enfermedades contagiosas.
Así llegó a cumplir siete años, y las preguntas se volvieron más difíciles. Nicolás suponía que pronto preguntaría cómo fue que él conoció a su madre y cómo decidieron tenerlo, cómo había nacido. Y ahí se vería en un nuevo problema: cómo explicarle que no era su padre biológico.
Cristóbal ignoraba por completo a Malvina, porque no aceptaba que su padre quisiera casarse con otra mujer. Aunque Nicolás le había explicado que antes de la enfermedad él y Carla habían decidido separarse; que, aunque se querían mucho, habían decidido no ser más una pareja; Cristóbal sostenía que, cuando su madre volviese, ellos volverían a enamorarse y a estar juntos, por eso no admitía que su
padre se casara con otra mujer. Sin embargo, eso había cambiado a partir de conocer a Cielo.
—Pa, si un día te querés casar con Cielo, por mi estaría todo bien —dijo Cristóbal de la nada, mientras desayunaban una mañana.
—Pero yo me voy a casar con Malvina, hijo.
—¡Ya sé, Bauer! —dijo Cristóbal como si fuera una obviedad—. Yo nada más te digo que si algún día te querés casar con Cielo, por mí, todo bien.
Eso era lo que Nicolás había querido decirle a Cielo esa noche. Que Cristóbal aceptara a Cielo como esposa de su padre no sólo hablaba del cariño que el pequeño sentía por Cielo, sino de la percepción que éste tenía del amor de Nico por ella.
—¿Te gusta Cielo? —había preguntado Cristóbal.
—Sí, claro —ésa había sido una pregunta fácil de responder con sinceridad.
El acto de arrojo de Rama le había granjeado la gratitud de Marianella, y desde entonces se habían vuelto inseparables.
—¿Por qué lo hiciste? —Para ayudarte —respondió Rama. —Sí, ya sé... pero ¿por qué? ¿Por qué siempre me querés ayudar?
—¿Cómo por qué? ¡Porque sos mi amiga! —respondió Rama con cobardía. Alelí, que desayunaba más allá, revoleó los ojos.
Excepto por la innegable gratitud de Marianella, el resto de las consecuencias de su autoincriminación fueron nefastas para Rama. Por un lado, Bartolomé estaba furioso; no le importaba si el vestido lo había robado Ramiro o Marianea, sólo lo enfurecía el hecho de que hubieran robado algo ara sí mismos y no para él y, tras cartón, que hubieran ablado de robo allí, delante de todos, con la connotación ue eso tenía. Eso le había valido el correctivo de dos noches i la celda de castigo, una diminuta jaula escondida bajo el sván de la escalera. También esto le había valido el desecio de Thiago y de todos sus amigos, que lo miraban con sdén. Pero lo que más angustiaba a Rama era la profunda decepción que veía en los ojos de Cielo. Ella no le había dicho nada al respecto, ni siquiera se había referido al incidente. Le hablaba como siempre, y lo trataba como siempre, sin embargo había en sus ojos una sutil, pero contundente diferencia: Rama la había defraudado. Cielo no quería decirle nada porque entendía que la vida no había sido fácil para ellos. Mar también lo percibió, y mortificada porque Rama sufriera las consecuencias de su delito, le pidió a Cielo que no estuviera enojada con él.
—Yo no estoy enojada con Rama.
—¡Pero lo tratas distinto, perna —insistió Mar.
—No estoy enojada.
—Sí, Cielo, te conocemos, te saltó la térmica con Rama...
—No estoy enojada —repitió—. Yo los entiendo. Sé que tuvieron vidas muy difíciles todos. Pero lo que me da mucha lástima es que no se agarren de la soga que don Barto o don Nico, o yo misma, les tiramos. En lugar de aprovechar eso, salen a robar.
Mar no pudo responderle como hubiese querido. ¿Cómo explicarle que para los chicos, Bartolomé, Nico y Cielo no significaban lo mismo? ¿Cómo revelarle cuál era el verdadero rostro del director de la Fundación BB a quien no le interesaba protegerlos ni salvarlos de los peligros y tentaciones de la calle? Como había ocurrido en muchísimas otras circunstancias, casi a diario, se mordió por dentro y bajó la cabeza, humillada e impotente. Una vez más la realidad quedaba oculta tras una sarta de falsos argumentos y las apariencias no los beneficiaban.
Bartolomé, por su parte, aprovechó el incidente para hablar con su hijo, y reiterarle el pedido de que no se juntara con los chicos de la Fundación.
—¿Entendés ahora por qué te planteo siempre lo mismo? Lo único que logras integrándolos es volverlos más resentidos. Los pobres purretitos ven todo lo que tienen ustedes, todo lo que ellos nunca van a tener, y se les salta la chaveta. ¡Del resentimiento a la delincuencia hay un solo paso!
Thiago tuvo que admitir que algo de lo que decía su padre era cierto. Él quiso tratarlos como iguales, pero no lo eran.
—La división de clases existe desde que el hombre es hombre, y existe por un motivo, ¡che! —completó con un desbordado cinismo.
Thiago se alejó para no discutir. Había un profundo desacuerdo entre padre e hijo: para Bartolomé la asistencia era caridad y consistía en limitarse a dar algún tipo de alivio a los necesitados. Para él, en cambio, la solidaridad implicaba achicar la brecha entre unos y otros.
Una tarde, Nicolás reunió a Cielo y a Thiago. Excluyó a Barto de la reunión por la sencilla razón de que no quería cargarlo con más preocupaciones. Nicolás explicó que lo que había ocurrido la noche de la fiesta no era un hecho aislado: él mismo ya había visto a los chicos, no sólo a Rama, robando a la salida del colegio. Cielo también confesó que así había conocido a Alelí.
—Y no son los únicos que equivocan el camino —agregó Nico con cierta dureza, mirando a Cielo, recordando el episodio durante el cual se habían conocido.
Cielo no había podido aclararlo en su momento, y creía que ya no tenía ningún sentido hacerlo ahora.
—Como sé que ustedes también le tienen afecto a los chicos, se me ocurrió que podemos hacer algo para ayudarlos. Mostrarles algo diferente, darles oportunidades —completó Nico.
En esa reunión surgieron dos ideas. La primera, propuesta por Cielo, fue hacer un festival de música. Las cosas en la Fundación estaban peliagudas, todos escuchaban a diario las lamentaciones de Barto al respecto. Con ese festival podrían recaudar dinero para que los chicos tuvieran acceso a una mejor calidad de vida. Además sería una manera de mostrarles un camino diferente.
La otra idea, propuesta por Thiago, fue tratar de conseguirles becas en su colegio. Entendía que si los chicos pudieran llevar una vida normal y pasar gran parte del día en el colegio, irían corrigiendo esos hábitos. A Nico y a Cielo la idea les pareció excelente, y adivinaron, pero ninguno dijo nada, que además de ayudar a todos, Thiago se entusiasmaba con la idea de tener a Mar como su compañera.
—Yo puedo ir preparándolos para que den el examen de nivelación —aportó Nicolás.
Cielo propuso que los chicos fueran a una escuela pública, pero Nicolás dijo que el Rockland, el colegio al que había empezado a mandar a su hijo, era excelente. Se trataba de
una inmejorable oportunidad de que los chicos pudieran tener un lugar allí.
—En esa escuela de copetudos me los van a discriminar, ¡don Indi! —dijo Cielo.
—¿Cómo me dijiste?
—Don Indi...
—¿Por qué me decís así?
—Porque se parece al de Indiana Jonses, que anda siempre con ese sombrero, buscando momias. ¿Le molesta?
—No, me encanta... —dijo Nico tan arrobado que ni siquiera advirtió la deformación que Cielo hizo del título de la película.
—¿Podemos seguir hablando de esto? —dijo Thiago impaciente.
—Ah él quiere seguir hablando de Mar... —bromeó Cielo.
—De todos. Y no los vamos a discriminar en el Rockland. No todos somos chetos huecos ahí.
—No, mi vida; si hay uno más como vos ahí, ya estamos salvados.
Decidieron mantenerlo en secreto hasta poder concretarlo. Se imaginaron la cara de felicidad de Barto el día que le comunicaran que los chicos irían al Rockland, y que además harían un festival para recaudar fondos para la Fundación.

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