Telefe y Xat

Telefe en vivo

Xat

Capitulo 6 Varios descubrimientos


Lee el capitulo 6 del libro "La isla de Eudamón" clikando a Leer Mas

En el loft, frente a la mansión, Nicolás no dormía esa noche. Tampoco lo hacía su amigo Mogli, ni su hijo Cristóbal Los tres estaban fascinados con un extrañísimo objeto llamado totecona.
Antes de regresar a la ciudad, habían estado en Indonesia siguiendo una pista que los conduciría a la isla de Eudamón, la mítica isla de la tribu de los prunios que no figuraba en ningún mapa, ni libro de geografía, ni de historia, y que, para la mayoría de los arqueólogos, era una fábula en la que el doctor Andrés Eneas Bauer, padre de Nicolás, había creído sin ningún sustento.
Nicolás, desoyendo toda advertencia, había seguido los pasos de su padre, convencido de la veracidad de esa historia. Demostrar eso sería una manera de reivindicar el nombre de su progenitor. Lo único que había conservado de él era su cuaderno con anotaciones sobre sus descubrimienos acerca de la isla y, siguiéndolos, Nicolás había viajado por el mundo, pero hasta aquel viaje a Indonesia las búsquedas habían sido infructuosas. Aunque, a decir verdad, en una cueva subterránea en las afueras de Jakarta habían hallado un objeto que los había alentado a seguir: se trataba de un pequeño huevo de nácar, con inscripciones talladas. Los símbolos eran, sin duda, símbolos prunios. Aunque el huevo de nácar no fue al principio significativo para dar con lo que buscaban, luego ocurrió algo que le dio un nuevo rumbo a la investigación y que sorprendió doblemente a Nicolás: las pistas estaban mucho más cerca de lo que imaginaba y, de alguna manera, Cielo tuvo que ver con todas ellas.
Todo comenzó un día en que Nicolás se encontraba con Mogli en el jardín trasero de la mansión estudiando el huevo de nácar, tratando de encontrar en él alguna señal. Por accidente, el huevo terminó estrellado contra el suelo cuando Cielo, intempestiva, salió de su carromato y chocó contra Nicolás. Él tuvo que mteuerse uara po Insultarla por haber destruido con su torpeza una reliquia arqueológica, pero luego quiso besarla de alegría cuando descubrió que en su interior se ocultaba la verdadera pista: un pequeño papiro con extrañas inscripciones.
Con la invaluable ayuda de Cristóbal, Nicolás pudo descifrar la pista: el papiro revelaba que en una reliquia de la dinastía Quenchui estaría, finalmente, el mapa con la localización exacta de la isla de Eudamón. Gracias a una maravillosa casualidad —¿existe tal cosa?— supieron que la valiosísima vasija quenchui era parte de una muestra itinerante de la embajada de Georgia, que por esos días se mostraría al público en el consulado local de dicha nación.
Decidió acudir hasta allí con su fiel amigo Mogli para tratar de llegar a la vasija. Por razones estratégicas debieron ir disfrazados de chinos, más precisamente, de china obesa Nicolás y Mogli, de joven mandarín. El objetivo era ganarse la confianza del encargado de seguridad de la embajada, afecto a las mujeres orientales obesas. Pero también quiso que los acompañara Cielo, a quien no necesitó darle demasiadas explicaciones. Una vez allí, y luego de una situación realmente vodevilesca, terminaron todos atrapados en una habitación secreta, llevándose a la fuerza la vasija y escapando por los ductos de ventilación.
Nicolás pensaba devolver la vasija una vez descubierto el mapa que contenía, pero nunca llegó a hacerlo ya que también fue destruida, una vez más, por la torpeza de Cielo. Ya no tan sorprendido, Nicolás descubrió, en la parte interior de los fragmentos de la reliquia, un mapa.
No fue fácil interpretarlo, ya que no tenía ninguna referencia espacial; y Nicolás sostenía que si el mapa indicaba la localización de la isla, debería ser en algún lugar entre Indonesia y Polinesia. Sin embargo Cristóbal creyó descubrir que ese mapa, en realidad, coincidía con un lugar mucho más cercano, precisamente un lago a unos veinte kilómetros de donde ellos estaban. Nicolás desestimó por completo esa teoría, ya que le resultaba inverosímil que la isla de Eudamón estuviera allí, en el sur del continente americano.
Pero tal como Nicolás temía, su hijo llevó a cabo su propia investigación, y desobedeciendo a su padre, fue hasta el lago al que, según su interpretación, refería el mapa. Claro que no fue solo, sino acompañado de sus, ya por ese entonces, amigos Lleca, Monito y Alelí. Como resultado de esa desobediencia, fueron atrapados por Mr. X, un empresario norteamericano, dueño de esas tierras. Y por supuesto fueron rescatados por Nicolás, Mogli y, por supuesto, por Cielo. Sin decírselo, Nicolás agradeció internamente la desobediencia de su hijo pues, de casualidad, en una cueva subterránea junto al lago, encontró lo que el empresario norteamericano estaba escondiendo: una construcción prunia en el interior de una cueva subterránea, y un aborigen.
Nicolás dedujo quién era ese aborigen apenas lo vio Arutmón Arunio, el último descendiente vivo de la tribu de los prunios.  lo tenía cautivo y había intentado forzarlo a abrir un compartimento secreto que había en la cueva. El aborigen había resistido a todos los esfuerzos de su captor. Una vez liberado por Nicolás, Arutmón dijo que a él sí le abriría el compartimento y todos los secretos que allí se escondían. Arutmón conocía a Nicolás y también conocía la nobleza de sus intenciones, sabía que buscaba la isla de Eudamón para cuidarla, no para comercializarla.
Accionando un complejo sistema de piedras encastradas en la roca de la cueva, Arutmón abrió el compartimento, y dentro de éste, con gran fascinación, Nicolás vio una piedra de unos treinta centímetros de diámetro, que tenía tallado un mapa. Arutmón le confirmó que era el verdadero mapa que conducía a Eudamón. Junto a él había una pequeña piedra de forma triangular, renegrida y de aspecto rústico. Arutmón la tomó con mucho cuidado y la colocó dentro de una caja de acrílico; se la entregó a Nicolás y le dijo que la piedra era una totecona.
Arutmón desapareció sin dejar rastros. Gracias a élv las tenía un mapa y una totecona, pero estaba tan per».. como antes. Estudiando el diario de su padre, descubrió cr_ ese objeto no era en realidad una piedra, sino una extraf sima aleación de metal hecha por los prunios.
El mapa tallado en la piedra tenía muchos símbolos, per en el centro había un pequeño agujero, le faltaba una parmínima que impedía interpretarlo correctamente. Cierto d. que Cielo visitó el loft para pedirle a Nicolás que por fa\ dejara de hablarle del coso y se ocupara de su propia momi es decir, de Malvina, quien por entonces ya estaba enyesa hasta el pelo, sin darse cuenta dejó olvidada la pulserita q siempre llevaba puesta, aquella que, aunque no lo recordar le había regalado su abuelo.
La pulserita quedó, casualmente, apoyada sobre la piedra-mapa que él estaba estudiando. Al levantarla, Nicolás comprobó con absoluta perplejidad que la medallita cor. extraños símbolos que colgaba de la pulsera encastraba perfectamente en el agujero del mapa. Milagrosamente, la pulsera de Cielo lograba completarlo.
Nico estaba doblemente sorprendido: por un lado, por alguna razón que por supuesto desconocía, Cielo estaba vinculada al misterio de Eudamón. Y por el otro, algo que jamás había pensado, las coordenadas del mapa señalaban que la isla se encontraba ubicada hacia el noreste, muy cerca de él, y tan lejos de donde supuso siempre que debería hallarse.
Aquella noche fría, Nicolás se asomó al balcón y miró hacia el noreste. Frente a él estaba la mansión, y precisamente en dirección NE se asomaba el altillo donde dormía Cielo, coronado por el gran reloj. Nicolás se preguntó qué isla podría haber en esa dirección. Ninguna. Lo más lógico era que buscara por otro lado, un lugar plausible de contener islas. Entonces decidió alquilar una lancha para recorrer el río que bordeaba la ciudad, siempre en dirección nocaja de acrílico; se la entregó a Nicolás y le dijo que la piedra era una totecona.
Arutmón desapareció sin dejar rastros. Gracias a él Nicolás tenía un mapa y una totecona, pero estaba tan perdido como antes. Estudiando el diario de su padre, descubrió que ese objeto no era en realidad una piedra, sino una extrañísima aleación de metal hecha por los prunios.
El mapa tallado en la piedra tenía muchos símbolos, pero en el centro había un pequeño agujero, le faltaba una parte mínima que impedía interpretarlo correctamente. Cierto día que Cielo visitó el loft para pedirle a Nicolás que por favor dejara de hablarle del coso y se ocupara de su propia momia, es decir, de Malvina, quien por entonces ya estaba enyesada hasta el pelo, sin darse cuenta dejó olvidada la pulserita que siempre llevaba puesta, aquella que, aunque no lo recordara, le había regalado su abuelo.
La pulserita quedó, casualmente, apoyada sobre la piedra-mapa que él estaba estudiando. Al levantarla, Nicolás comprobó con absoluta perplejidad que la medallita con extraños símbolos que colgaba de la pulsera encastraba perfectamente en el agujero del mapa. Milagrosamente, la pulsera de Cielo lograba completarlo.
Nico estaba doblemente sorprendido: por un lado, por alguna razón que por supuesto desconocía, Cielo estaba vinculada al misterio de Eudamón. Y por el otro, algo que jamás había pensado, las coordenadas del mapa señalaban que la isla se encontraba ubicada hacia el noreste, muy cerca de él, y tan lejos de donde supuso siempre que debería hallarse.
Aquella noche fría, Nicolás se asomó al balcón y miró hacia el noreste. Frente a él estaba la mansión, y precisamente en dirección NE se asomaba el altillo donde dormía Cielo, coronado por el gran reloj. Nicolás se preguntó qué isla podría haber en esa dirección. Ninguna. Lo más lógico era que buscara por otro lado, un lugar plausible de contener islas. Entonces decidió alquilar una lancha para recorrer el río que bordeaba la ciudad, siempre en dirección noreste, hasta encontrarla. Y una vez más fue su hijo quien le dio una idea brillante.
—¿No tendríamos que usar la totecona, pa?
—¡Es cierto! —exclamó Nicolás, y se acercó a la caja de acrílico que encerraba el extraño objeto.
La examinaron junto a Mogli. Arutmón les había dicho que la totecona los ayudaría en la búsqueda, pero ¿cómo? Lo mejor era investigar. Y con ese fin Nicolás abrió la caja de acrílico. Apenas lo hizo, comenzó a sentirse una suave vibración, y a oírse un zumbido. La totecona empezó a temblar dentro de la caja, y de pronto todos los objetos metálicos del departamento de Nico también empezaron a temblar. Los más pequeños, como las cucharitas de café, se desplazaron lentamente hacia la totecona, como si se tratara de un imán. Mientras la vibración y el zumbido crecían a ritmo geométrico, vieron, azorados, cómo decenas de objetos metálicos empezaban a volar y se pegaban contra las paredes de la caja de acrílico. Hasta que de pronto la totecona giró con precisión sobre su eje, se detuvo y marcó hacia el noreste. El objetivo era la mansión Inchausti; más precisamente, el altillo de Cielo.         
Cielo había visto casi todo en su vida, y era muy poco lo que podía sorprenderla. Sabía que la gente a veces hace cosas sin sentido, y bien conocía cierta manía que muchos tenemos de repetir, una y otra vez, los errores que nos hacen mal. Pero a Cielo no le cerraban las incoherencias; y que Rama, el chico dulce y sensible, que sólo soñaba con poder estudiar y darle una educación a su hermanita, hubiera saboteado su propio sueño el primer día de clases, le resultaba una incoherencia. Había algo raro, y Cielo no podía descubrirlo, pero sabía que, cuando su intuición se ponía alerta rara vez se equivocaba.
Era muy tarde como para estar en vela, pero esos pensamientos no la dejaban dormir, y se levantó a tomar un vaso de agua. En la sala, entre penumbras, oyó pasos que retumbaban y el inconfundible tintineo de las llaves que Justina llevaba colgadas en su cintura. Divisó su silueta y la de Bartolomé, que avanzaban como un rayo hacia el sector de los chicos. Porque temió que hubiera pasado algo malo, intentó seguirlos, pero comprobó que habían cerrado con llave la puerta que daba a los cuartos. Entonces salió al jardín y trató de entrar por alguna de las ventanas de las habitaciones. También estaban trabadas. Sin embargo, pudo ver desde allí que ninguno estaba en su cama. Eso la preocupó aún más. Volvió a entrar en la sala justo en el momento en que Bartolomé regresaba y, sin advertir su presencia, subió las escaleras. En ese preciso momento ella podría haberlo llamado para preguntarle si pasaba algo, pero por algún motivo su intuición le dijo que mejor no lo hiciera, que viera con sus propios ojos lo que ocurría.
Notó que don Barto había dejado sin llave la puerta que daba al patio cubierto. Una vez allí se extrañó aún más al descubrir que no había nadie. Ni en el patio, ni en las habitaciones. Nadie. Sólo vacío y silencio. Permaneció unos minutos más esperando, hasta que creyó oír un grito de Justina, apagado. «¡Silencio entierrro!», creyó oírla decir.
Cielo deambuló por toda la casa, incluso salió a la calle para buscar a los chicos, pero no había rastros de ellos. Ya muy preocupada, regresó al sector de las habitaciones para esperarlos allí. Unos minutos más tarde se oyeron esos ruidos metálicos que se oían a veces, y pocos segundos después inmensa fue su sorpresa cuando vio que una pared del patio cubierto de pronto se desplazaba, y a la vista quedaba una abertura de unos cuarenta centímetros, por la que asomó Justina. Vio, azorada, cómo el ama de llaves accionaba rápidamente una pequeña palanca escondida tras un macetero, y la pared volvía a deslizarse de manera tal que no quedaba ninguna señal de la abertura.
Justina salió disparada, muy urgida, sin ver a Cielo, quien caminó absorta hasta el macetero que ocultaba la palanca. La accionó con cierta facilidad, y luego de escuchar un suave click, la pared volvió a deslizarse, hasta dejar al descubierto la brecha. Lo que vio tenía el aspecto de una absurda pesadilla: un lugar repleto de máquinas de coser, mesas de carpintería, un horno para cocer cerámica, enormes carretes de hilos, telas, aserrín, trozos de madera por todos lados, pinturas, muchas cabezas de muñecas de cerámica y autitos antiguos desarmados. Y en medio de esos objetos, todos los chicos con sus rostros agotados y angustiados, trabajando sin parar, pero ya sin fuerza.
Cielo intentó esbozar una explicación para lo que estaban haciendo. Algo tan absurdo y completamente inusual a esa hora de la noche tenía que tener alguna explicación gica. Y como no encontraba la respuesta en su mente, menzó a hacer preguntas de manera desordenada, una tras otra. Los chicos balbuceaban y no se decidían a hablar improvisaban argumentos.
—Acá Justina y don Bardo nos trajieron para... —comenzó Monito, pero se calló cuando Tacho le apretó el brazo y le hizo un sutil gesto para que no hablara.
Cielo les pidió, les rogó que le explicaran cuál era el motivo que los tenía levantados, en ese lugar.
—¿Qué querés saber, Cielo? —dijo Rama, abatido.
—¿Qué es este lugar secreto? ¿Qué hacen acá, y a esta hora, con todos esos cosos, qué es lo que hacen? Por sus caras, algo me dice que nada bueno...
—No es bueno, pero tampoco malo... —titubeó Tacho, ya buscando la manera de encubrir la verdad.
—¡La historia corta, quiero! —gritó Cielo dispuesta a llegar a la verdad.
—Es el taller de los juguetes —dijo finalmente Rama, ya harto de mentir.
—Acá nos hacen trabajar —completó la confesión Mar.
Bartolomé había intentado dormirse en vano. Si bien los mocosos estaban en caja otra vez, se sentía como un malabarista chino haciendo girar demasiados platos a la vez. La Fundación y sus secretos, la camuca arribista que resultó ser Ángeles Inchausti alias Cielo Mágico, la bólida que no se casaba y encima ahora estaba hecha una momia por el accidente, Thiaguito que persistía en quedarse y encima era evidente que se estaba agarrando un tremendo camote de púber con la roñosa de Marianella... eran demasiados asuntos para un solo hombre. Cuando por fin estaba logrando conciliar el sueño, una vez más esos ruidos metálicos lo despertaron. Por las noches esos ruidos le resultaban fantasmales, inquietantes. Eran casi las cinco de la mañana y comprendió que ya no iba a poder dormir, bajó a la cocina a comer algo y al bajar vio a Justina, que cruzaba la sala como una flecha, y le resultó muy sospechosa su actitud. La siguió y entró en la cocina justo cuando ella terminaba de meterse por la puerta trampa escondida en el antiguo hogar a leña.
«¡¿Justina Medarda García con secretos?!»?, dijo para sí Bartolomé, y no pudiendo dar crédito a lo que veía, encendio la luz e intentó abrir la puerta trampa que ya se había cerrado.
Justina recorrió veloz los intrincados túneles hasta la falsa puerta de piedra que escondía el sótano donde vivía Luz, y entró muy preocupada. Que Luz la llamara a esas horas de la noche no era una buena señal.
—Me sentía muy mal, mami... —se disculpó con debilidad la pequeña al verla.
En efecto, estaba volando de fiebre. Justina no necesitó un termómetro para saber que tendría al menos treinta y nueve grados. Había estudiado los rudimentos básicos de enfermería para estar preparada para esas ocasiones, entonces le hizo abrir la boca y comprobó que tenía unas enormes placas blancas. Una angina virulenta, diagnosticó angustiada; lástima, no tenía en su botiquín los remedios necesarios. Hizo que la niña se tapara bien y le pidió que no se moviera, ella iría a buscar los antibióticos que necesitaba. Pero cuando volvió a abrir la puerta falsa, se topó con Bartolomé, que la miraba con expresión sombría. Justina ni atinó a ocultar lo que había a sus espaldas, él ya lo había visto todo: ese sótano absurdo, ambientado como un café concert, y a la pequeña niña, afiebrada, en su cama.
—¡¿What the hell is this?! —sólo pudo exclamar él, y Jusúna agachó la cabeza.
Justina bloqueó la entrada que se escondía tras la simulada pared de piedra, y se alejó hacia el otro extremo del pasillo, esperando que Bartolomé la siguiera. Él no lograba salir de su asombro, y su mente confundida intentaba anticipar una explicación lógica a lo que estaba ocurriendo. Viendo que él se mantenía junto a la puerta, le suplicó en voz baja.
—Venga, señor, por favor se lo pido...
Él la miró con desprecio, y se acercó lentamente, a escasos centímetros de ella, que no podía mirarlo a la cara.
—Lo escucho, señor —dijo ella con mucha congoja.
—¡¿Lo escucho, señor?! —replicó él, indignado.
—¡Hable bajo, por favor, que no lo oiga!
—¿Qué es este lugar? ¿Un teatro? ¿Hace cuánto tenes este cuchitril acá? ¿De dónde sacaste a esa chica? —y se detuvo al ver las lágrimas que empezaban a correr por las mejillas del ama de llaves. Una súbita e inconcebible idea se le impuso. —¿Es acaso tu hija? ¿Tenes una hija encerrada ahí? Estás más enferma de lo que creía...
Y la observó, esperando una respuesta. Algo muy grave estaba escondiendo, ya que Justina jamás lloraba, y sin embargo ahí estaba frente a él, llorando con desgarro.
—¡Habla, Justina! ¿Es tu hija? ¿Por qué la ocultas? ¡No lo entiendo!
Justina intentó hablar, pero no pudo, más lágrimas surgieron de sus ojos, y con una angustia y miedo contenidos durante años, estalló en sollozos. Ante semejante dolor, Bartolomé empezó a comprender que su mutismo no era sólo por lo que ocultaba, sino ante quién lo ocultaba: ¡él! Lloraba porque él había descubierto un secreto que le escondía a él. La idea, descabellada, impensada, cobró forma:
—No me digas que es... —y calló.
—Déjenos ir, don Barto —suplicó Justina entendiendo que era la única solución.
—¡¿Es?! —gritó con furia—. ¡Contéstame! ¿Es ella? ¡¿Es la hermana de Ángeles?!
Y finalmente, Justina ratificó con su llanto, su temblor y su contundente silencio esa inconcebible información. Bartolomé sintió como si le hubieran clavado agujas en la nuca, y comprendió que estaba a punto de sufrir un pico de presión. Algo mareado y tambaleándose, empezó a alejarse por el oscuro y húmedo pasillo. Ella atinó a seguirlo, pero él la frenó con un movimiento de su mano.
—No me persigas... déjame solo.
Y se fue, aturdido, caminando en zigzag. Justina se tapó la boca para que su llanto desgarrado no alarmara a Luz.
Cuando Bartolomé entró en su escritorio, sintió que los miles y miles de libros de la gran biblioteca que cubría las paredes de la habitación se le venían encima. Apagó la luz y se quedó, durante varios minutos, en silencio, sumido en sus pensamientos. Repasó una y otra vez aquella noche en el bosque, cuando Justina le ofreció ocuparse de la beba. Se reprochó, con severidad, no haberse percatado de la aberración que había hecho su secuaz en su propio sótano. Él había estado durmiendo, durante años, diez metros por encima de Luz Inchausti. Su nuca ardía, debería tomar una pastilla para la presión. Abrió la puerta del escritorio para salir a buscarlas, y allí estaba Justina. Ya no lloraba, pero parecía veinte años más vieja.
—¿Qué querés, Medarda? —dijo Bartolomé con desprecio.
Justina sabía que cuando él la llamaba por su segundo nombre había entre ambos una distancia insalvable.
—Quiero hablar —dijo ella con dignidad. Ya tenía pensada la estrategia a seguir ahora que todo había sido descubierto.
Entonces él la tomó de un brazo, con violencia brutal,
la arrastró dentro del escritorio, y cerró la puerta de un golpe.
—¿Vos te crees que esto se arregla hablando? —gruñó mostrándole los dientes, mientras la acorralaba contra la biblioteca—. Eras mi persona de confianza, ¡la única! ¿Y me venís a cavar semejante fosa?
—¡Perdón, perdón! —suplicó Justina, intentando arrodillarse.
—¡Sin escenas! —la cortó en seco Bartolomé—. ¡Decime por qué lo hiciste!
—¡Porque no pude! Era apenas una beba... inocente, en medio de ese bosque negro... ¡No pude dejarla!
—¿Vos... con ternura? —expresó Bartolomé incrédulo—. ¡No! Vos lo hiciste para quedarte con una heredera... ¡Querías estafarme y quedarte con mi herencia!
—¡Qué me importa su herencia! —estalló Justina—. ¡Lo hice por amor!
—¿Amor? ¿Vos, amor? ¡Si te da náuseas el amor!
—¡Ella me enseñó lo que es el amor! ¡Rescatar a Luz de ese bosque fue lo mejor que hice en mi vida!
—¿Luz? —preguntó Bartolomé absorto—. ¡Pedazo de cínica! ¿La encerraste en un sótano y la llamaste Luz? ¡Esa infeliz debería haber sido pasto de los lobos hace diez años! Ahora tenemos a las dos herederas con nosotros, ¿lo entendés?
—De mi nena me encargo yo.
—A ver si entendés... —advirtió Bartolomé—. Esa chica no existe...
—¡Con Luz no se meta! —le advirtió Justina irguiéndose, brava.
—Luz es ahora mi problema, y lo voy a solucionar a mi modo.
—Luz es mi hija, y usted no la va a tocar —dijo Justina marcando con intención su tono de amenaza—. Me importa un rrrábano su forrrrtuna ... Se mete con mi nena, ¡y lo hundo!
—¡Si yo me hundo, vos te hundís conmigo!
—No me importa... Usted acérrrquese a mi nena, ¡y yo hablo!
Los dos quedaron desafiándose con la mirada. Hasta ese momento habían sido una dupla sin fisuras, ahora eran dos enemigos acérrimos. Estaban casi respirándose uno en la cara del otro, cuando se abrió la puerta de un golpe, y entró Cielo, también hecha una furia.
—¿Cómo es eso de que hacen trabajar a los chiquitos? —les espetó sin preámbulos.
Bartolomé cerró sus ojos y se alejó de Tina, superado.
—Medarda, dale... Empezá a hablar... Cielo está esperando una respuesta.
Al borde del colapso, Bartolomé se mostraba sin embargo muy tranquilo, aunque no había dejado de fulminar con la mirada a Justina. Había entre ambos una secreta guerra que continuaba aún delante de Cielo.
—Dale, Medarda, habla. Cielo pide explicaciones.
—¿Usted quiere que yo hable, don Barrrto? —amenazó veladamente Justina, dándole a entender que con «hablar» se estaba refiriendo a todos los secretos que tenían.
—Claro, contale tus secretos —dijo Barto con tranquilidad, recogiendo el guante que Justina había tirado—. Le va a encantar a este ángel conocerte mejor...
Cielo miraba a uno y a otro con angustia creciente, ajena a la secreta guerra que se estaba librando entre ambos.
—¡¿Qué me tienen que contar?!
Bartolomé y Justina se miraron con odio contenido unos segundos, y luego Bartolomé continuó con su provocación.
—Empecemos por tu pregunta... Ese lugar que viste, el taller de los juguetes, es un conflicto que tengo con Justina —hizo una pausa, midiéndose siempre con su ama de llaves—. El viejo Inchausti —continuó— era un loco lindo, un inventor chiflado. Y tenía una fábrica de juguetes... Ante la crisis económico-financiera que estamos atravesando, a esta mujer le pareció bueno reabrir la fábrica para los chicos.
Justina permanecía muda, sopesando sus propias armas para su contraataque. Cielo estalló.
—¡¿Para los chicos?! ¿Hacerlos trabajar? ¡Eso es más bien explotarlos! —bramó, y ya dirigía todo su enojo contra Justina—. ¡En ese lugar hay un horno y todo! Es un peligro, ¡no es cosa de chicos! ¿Por qué hace esto? ¿Usted está loca?
—¡Por amor! —dijo finalmente Justina, desconcertando por completo a Cielo.
Se había desarrollado entre los tres un doble diálogo, incomprensible para quien no supiera la historia completa: Justina le respondía a Cielo, pero sus palabras iban dirigidas a Bartolomé.
—¿Qué? —preguntó absorta Cielo.
—Sí, todo lo que hice fue por amor —continuó Justina, ya mirando en la cara a Bartolomé—. Esas pobres criaturas... Quería darles una oportunidad... Un oficio, una herramienta para el futuro... ¡Ese taller es la oportunidad de rescatarlos! —exclamó con angustia creciente, y luego tomó a su señor de las manos—: ¡Perdón, señor! Perdón si hice mal, ¡perdón!
Y sin decir más se fue. Al ver que la puerta se abría, los chicos se tiraron con suma rapidez detrás de los sillones de la sala, evitando ser vistos por Justina, que salió disparada en busca de los antibióticos para Luz.
Dentro del escritorio, aún azorada, Cielo miraba a Barto.
—¿Usted estuvo de acuerdo con esa idea?
—Al principio no, che —mintió Barto, ya dueño de la situación—. Sentí lo mismo que vos... Es un peligro ese taller, pero la intención no estuvo mal, ¿no?
Cielo iba a decirle que había sido una total inconsciencia de su parte consentir esa barbaridad cuando, de pronto, comenzó a sentirse una sutil vibración, que rápidamente fue creciendo en intensidad. Las paredes empezaron a temblar, se oyó un zumbido potente, como de mil máquinas funcionando, y toda la mansión pareció sacudirse, como si estuviera ocurriendo un sismo. En la sala, todos los chicos se asustaron, los más grandes abrazaron a los más chiquitos. En su habitación, la momia Malvina sintió que todo se movía y atinó a incorporarse, pero terminó cayendo de bruces.
Thiago dormía profundamente y, como a veces le ocurría, se incorporó, sonámbulo, y empezó a gritar «niños y mujeres primero». En la cocina, de camino hacia el sótano, Justina tuvo que aferrarse para no caer. Desde su refugio Luz sintió como si la casa fuera a desplomarse sobre ella Toda la mansión temblaba y parecía colapsar. Bartolomé s puso de pie y se aferró como pudo a la biblioteca y, al hacerli sintió la vibración en sus manos, aún con más intensidac Comenzaron a caer libros de todos los estantes, y un viej cofre que estaba bien arriba cayó muy cerca de Bartolomé que conmocionado pegó un grito.
En ese mismo momento, en el loft de enfrente, la totecona giraba y se clavaba señalando hacia la mansión. Apabullado, Nicolás cerró la caja de acrílico, y todo se detuvo Las cucharitas, las monedas, los ganchitos las llaves, y todo los objetos metálicos que estaban pegados a la caja cayeror. de inmediato. Lo mismo ocurrió en la mansión: todo se detuvo y volvió a la normalidad.
—¡¿What the hell was that?! —exclamó absorto Bartolomé.         
Luz sintió como si la casa fuera a desplomarse sobre ella Toda la mansión temblaba y parecía colapsar. Bartolomé se puso de pie y se aferró como pudo a la biblioteca y, al hacerlo sintió la vibración en sus manos, aún con más intensidad. Comenzaron a caer libros de todos los estantes, y un viejo cofre que estaba bien arriba cayó muy cerca de Bartolomé, que conmocionado pegó un grito.
En ese mismo momento, en el loft de enfrente, la totecona giraba y se clavaba señalando hacia la mansión. Apabullado, Nicolás cerró la caja de acrílico, y todo se detuvo. Las cucharitas, las monedas, los ganchitos las llaves, y todos los objetos metálicos que estaban pegados a la caja cayeron de inmediato. Lo mismo ocurrió en la mansión: todo se detuvo y volvió a la normalidad.
—¡¿What the hell was that?! —exclamó absorto Bartolomé.         
Esa especie de terremoto despertó finalmente a Thiago, quien extrañado bajó para ver si había ocurrido algo. Al llegar al rellano de la escalera, vio cómo Cielo, su padre, y todos los chicos iban hacia sus respectivas habitaciones. Los siguió. Pero al llegar al patio cubierto se quedó pasmado ante lo que asomaba: una de las paredes del patio estaba corrida, dejando ver el taller oculto. Allí estaba Cielo, que iba señalando cada cosa que nombraba. Su padre que se paseaba cavilando por el lugar, y todos los chicos permanecían inmóviles, con sus cabezas gachas.
—¿A usted le parece que éste es un lugar para chicos? —exclamó Cielo con indignación—. Diga algo, vamos —continuó sin darle tiempo a responder, mientras se acercaba hasta el horno de cerámica y lo abría—. ¡Un horno! ¡Encerrados en un lugar con fuego! —exclamó, y después fue hasta la mesa de corte y tomó una gran tijera—. ¡Mire! ¡Para que se saquen un ojo! ¿Le parece que ésta es forma de aprender un oficio? No me diga que no fue una inconsciencia de su parte, ¡don Barto!
—Es difícil tener tantos chicos a cargo, Cielo... —intentó una defensa Bartolomé—, y además... ¿Qué es mejor? ¿Dejarlos en sus juegos o darles una herramienta para la vida? ;E1 trabajo nos hace libres, Sky!
—Herramientas para la vida eran las clases de don Indi, o mis clases de baile, o el corte y confección y la carpintería que les iba a dar Justina y nunca les dio...
—Justamente, decidió cambiarlas por esto, Cielitis...
—¡No puedo entender cómo usted estuvo de acuerdo! —bramó Cielo.
—Te imaginarás que no fue una decisión arbitraria... Lo hablamos mucho con los mismos chicos —dijo con cinismo y los congeló con la mirada, convocándolos a ser, a la vez víctimas y cómplices de su mentira—. ¿0 no, chiquilines?
Mar se miró con Rama, y ambos con Tacho, sabían que Bartolomé sólo estaba disimulando ante Cielo; cuando ella se fuera, las represalias serían severísimas. Entonces decidieron seguirle la corriente, y asintieron acordando con él
—¿Y a mí qué me importa si lo habló o no con los chicos? ¡Esto es cosa de grandes, don!
A punto de perder la paciencia con los planteos de Cielo, Barto iba a replicar, pero en ese momento vio a Thiago, que observaba todo desde el patio.
—¡Thiaguito! —exclamó, y el corazón comenzó a latirle cada vez más fuerte.
—¿Qué es esto, papá? —preguntó su hijo, azorado ante el taller.
—¡Ideas de Tina! Ella lo propuso y yo pensé que serviría para encauzar a mis chicos... Ok, se habrán quedado sin beca por la chambonada que se mandó Ramita, pero no podía dejarlos en Pampa y la vía, che... Algo había que enseñarles, un oficio, algo para que cuando ya no me tengan a mí, se puedan ganar la vida...
—Y bue... la intención fue buena... —dijo Cielo a Thiago, viendo que este punto podría enfrentar aún más a padre e hijo.
—Sí, suficiente por hoy, ya es tarde —se apuró Barto, creyendo que así Cielo iba a dar por terminado el asunto.
—No, suficiente nada, ya estamos todos con los ojos como el dos de oro, terminemos esto ahora mismo. Acá lo importante es ver si los chicos quieren aprender este oficio —dijo y los miró—. Hablen, ¿quieren o no quieren?
Los chicos se miraron entre sí, posiblemente sopesando que Bartolomé estaba en una situación de debilidad ante Cielo, y aún más ante Thiago. Tacho pensó que no podían desenmascararlo en esa oportunidad, ya llegaría el momento; entonces dijo, complaciente:
—Está bueno aprender un oficio.     
—Pero cuando uno tiene ganas... —agregó Marianella multiplicando exponencialmente el odio que ya le tenía Bartolomé.
—¡Eso! —exclamó Cielo—. Don Barto, de ahora en más aprende el que tiene ganas, ¿le parece?
Bartolomé no tuvo otra que asentir. Hubiera querido asesinarlas a ella y a Marianella con sus propias manos. Y luego a Justina, por idiota.
—Bueno, a ver, ¿quién tiene ganas de hacer esto? —y miró a los chicos buscando una respuesta.
La primera que se animó a responder fue Mar.
—La verdad... que no, yo no quiero hacer esto.
—Sí, no me gusta esto de hacer juguetes —se sumó Jazmín.
—Y menos que menos, muñecas Es un torre —acotó Lleca.
—¡Yo ni loco, panchos! —dijo despreocupado Monito, quien aún no había conocido la cara bestial de su tutor.
—Pensé que los estaba ayudando, chiquitos... —dijo Bartolomé con una triste sonrisa y unos ojos que prometían un severísimo castigo por esa insubordinación.
—Sí, más vale que sabemos que pensaba eso, don Barto —dijo Tacho, ya envalentonado por la revuelta—. Pero la verdad que no, no nos cabe ni ahí... y menos cuando lo tenernos que hacer a las cinco de la mañana.
—¡Eso! —exclamó Cielo. Ni hablemos de los horarios. A quién se le ocurre hacerlos aprender un oficio a estas -ras?
—Cosas de Justin... —acusó cobardemente Bartolomé—. Por eso de... a quien madruga, Dios lo ayuda...
—Muchas gracias, don Barto, pero no queremos más nacer juguetes —dijo Rama sonriente, pero todos enmudecieron y se pusieron serios al instante con la participación Thiago. —¡Ustedes son unos desagradecidos! No valoran nada; mi viejo les da todo, se mata por ustedes y ¿ustedes le pagan así? Vos, Rama, no sólo le arruinaste la posibilidad de estudiar a todos, sino que además... ¿no querés aprender un oficio? ¿Qué querés, que te mantengan toda la vida?
—Ah, ¡fundiste biela chabón! —saltó Marianella, ya indignada con Thiago—. Deja de meterte con Rama —lo amenazó.
—¿Qué defendés tanto a Rama, vos? —dijo Thiago sin pudor a mostrar sus celos—. ¿Tanto les jode que les quieran enseñar un oficio?
—¿Por qué no venís vos a aprender este oficio? —replicó Marianella con una bronca hacia Thiago un tanto exagerada.
—Sí, es muy fácil para vos, Thiago —continuó Rama—. Vos estudias en Londres, y tuviste plata toda tu vida.
—Sí, pero los ricos necesitan gente que les haga los oficios —agregó Jazmín.
Barto notó cómo, poco a poco, todos iban perdiendo el miedo, y decidió intervenir.
—¡Basta, no vamos a tener una disertación sobre la justicia social a estas altas horas de la noche! Gracias, Thiaguito, por tu defensa, pero esto lo manejo yo. Así que, chicos, yo propongo que sigamos con el oficio y vamos viendo...
—Permiso, don, pero yo propongo que al que le guste el oficio lo aprenda, y el que no que estudie... o que juegue mucho, que es lo más lindo que les puede pasar a esta edad. Que cada uno elija en libertad, ¿le parece?
—¡Totally! —dijo Bartolomé, que deseaba que esa noche terminara de inmediato—. ¡Son libres de elegir!
Todos se fueron a dormir, menos Justina. A pesar del gran revuelo de esa noche, más allá de la preocupación por el descubrimiento del taller clandestino, no había dejado de torturarse con la imagen de Luz, encerrada en el sótano, volando de fiebre.
Tras elegir entre varios antibióticos guardados en una caja, debajo de su cama, cuál le daría en esa oportunidad a Luz, Justina había empezado a cantarle una canción al oído, mientras le ponía paños fríos para bajarle la fiebre. Pero en medio del estribillo, la niña abrió grandes sus ojos afiebrados y enfocó un punto en la semipenumbra...
—Mamá... —exclamó débil y con una cuota de espanto.
Justina giró de inmediato en dirección hacia donde la niña, casi alucinada, estaba mirando. Ahí estaba Bartolomé, que observaba, perplejo, el otro descubrimiento de esa noche fatídica.
—Mamá... ¿quién es? ¿Es el general Bauer? —preguntó Luz aterrada.
Cuando Justina le contaba historias de la guerra, lo hacía utilizando nombres reales para sus personajes ficticios. En sus cuentos, el general Bauer era un cruel y despiadado oficial de las fuerzas enemigas. Cielo, «la casquivana», era la inhumana amante del general Bauer.
—¿El general Bauer? —repitió Bartolomé con una sonrisa sarcástica.
—No, mi amor... —contestó Justina, y a modo de explicación, le dijo a Barto—: Yo le he contado todo sobre las tropas enemigas.
—¿Es Mogli, «el sanguinario»? —preguntó Luz aterrada, provocando otra carcajada a Bartolomé.
—No, Lucecita, el señor es un... juez —dijo Justina, con doble intención, mirando a Barto—. Él juzga... juzga lo que está bien y lo que está mal. Él decide quién vive y quién no.
—¿Es malo? —preguntó Luz, que tenía sólo dos categorías para encuadrar a la gente: malos y buenos, amigos y enemigos.
—Soy justo —replicó Bartolomé, pero era una respuesta más bien dirigida a Tina—. Y no soporto la mentira.
—¿La guerra va a terminar, señor juez? —preguntó Luz angustiada. Era la primera vez que veía a un ser humano, además de su madre y los actores de las películas que miraba con avidez.
—¡La guerra! —exclamó Bartolomé, y miró a Justina—. ¿Estamos en guerra?
—Mi hija sabe perfectamente que afuera hay una guerra —dijo ella, y Bartolomé registró que, allí abajo, no pronunciaba exageradamente las erres.
—¡Estoy harta de esa guerra! —se quejó Luz—. Quisiera salir y ver el sol... Nunca lo vi.
—¡Tiene diez años y nunca vio el sol! Qué locura esta guerra, ¿no?
—Por favor, señor juez, no nos delate —suplicó Justina, y continuó, con su velada amenaza—. Si no, van a ser varios los que no van a ver más la luz del sol.
—Aprovechen lo poco que queda para dormir y descansen tranquilas, más tarde hablamos... señora —les recomendó, fulminando con la mirada a Justina, y se retiró.
Pero en verdad, con motivo de tantas revelaciones y sobresaltos, nadie volvió a dormirse. Ni Nico y su equipo pegaron un ojo ante el descubrimiento de la totecona, ni Bartolomé pensando en la traición de Tina, ni ésta pensando en las represalias que tomaría su amo. Tampoco durmió Luz, excitada por la fiebre y por haber visto por primera vez a un ser humano distinto de su madre. Tampoco durmió Malvina, que aún no había podido incorporarse del piso ni pedir ayuda. Todos los chicos estaban excitados por lo que se habían animado a hacer y, a la vez, asustados, pensando con qué nuevo plan arremetería Barto ahora que uno de sus secretos había sido descubierto. Tampoco dormía Thiago, pensando en lo que había visto, enojado por la ingratitud que veía en los chicos y, sobre todo, molesto por la vehemencia con la que Mar defendía a Rama. Tampoco durmió Cielo, que no dejó de dar vueltas en su cama: encontrarse de pronto con el taller había sido impactante, pero ya se le había ocurrido una idea para hacer algo al respecto. En realidad lo que no la dejaba dormir era otra cosa... Sentía que algo más se le estaba escapando y no llegaba a comprender de qué se trataba.
A la mañana siguiente, lo primero que vio Bartolomé al bajar las escaleras fue a Justina, que más oscura que nunca lo miraba, cruzada de brazos en la sala. Con una tensión creciente, se hablaron sin dejar de mirarse a los ojos, mientras él bajaba las escaleras.
—Buenos días, Justina. ¿Qué tal? ¿Hay sol? —preguntó con ironía Bartolomé.
—Para los que no están presos, sí —replicó ella renovando su amenaza de denunciarlo si él se metía con su Lucecita.
Sin dejar de amenazarse solapadamente, avanzaron hacia el patio cubierto. A su paso, Bartolomé tomó el diario que estaba sobre una mesa.
—¿Alguna novedad sobre el descubrimiento que hizo anoche la camuca arrrribista? —preguntó Justina con la esperanza de que las cosas volvieran a la normalidad, pero Bartolomé no estaba dispuesto a pasar por alto su propio descubrimiento.
—¿Qué cosa, no? La gente que guarda secretos en los sótanos de su memoria... y no puede sacarlos a la luz... Es muy retorcido, ¿no, Medarda?
—Tan retorcido como sacar los trapitos al sol —replicó Tina.
—¡Guerra en África, che! —exclamó sarcástico Bartolomé, mientras hojeaba un poco el diario, al mismo tiempo que caminaban—. ¡Qué cosa la guerra!, ¿no? Hay chiquitos que nunca llegan a ver la luz, un horror...
—Hay gente que pierde la libertad, otro horrrror —dijo Justina dejando las ironías de lado y amenazándolo frontalmente. 
La tensión, las indirectas y las advertencias se cortaron en seco cuando empezaron a oír ruidos y la voz de Cielo, que provenían del taller de los juguetes. Ambos se asomaron y quedaron demudados ante lo que vieron: con la ayuda de los varones, entre todos estaban arrancando las tablas de madera que cubrían las ventanas para que el taller no fuera visto desde afuera. Mar y Jazmín juntaban la mugre acumulada, mientras corrían las máquinas, haciendo espacio. Barto entrecerró sus ojos para defenderse de la luz del sol. Por primera vez, en años, entraba en el taller de juguetes.
—¡Sí, señor! ¡Luz del sol para todo el mundo! —exclamó Cielo feliz, y los vio—. Don Barto, doña Urraca, miren lo que estamos haciendo...
—Vemos, vemos... —dijo Barto demudado.
Cielo les contó que pensaban convertir ese lugar lúgubre en algo mucho más alegre. Habían colocado el horno de cerámica en un pequeño patiecito que había en el fondo del taller, y habían dejado las máquinas ahí apiladas; si alguien quería aprender el oficio, podría hacerlo. Pero ahora que ella había descubierto ese lugar, tenían el espacio que necesitaba, y no tenía antes, para sus clases de baile, que retomaría ese mismo día. Ahora, al abrir la puerta trampa, uniendo el taller con el patio cubierto, quedaba una amplio espacio en el que podían hacer de todo. Señaló a Lleca, Alelí y Monito, que empezaban a pintar con colores las paredes. Usaban con energía sus manos y también varios pinceles, se enchastraban, estaban todos felices y entusiasmados.
Barto aplaudió chiquito, fingiendo alegría, y se alejó con Justina pisándole los talones.
—Mientras usted y yo nos desgarrrrramos en un guerra interna, la camuca avanza, ¡señorrr! ¿Vio lo que hizo con nuestro bienamado tallerrr? ¿Vio cómo se insuborrrdinan los rroñosos? Señor, le está temblando el pulso, ¿no cree que es hora de poner en caja a esta chiruza?
—En eso estamos de acuerdo, Justin —dijo Bartolomé ya con otro tono de voz—. No sólo llegó la hora de ponerla en caja, sino de ponerla en una caja. Es tiempo de que, por
fin, no quede un solo Inchausti vivo. Tenes razón, estamos en guerra —aseguró, y se fue sin agregar una palabra más.
Justina se quedó sola, en medio del patio. Un río de hielo le recorría la espalda.
Thiago estaba un poco arrepentido de su exabrupto con los chicos. No pensaba en realidad las cosas que les había dicho, pero estaba enojado con Rama por haberles arruinado a todos la posibilidad de estudiar, y por eso había reaccionado como lo hizo. Los chicos, por su parte, se habían ofendido y lo ignoraban; era como si no existiese.
Unos días después de aquella noche en la que descubrieron el taller, Thiago vio a Rama y a Tacho acarreando pinturas hacia el patio cubierto, les ofreció su ayuda como un intento de acercamiento, pero ellos lo rechazaron dejando en claro que no tenían ningún interés en reconciliarse. Thiago abrió la puerta para salir a la calle y se topó con Tefi, que llegaba llorando. Pensó que era por la charla que habían tenido la semana anterior, en la que ella le había planteado, luego de una gran cantidad de rodeos y digresiones: «¿Qué somos, Thi?»
Thiago no tenía una respuesta para eso, por eso no contestó, y su silencio fue tomado como un «somos novios». Entonces tuvo que aclararle que, si bien lo habían pasado muy bien ese tiempo, él no deseaba ponerse de novio con ninguna chica. Tefi había desaparecido tras ese desaire, para reaparecer ese día, una semana después, llorando. Thiago sintió que toda la diplomacia que no había tenido aquel día bebería usarla ahora, pero se sorprendió al ver que no era ruptura el motivo del llanto de ella.
 La chica le explicó que unos meses antes de cumplir los quince años sus padres le habían preguntado qué quería de regalo, el viaje o la fiesta, y ella, obvio, había elegido el viaje fiesta era re grasa, y el viaje era lo más. Cuando llegó su cumpleaños, había viajado con su madre, Dolo y Delfu a Miami y Orlando, y lo habían pasado súper súper bien.
—No entiendo por qué lloras, Tefí... —la interrumpió Thiago.
—Porque ahora Dolo y Delfu igual van a hacer fiesta, y no es justo, porque ellas también eligieron viaje; sin embargo sus padres igual les hacen fiesta, ¡y mamá no me quiere hacer fiesta! —estalló en llanto Tefi.
—Bueno, Tefi... pero ya tuviste tu viaje... —intentó contenerla él.
—¿Pero por qué no puedo tener fiesta igual? Una reunioncita aunque sea... Pero no, mamá dice que en casa no hay lugar, y que me voy a quedar sin fiesta... ¡Todo por no tener lugar! —deslizó, finalmente, el motivo de su presencia allí.
Su intento de acercamiento tenía un doble objetivo. Necesitaba conseguir un lugar donde festejar su cumpleaños. Era cierto que su madre se negaba a llenar su casa de chicos pero, además, desde el día en que Thiago le manifestó que no quería ser su novio, lo único que Tefi había hecho fue esperar a que sonara su teléfono. Deseaba escuchar la voz de Thiago, arrepentido, diciéndole que quería ser su novio. Como eso no había ocurrido, decidió generarlo ella misma, pues como había leído en un libro re interesante, el destino se lo hace uno mismo.
Tefi quería que Thiago se conmoviera con su relato y le ofreciera su casa para hacer allí la fiesta. Sería un acto inequívoco de amor con el que terminaría, finalmente, aceptando que la amaba con locura y que lo único que quería era ser su novio. Sin embargo, Thiago no le ofreció su casa, y mucho menos le dijo que quería ser su novio.
Cielo y los chicos estuvieron unas tres semanas reacondicionando el antiguo taller de los juguetes, para transformarlo de un lugar lúgubre y siniestro, en uno luminoso y cálido. A los chicos les extrañaba mucho que Bartolomé lo
hubiera permitido, ignoraban que él estaba ocupándose de otros menesteres. Una vez más, gracias a Cielo, la Fundación se había vuelto un espacio un poco más feliz. Sin embargo, ella notaba que la tensión entre Thiago y los chicos no había cedido, aunque había registrado los intentos de acercamiento por parte de él.
Una tarde, en el momento en que ella acarreaba un gran equipo de música que había restaurado, Thiago se ofreció a ayudarla. Mientras caminaban hacia la flamante sala de baile, Cielo le preguntó por qué no se amigaba con los chicos, y él le explicó los motivos de su reacción, sobre todo con Rama; pero también reconoció la negativa de ellos a fabricar juguetes encerrados en ese lugar oscuro. Cielo lo invitó a las clases de canto y baile que ella estaba retomando, con la idea de continuar con la banda que habían comenzado el día del festival, pero Thiago sintió que no sería bienvenido.
—Los chicos me tratan con un poco de distancia —explicó.
—¡Entonces acorta las distancias! —le aconsejó ella y le sugirió una idea—. ¿Sabes que la semana que viene es el cumpleaños de Mar? Cumple quince años, es un buen momento para acercarte, ¿no?
A Thiago le encantó la idea, y creyó que organizándole un festejo volvería a amigarse con ella y con todos los chicos. Llegaron a la sala de baile donde estaban ultimando los detalles, todos miraron con recelo a Thiago mientras depositaba el equipo de música. Cielo, con naturalidad, le pidió a Mar que fuera hasta la cocina a buscar un alargue, y apenas salió, le dio el pie a Thiago para que hablara.
—Chicos, Thiago tiene una idea para proponerles —dijo guiñándole un ojo. Todos lo miraron con algo de desdén.
—Como la semana que viene es el cumple de quince de Mar... se me ocurrió que le podíamos organizar una fiesta sorpresa.
—Yo ya le estoy organizando una fiesta —dijo Rama, seco.
—¡Bueno, sumamos la tuya a la de Thiago y le hacemos un fiestón sorpresa! —acotó Cielo.
—¿Y tu viejo nos va a dejar hacerle la Tiesta acá? —preguntó Tacho.
—Obvio, Tacho... —dijo Thiago, le seguía molestando que pensaran tan mal de su padre.
—¡Diganlé que sí! —suplicó Monito—. ¡Con Thiago vamos a conseguir mejor morfi, panchos!
—Listo boncha —cerró el acuerdo Lleca.
—Cállense que ahí vuelve —dijo Jazmín al ver regresar a Mar con el alargue.
Ella miró a todos, que en ese momento disimularon bastante mal. Sin embargo, lograron mantener el secreto, y lo que iba a ser un sencillo festejo se fue convirtiendo en una gran fiesta. Aunque Thiago les reiteraba que su padre no se opondría a festejarle el cumple, los chicos tenían sus dudas, y mucho les extrañaba lo desaparecido que estaba Bartolomé desde la noche en que el taller había sido descubierto.
No era el hallazgo del taller por parte de Cielo ni su propio descubrimiento de la existencia de Luz lo que ocupaba a Barto ahora, si bien aún no lo había decidido, ya resolvería cómo desembarazarse de ambos problemas. Lo que lo había absorbido todos esos días era otro descubrimiento que hizo al día siguiente del temblor.
Aunque Cielo era la mucama, Justina no permitía que tocara nada de su señor: ni la ropa, ni la comida, ni la habitación, ni el escritorio. Justina se ocupaba de todas sus cosas. Pero desde el enfrentamiento que tuvieron por Luz, como represalia, había dejado de hacerlo, con lo cual el propio Bartolomé debió ordenar el caos que había quedado en el escritorio tras el temblor. Muchos libros habían caído, y en eso estaba, levantándolos del piso y acomodándolos, cuando descubrió un pesado cofre que nunca había visto antes. Se preguntó qué sería eso, no era suyo y presumió que estaría allí desde los tiempos del finado Inchausti. Al levantarlo vio que se había abierto, y en el interior había una extrañísima llave de metal, alargada, con un símbolo en la empuñadura.
No era una llave común, de una puerta común; tal vez fuera la llave de la ciudad, que alguna vez le habían dado al viejo Inchausti. Pero Bartolomé reconoció el símbolo de la empuñadura de la llave, una especie de escudo apoyado sobre un par de alas. Tardó unos segundos en recordar de dónde lo conocía, y con una exclamación de júbilo, corrió a la parte de la biblioteca que estaba detrás de su sillón. Había allí, detrás de unos libros, a la altura de sus ojos, una ranura debajo del mismo símbolo, tallado en la madera de la biblioteca.
Bartolomé la había descubierto muchos años antes y
había pensado que se trataba de una caja de seguridad dor :- la vieja Amalia, tal vez, guardaba dinero, pero nunca h podido abrirla. El cerrajero al que llamó le había dicho c _- eso no era una caja de seguridad, ni siquiera era una puer . Se había olvidado del asunto, hasta ese día.
La concordancia de los símbolos era auspiciosa... Me la llave en la cerradura, ¡y entró! Con gran expectativa _ hizo girar, se oyó un clic, y para su sorpresa, toda la par: giró sobre su eje, como una puerta giratoria, y de proír Bartolomé se encontró en el interior de una habitación Secreta, justo detrás del escritorio en el que se había sentac durante tantos años.
La habitación era cuadrada; las paredes, salvo la giratoria, que era una pared biblioteca, estaban revestidas cor unos paneles cuadrados, de unos treinta por treinta centímetros, de todos los colores, y en el centro de la habitación había una pequeña tarima, y sobre ésta, un extraño objeto que al principio Bartolomé no reconoció. Hacía mucho frío y olía a encierro.
Bartolomé estaba exultante; creyó, por fin, haber descubierto la bóveda de seguridad, donde la vieja guardaría muchos millones, y se entusiasmó con la idea de poder mandar todo al diablo y salir a recorrer el mundo en velero. Sin embargo, no había millones a la vista, sólo ese objeto, al que Bartolomé se acercó para mirar de cerca, y se llevó una gran sorpresa al ver que se trataba de un Simón, un juguete muy popular de los años 80, que consistía en imitar una secuencia de sonidos y colores que el juguete producía.
—¡Viejo loco! —exclamó, no sin fascinación, Bartolomé.
Una vez más comprobaba que la mansión era una caja de sorpresas, repleta de puertas trampas y pasadizos secretos. El viejo Inchausti había sido un niño grande, inventor, que se divertía con esas cosas. Intentando seguir la lógica del viejo Inchausti, Barto entendió que había protegido sus millones con ese Simón, y que tal vez, jugando, y logrando ganarle, las arcas se abrirían para conducirlo derecho al velero.
Lo encendió y, paca su sorpresa, el juguete funcionaba a la perfección. Comenzó una partida, el Simón encendió la tecla roja, haciendo un sonido. Bartolomé lo imitó... y así, repitió la secuencia que el juguete proponía durante varias movidas, hasta que se equivocó y escuchó el característico sonido que señalaba un error. De pronto uno de los paneles cuadrados que revestían las paredes se abrió y salió un enorme puño montado sobre un mecanismo retráctil, que le dio un fuerte golpe a Bartolomé en la nuca.
—¡What the hell! —exclamó dolorido y se frotó el lugar donde había recibido el golpe.
El mecanismo del puño se retrajo y la tapa de madera se cerró. Bartolomé maldijo al viejo loco e hizo otro intento. Esta vez perdió a las pocas movidas, y se agachó para evitar el puño, pero se abrió una tapa cuadrada, de otra pared, y otro puño, al ras del suelo, le pegó una fuerte trompada a la altura de los ríñones.
Durante varios días volvió a entrar en la habitación secreta a enfrentarse con el Simón y los puños, sin mejores resultados. Pasaba largas horas, día y noche, allí encerrado, obsesionado con ganarle. Hasta que un día recordó que Malvina, cuando era chiquita, había demostrado ser una talentosa jugadora de Simón. Su hermana nunca había servido para nada, pero ningún Simón se le resistía.
Corrió a buscarla. Malvina aún tenía yeso en la mayor parte de su cuerpo, aunque ya le habían retirado algunas vendas de la cara. La sentó en la silla de ruedas, con una pierna aún estirada por completo por el yeso, y con la ayuda de Cielo la bajaron. Cielo opinó que era pronto para sacarla de la cama, pero Barto adujo que la bólida necesitaba estar más acompañada. Despidió a Cielo y se encerró con Malvina en su escritorio. Pegó la silla de ruedas a la biblioteca y accionó la llave, Malvina pegó un grito cuando giraron junto con la pared. La pierna extendida se trabó cuando completaron el giro, y Bartolomé tuvo que hacer un gran esfuerzo para destrabarla, mientras le tapaba la boca para acallar sus gritos.           
Finalmente logró hacerla entrar en la habitación secreta, y la colocó frente al juego.
—¡Hace lo que sabes hacer, bólida! —la animó, y Malvina se puso a jugar.
—Medio que le perdí la mano, Barti —explicó ella tras fracasar tres veces.
El puño siempre aparecía desde un lugar diferente, y siempre le daba a Bartolomé. Pero finalmente Malvina logró vencer al Simón, que empezó a hacer una serie de sonidos festivos.
Mientras Malvina y Barto festejaban como dos chicos victoriosos, dos paneles cuadrados se abrieron, y asomó un estante con un viejo teclado de computadora y un monitor, que estaba ornamentado como un monstruo dentado. Un cursor que titilaba era la señal evidente de que estaba encendido.
—¿Una computer? —dijo Malvina extrañada.
—Del año del jopo, y disfrazada de juguete... —agregó Bartolomé más extrañado aún—. ¿Qué significa todo esto?
—Es tipo una escultura, Barti... —arriesgó Malvina—. Tipo con mensaje, ¿you know? Quiere decir algo así como que la tecnología es tipo un monstruo... un monstruo que devora... ¿Devora los monitores?
—¡No, bólida, acá hay algo gordo! Si no, ¿para qué el viejo loco metió una computer en este escondite y la protegió con un Simón? —le preguntó para hacerla entender de qué se trataba, y ya se envalentonó—. ¡Ah, no, a mí ni me pongas un misterio adelante, porque no me muevo hasta que no te lo resuelvo!
Bartolomé agradeció a Malvina por los servicios prestados. Cuando intentaba sacarla de la habitación, nuevamente se trabó su pierna enyesada con el borde de la pared giratoria, pero pudo destrabarla a tiempo y la condujo a la sala, donde la esperaba Nicolás, que había ido a visitarla.
Bartolomé volvió a su escritorio y cuando iba a hacer girar una vez más la pared, apareció Justina, increpándolo.
—¡Hablemos, señor!
—No tenemos nada de qué hablar —dijo él, no tanto por el enojo sino por la urgencia por regresar a la habitación y descubrir para qué servía esa computadora.
—¡Usted y yo vamos a hablarrrr y rrresolver este entuerrrrto! —prosiguió ella—. Yo le aseguro que mi Lucecita no va a ser un estorbo para usted y su herencia.
—Eso te lo aseguro yo. Ahora retírate, Medarda.
Ella se fue, mascullando impotente, y él entró raudo en la sala secreta. Pero como Justina había decidido que resolverían ese asunto en ese momento, retrocedió y volvió a entrar. Se quedó dura al ver cómo la biblioteca terminaba de cerrarse y que Bartolomé había desaparecido tras ella. Ofuscada, pero no sorprendida, pues nadie más que ella sabía que la casa estaba llena de puertas y pasadizos secretos, buscó en la biblioteca alguna palanca o mecanismo que volviera a abrirla. Le llevó varios minutos encontrarla, pero la halló: un falso libro. Lo movió y la biblioteca volvió a girar; del otro lado, Bartolomé se pegó un susto épico.
—¡Me diste un susto de la gran siete, chitrula!
—¡Con que secretitos, don Bartolomé! —dijo ella indignada.
—¡Habló la reina de los secretos! —replicó él—. ¿Conorías este secreto, Medarda?
—No —respondió ella examinando el lugar—. Pero deben r cosas del finado viejo loco. ¿Qué es eso? —preguntó señalando la computadora.
—No lo sé, una computadora del tiempo de Ñaupa. Pero no hace nada... —dijo apretando varias teclas a la vez—. Creés que esto será una caja de seguridad? ¿Habrá dinero escondido acá?
—Busquemos señorrr, busquemos mientras limamos asperezas —propuso ella, y lo miró—. ¿Qué son esos moretones que tiene en la cara?
—¡Locuras del viejo loco! Cada vez que haces algo mal, sale un guante y te da un sopapo... —explicó—. Dale, Justin, :ipeá, tipeá, vos...
—Qué cortés... —ironizó ella, entendiendo que él la mandaba a la vanguardia para evitarse los sopapos.          
—¿Me está diciendo descortés, señora traición —res pondió él.
—No se preocupe, mi señor, lo descortés no quita le cobarrrrde —y se puso a investigar la computadora mientras Bartolomé aún pensaba en el significado de su ironía.

0 personas comentaron esta nota:

Publicar un comentario

Share

Twitter Delicious Facebook Digg Stumbleupon Favorites More