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Capitulo 8 El espíritu de la verdad


Lee el capitulo 8 del libro "La isla de Eudamón" clikando Leer Mas
«Una tarde de otoño. El sol entra por la ventanita pequeña y sucia de la cocina. Hace frío, pero el solcito reconforta. El horno está encendido y huele a torta de limón. Mamá saca a torta del horno. ”¡Espera a que se enfríe para comerla!”, ne dice. Luego mamá sonríe mirándome comer la torta, mientras cose un vestido para mí. Mamá tiene una panza enorme y redonda como la luna. Mamá dice que voy a tener una hermanita.»
—Mi hermanita... despertó diciendo Cielo.
Ya estaba acostada en su cama del altillo, y junto a ella estaban Justina y Bartolomé, que se miraron con sus caras ¿esencajadas al oírla decir esas palabras. 
—Quédate quietita, Sky —dijo Bartolomé—. Te desmayaste, te diste un porrazo, y tenes flor de chichón, che.
—Para mí esta chica está anémica, señorrr.
—¿Estás comiendo bien, Sky? ¿No te salteas comidas, no? Hay que hacer mínimo seis comidas diarias, che...
—La nena... —insistió Cielo, aún entre sueños.
—¿Qué nena? —exclamó Bartolomé con su voz crispada.
—¡La nena, dice! ¿Qué nena? ¡Delira!
Cielo fue recobrando poco a poco su conciencia, y el sueño se fue desvaneciendo. Miró a Justina y a Bartolomé, con sus rostros preocupados, y sintió un bulto en el costado ¿e su cabeza, y un dolor agudo.
—¿Qué me pasó?
—Te desmayaste, Cielito —dijo Bartolomé con dulzura.
—¿En ese sótano?
—¿Qué sótano? —dijo Bartolomé y lanzó una carcajada—. Estás chitrula todavía, che!
—Ningún sótano —sentenció Justina.
—Te encontramos desmayada en la cocina, al ladito del hogar a leña; se ve que te golpeaste contra el filo de piedra, siempre le digo a Justin que hay que pulir ese filo, un día vamos a tener un disgusto.
—Había una nena... —insistió Cielo, pero ya confundida.
—Soñaste, mi querida —concluyó Bartolomé.
Cielo se convenció a sí misma de que había sido todo un sueño... el sótano, la nena, y la torta de limón.
—¿Y los chiquitos? Habían desaparecido...
—¿Los chiquis? Estaban jugando por ahí, che —dijo Bartolomé mirándose con Justina, disimulando el fastidio por lo que había ocurrido.
En el instante en que Cielo se desmayaba, Justina venía tras ella con una bandeja con la merienda para Luz y vio lo que allí ocurría. Con desesperación, soltó la bandeja, corrió hacia Luz, saltando por encima de Cielo, ya inconsciente en el piso, y volvió a meter a Luz en su sótano, reprendiéndola severamente por haber salido.
—¿Hablaste con ella? —le preguntó desesperada Justina a Luz.
—¿Quién es esa chica?
—Contéstame, ¿hablaste?
—No, me vio y se cayó. ¿Quién es?
—¡No importa quién es! ¡Te quedas acá y nunca más vuelvas a salir!
Encerró a Luz otra vez en el sótano y fue hacia Cielo, que estaba inconsciente. Empezó a arrastrarla por el pasillo, pero no hacia la entrada de la cocina, sino hacia unas escaleras que había a unos veinte metros de allí. La subió con gran esfuerzo por las escaleras de piedra, y abrió otra de sus puertas trampas, la que daba a su habitación. Con la respiración agitada, llamó a Bartolomé por ayuda, pero éste le contestó que tenía su propia emergencia.
—¡Resolvélo! —le gritó su amo.
Ella gruñó como un perro, recuperó el aire, y siguió arrastrando a Cielo hasta su altillo, rogando que nadie la viera en ese accionar, y, con un poquito de suerte, que estuviera muerta por la contusión.
La emergencia que tenía ocupado a Bartolomé se relacionaba con otro episodio. Como todos los días, estaba en la habitación secreta investigando obsesivamente la extraña computadora, con la esperanza de que ésta finalmente abriera algún cofre repleto de millones. Hasta el momento no había logrado ningún resultado, más que la música, las cámaras de seguridad, y la bola de espejos.
Estaba concentrado en el teclado, tratando de descubrir alguna combinación numérica, cuando percibió que uno de los paneles cuadrados que revestían las paredes se abría, y con estupefacción vio asomar por allí la cabecita rubia y despeinada del mini Bauer, como él llamaba a Cristóbal.
La sorpresa fue grupal: detrás de Cristóbal emergieron el floripondio maldito (Alelí) la rata rubia (Lleca), y el pequeño simio (Monito).
—¡Guau! —exclamaron fascinados Cristóbal y Monito al ver la habitación, como si no se hubieran percatado de la presencia de Bartolomé.
—¡Guau! —repitió Alelí, pero su exclamación se cortó apenas vio al director.
—Guau... —se sumó Lleca, tragando saliva, con los ojos de Bartolomé clavados en él.
—Guau, che —repitió Bartolomé con su rostro desencajado; su impulso era zamarrearlos, pero se contuvo por la presencia del mini Bauer.
—¿Qué es este lugar, Barto? —preguntó fascinado Cristóbal, mientras se acercaba a la computadora, como si el hecho de haberse encontrado allí fuera completamente natural.
—Este lugar no es apto para purretes, che —dijo Bartolomé mientras accionaba la palanca que hacía girar la pared biblioteca.
—¡Guau! —volvieron a exclamar los cuatro chicos c.r fascinación.
Bartolomé los hizo salir al escritorio, y mientras inc gaba cómo habían llegado allí, lo llamó Justina para iní marle que la camuca arribista había descubierto el sotan la tenía desmayada.
—¡Emerrrgencia, señorrr!
—¡Yo tengo mi propia emergencia, resolvé! —dijo supe rado Bartolomé, y cortó.
Luego miró a los chiquitos, y cuando Cristóbal quiso indagar sobre la habitación secreta, Bartolomé lo interrumpió.
—Rosca rosca, desenrosca, tira, tira, shhhhhh...
Los chicos lo miraron absortos.
—¿Cómo llegaron hasta acá?
—Por el sótano que hay atrás del coso ese de la cocir —explicó Monito, y Lleca lo codeó con sutileza.
Bartolomé ya había comprendido todo: habían descubierto la puerta trampa que la chitrula de Justina había abierto en el hogar a leña y, a través de esos intricados túneles, habían llegado a su habitación secreta. Bartolomé les hizo jurar que nunca más se meterían en ese lugar, y que además no contarían nada. Cristóbal se apuró a prometérselo, y salió corriendo en busca de su padre, urgido por romper cuanto antes su promesa. Barto sabía que Cristóbal era su único problema, a los otros podía obligarlos a callar.
Luego de amenazar a los chiquitos, Bartolomé acudió a. altillo, donde Justina ya había depositado a Cielo. Aún agitada por el esfuerzo, le refirió los hechos, le pidió a Bartolomé que dejara los insultos para más tarde y qué pensaran cómo resolver la situación.
—¡La vio! ¡Vio a la hermana! —dijo Justina con desesperación.
—¿Y qué, la golpeaste, la desmayaste?
—No, se desmayó sola. Y no reacciona... pero así, boleada como está, no para de decir «la nena... la nena... mi herrrrmanita». Creo que recorrrdó todo, mi señorr.
Bartolomé quiso insultarla, y ella le aseguró que luego
—¡Guau! —volvieron a exclamar los cuatro chicos c: fascinación.
Bartolomé los hizo salir al escritorio, y mientras mi gaba cómo habían llegado allí, lo llamó Justina para in: marle que la camuca arribista había descubierto el sotar. la tenía desmayada.
—¡Emerrrgencia, señorrr!
—¡Yo tengo mi propia emergencia, resolvé! —dijo superado Bartolomé, y cortó.
Luego miró a los chiquitos, y cuando Cristóbal quiso indagar sobre la habitación secreta, Bartolomé lo interrumpid
—Rosca rosca, desenrosca, tira, tira, shhhhhh...
Los chicos lo miraron absortos.
—¿Cómo llegaron hasta acá?
—Por el sótano que hay atrás del coso ese de la cocir_ —explicó Monito, y Lleca lo codeó con sutileza.
Bartolomé ya había comprendido todo: habían descubierto la puerta trampa que la chitrula de Justina hab abierto en el hogar a leña y, a través de esos intricados túne les, habían llegado a su habitación secreta. Bartolomé le hizo jurar que nunca más se meterían en ese lugar, y abadernas no contarían nada. Cristóbal se apuró a prometérselo, y salió corriendo en busca de su padre, urgido por romper cuanto antes su promesa. Barto sabía que Cristóbal era su único problema, a los otros podía obligarlos a callar.
Luego de amenazar a los chiquitos, Bartolomé acudió a altillo, donde Justina ya había depositado a Cielo. Aún agitada por el esfuerzo, le refirió los hechos, le pidió a Barrióme que dejara los insultos para más tarde y qué pensare cómo resolver la situación.
—¡La vio! ¡Vio a la hermana! —dijo Justina con desesperación.
—¿Y qué, la golpeaste, la desmayaste?
—No, se desmayó sola. Y no reacciona... pero así, boleada como está, no para de decir «la nena... la nena... mi herrrrmanita». Creo que recorrrdó todo, mi señorr
Bartolomé quiso insultarla, y ella le aseguró que luego podría hacerlo a gusto y piacere incluso ella misma lo ayudaría, pero ahora había que hacer algo. Se miraron, y concluyeron.
—¡Malatesta!
Cuando llegó el psiquiatra y le expusieron los hechos, éste contestó con un misterioso «mhumm», y pidió quedarse a solas con la paciente. Bartolomé le advirtió:
—Un solo indicio de que haya recordado y pasa a mejor vida.
Cielo vio entrar a Malatesta y sonrió.
—No era para tanto, Malajeta, un simple desmayito. A veces me pasa...
—Pero Bartolomé insistió en que te viera.
—Ese don Barto, ¡cómo se preocupa! —exclamó Cielo.
Malatesta le hizo un examen de rutina, le miró las pupilas y la lengua, le examinó el hematoma, y le indicó hielo. Y luego le propuso: «charlemos». Entonces ella contó los hechos como los recordaba.
—Salí del lavadero, vi que los chiquitos no estaban, los busqué... y ahí se ve que me desmayé, y soñé con un sótano... En ese sótano había una nena, hermosa, como sacada de una película antigua... y después soñé con mi mamá...
—¿Con tu mamá? ¿Recordaste a tu mamá?
—No —se angustió Cielo—. Soñé con ella, pero ya no me acuerdo de su cara. Cada vez que sueño con algo de mi pasado, apenas me despierto me olvido de todo. Sé que soñé con ella... y creo que en el sueño estaba embarazada... pero ya se me está yendo el sueño de la memoria...
Malatesta asintió, pensativo. Y luego se acercó, y en tono confidencial, le dijo:
—¿Podemos tener un secreto vos y yo?
—No me asuste.
—No te asustes, no es nada malo. Pero tiene que quedar entre vos y yo.
—Diga...
—Te voy a derivar a una clínica especializada en amnesia, creo que ahí te van a poder ayudar.
—¿Y por qué tiene que ser secreto?
—Cuando llegues a comprender bien el sentido de ta sueño, lo vas a entender —concluyó Malatesta misterioso.
Nicolás no le prestó ninguna atención cuando Cristóbal rntró corriendo para contarle su descubrimiento; estaba pendiente del teléfono, al que lo llamarían para darle los resultados del examen que le habían hecho esa mañana a Cristóbal.
—¿No me escuchas, Bauer? ¡Tenemos que hablar! —gritó exasperado Cristóbal ante la falta de reacción de su padre.
—Sí, sí, ya va, hijo.
—¡Ya es ya! —gritó el pequeño—. ¡Te estoy diciendo que encontré una habitación secreta en la mansión! Estoy seguro de que tiene que ver con Eudamón.
—Buenísimo, hijo —dijo Nicolás sin registrar.
—¿Estás sordo, Bauer? ¡Tenemos que ir ya a investigar esa habitación!
En ese momento sonó el teléfono, y Nicolás lo atendió antes de que timbrara por segunda vez. Se apartó un poco de Cristóbal y dijo:
—Hola.
—Doctor Bauer, le habla el doctor Lámar.
—Hola, gracias por llamar. ¿Ya tiene los...?
—Puede quedarse tranquilo, Bauer, su hijo no heredó la enfermedad de su madre. Está completamente sano.
Como un dique sobrepasado por el agua, Nicolás aflojó la tensión de tantos días. Con el teléfono al oído y el cable enredado, abrazó a su hijo, llorando, mientras no dejaba de agradecer al doctor Lámar por teléfono.
—Gracias, Lámar, gracias por todo... Gracias a usted, a su equipo, gracias a todas las enfermeras, a las secretarias del primer piso, a la recepcionista... Dígale muchas, pero muchas gracias a todos, son lo más, ¡qué equipo tiene, Lámar!
Cuando finalmente Nico cortó, extrañado por esa incomprensible reacción, Cristóbal se animó a preguntar.
—¿Qué pasa, papá?
—Pasa que te amo, hijo, eso pasa. ¡Ahora contame de esa pista que descubriste! —le respondió feliz.
Nico estaba tan dichoso que corrió con su hijo colgado de su hombro hacia la mansión, quería contarle a Cielo la noticia, a Malvina; quería complacer a su hijo con su investigación, quería hacer todo. La vida volvía a ser hermosa. Apenas llegaron a la mansión, se encontraron con Malvina; Nico la abrazó y la besó como hacía mucho tiempo no hacía, la apartó de Cristóbal y le susurró que su hijo estaba sano. y Malvina se emocionó, no tanto como expresó, pero alguna emoción genuina había en ella.
—¿Entonces ahora sí nos casamos? —le preguntó ella.
—¡Nos casamos ya, cuando quieras! —exclamó Nico, feliz.
Malvina corrió a buscar a Barti para que pusiera en acción sus influencias y contactos en el registro civil. Cristóbal insistió con la pista, pero Nico antes quería ir a contarle la noticia a Cielo, sin embargo cedió cuando vio el enojo de Cristóbal.
—Vení, se entra también por el escritorio de Bartolomé —le dijo el pequeño y lo condujo hasta allí.
—¿Sí? —se oyó decir a Barto cuando golpearon la puerta.
—Soy Nico.
—Pasa, Bauer.
Nico se asomó, en el escritorio estaba Bartolomé, reunido con Malatesta.
—Ah, perdón, no sabía que estabas ocupado.
—¿Necesitas algo, Bauer?
—No, no, puede esperar.
—¡No, no puede esperar! —se quejó Cristóbal.
—Hijo, Bartolomé está ocupado, después hablamos con él. Quiere hablar de algo que encontró... —explicó a Bartolomé, que sonrió tenso.
—El doctor Malatesta ya se iba —dijo cortante Barto.
Malatesta se puso de pie, miró a Nico algo intrigante, y se retiró. En ese momento sonó el celular de Bartolomé, y él atendió, disculpándose con una sonrisa
—¿Qué? No, con «b» larga, bólida, Blanco con «b» larga —y cortó. Miró a Nico, y sonrió a Cristóbal. —Decime, che...
—Dice Cristóbal que descubrió una habitación secreta... y como sabes, nosotros estamos haciendo una investigación, y él piensa que puede estar relacionada.
—¡Qué rico! ¡El mini Bauer arqueologuito! —festejó Bartolomé riéndose a carcajadas—. No creo, che... Sí, es una habitación secreta, pero no hay ninguna momia ahí adentro.
—¿La puedo ver? —preguntó Nico.
—¡Obviously! —dijo Barto, poniéndose de pie y haciendo girar la pared biblioteca.
Nicolás se sorprendió al verla girar, y miró con mucha curiosidad la habitación con sus paneles de colores, el pedestal con el Simón y la computadora con su monitor con forma de monstruo.
—Esto... —explicó Bartolomé— no es ninguna reliquia arqueológica. El finado Inchausti era un inventor, hacía juguetes, se divertía con estas cosas... Y éste era su rinconcito secreto.
—Qué curioso —dijo Nico fascinado, sin dejar de observar el lugar.
—Básicamente lo que tenía acá era el monitor de las cámaras de seguridad de la mansión... ¡Y lo habrá usado como escondite en sus trapisondas con las mucamas! —y se rio a carcajadas, pero se puso serio al ver que Nicolás le indicaba con un gesto que esos chistes no eran apropiados delante de Cristóbal
Aunque el hallazgo era muy interesante y simpático, Nico no halló relación alguna entre la habitación y Eudamón, y así se lo dijo a Cristóbal, que insistía.
—No, hijo... ¿qué puede tener que ver esto con Eudamón?
—¡Eso es lo que hay que investigar, pa Tengo una corazonada, vos siempre decís que hay que seguir las corazonadas...
—Es verdad —dijo Nico—. Si Barto te lo permite, seguí tu corazonada, seguí investigando y contame lo que averigües —le propuso para contentarlo.
—Cuando quieras, che —dijo Barto sin ninguna intención de volver a abrir su habitación secreta al mini Bauer.
Antes de regresar a su casa, Nico le pidió a Cristóbal que lo esperara, y fue a buscar a Cielo, a la que encontró en su altillo, aún convaleciente por el desmayo y el golpe. Nico se preocupó, pero ella le aseguró que estaba bien.
—¿Usted como está? Tiene ojitos contentos...
—¡Cristóbal está sano, Cielo! —exclamó Nicolás.
El rostro cansado de Cielo se iluminó, y lo abrazó, tan feliz y aliviada como él.
—¡Qué feliz me pone escuchar eso, Indi!
—Ya lo sé —dijo él mirándola con devoción—. ¿Y a vos qué te pasó?
—Me desmayé... y tuve otro sueño, ¿sabe? Soñé con mi mamá, pero ya me olvidé de todo...
—Cielo... no podes seguir escapándote de eso, tenes que hacer algo, esos desmayos y esos sueños no son normales.
—Voy a hacer algo, Indi. No diga nada, pero el doctor Malajeta me recomendó una clínica para desmemoriados.
—¡Excelente! —aprobó Nico—. Y contá conmigo para lo que necesites... tenes que reconstruir tu historia...
—¿Usted también es médico para desmemoriados? —bromeó ella.
—No, pero soy arqueólogo —dijo él—. Y eso hacemos los arqueólogos... Buscamos restos, objetos, pequeños retazos del pasado, para reconstruir la historia.
—Tal vez eso sea lo que yo necesito —conjeturó Cielo mirándolo fijo a los ojos—. Un piripipólogo que me ayude a reconstruir mi historia.
—Cuando vos me necesites, ahí voy a estar.
-¿Sí?
Ambos se miraban con un amor más grande del que
podían contener, hubieran vuelto a besarse si en ese momento no hubiera entrado Malvina.
—¡Gordi! ¡Sabía que estabas acá! Me imaginé que habías venido a contarle a mi ami Cielo lo de Cristis, qué bueno, ¿no? Ahora, ya que los tengo juntos, me muero muerta, ¡les cuento a los dos!
—¿Qué, Malvina?
—Hablé con un amigo de Barti, Luisito Blanco, con «b» larga, qué loco, ¿no? Bueno, este amigo tiene contactos en el registro civil y nos hizo un re favor.
—¿Qué favor?
—Nos consiguió un turno en el registro civil, ¡para ya!
—¿Cómo para ya? —dijo Nico un tanto tenso.
—Sí, gordi, ¡ya! ¡Nos casamos en tres semanas! ¿No es lo más?
Thiago y Tacho tuvieron un punto de encuentro, cuando una tarde confluyeron en la cocina, ambos de muy malhumor. Thiago buscaba algo que le provocara ganas de comer, parado frente a la heladera con la puerta abierta, mientras Tacho pintaba con fibrón negro sus raídas zapatillas negras.
Thiago percibió el malhumor de Tacho e indagó.
—¿Te pasa algo?
—Las minas me pasan —dijo Tacho con muchas ganas de hablar.
—Somos dos —dijo Thiago.
Tacho le refirió cómo Jazmín lo estaba volviendo loco. Él sabía que ella estaba tan copada con él como él con ella, pero «me delira, me histeriquea», manifestó. Le cortó cómo la había rescatado de las garras del imbécil de su amigo.
—Perdona que hable así de tu amigo.
—Todo bien, lo quiero mucho a Nachito, pero sé cómo es.
Tacho le contó sobre aquel beso, sobre otros besos, sobre algunas charlas, y por último le contó, ofuscado, la última y absurda negativa de Jazmín.
—¿Por qué no? —había preguntado Tacho, ofuscado, cuando ella lo separó con cierto dramatismo, mientras él la besaba.
—Porque lo nuestro es imposible.
—¿Imposible por qué? —se había irritado Tacho.
—Porque no sos gitano.
-¡¿Qué?!
—Eso, vos sos payo, yo gitana, y yo sueño casarme con un gitano.
Thiago y Tacho tuvieron un punto de encuentro, cuando una tarde confluyeron en la cocina, ambos de muy malhumor. Thiago buscaba algo que le provocara ganas de comer, parado frente a la heladera con la puerta abierta, mientras Tacho pintaba con fibrón negro sus raídas zapatillas negras.
Thiago percibió el malhumor de Tacho e indagó.
—¿Te pasa algo?
—Las minas me pasan —dijo Tacho con muchas ganas de hablar.
—Somos dos —dijo Thiago.
Tacho le refirió cómo Jazmín lo estaba volviendo loco. Él sabía que ella estaba tan copada con él como él con ella, pero «me delira, me histeriquea», manifestó. Le contó cómo la había rescatado de las garras del imbécil de su amigo.
—Perdona que hable así de tu amigo.
—Todo bien, lo quiero mucho a Nachito, pero sé cómo es.
Tacho le contó sobre aquel beso, sobre otros besos, sobre algunas charlas, y por último le contó, ofuscado, la última y absurda negativa de Jazmín.
—¿Por qué no? —había preguntado Tacho, ofuscado, cuando ella lo separó con cierto dramatismo, mientras él la besaba.
—Porque lo nuestro es imposible.
—¿Imposible por qué? —se había irritado Tacho.
—Porque no sos gitano.
-¡¿Qué?!
—Eso, vos sos payo, yo gitana, y yo sueño casarme con un gitano.
—¡Cualquiera!
—¡No te burles de mi cultura! —se había enojado Jazmín—. Ser gitana es todo lo que tengo, y yo voy a casarme con un gitano.
—¡Cualquiera! —había repetido Tacho, indignado y frustrado.
—Cualquiera —acordó Thiago cuando Tacho completó el relato.
—Sí, cualquiera, ¿no? —se sintió comprendido Tacho—. Las mujeres son cualquiera.
—Sí, las odio —confraternizó, enojado, Thiago.
—¿A vos qué te pasó?
—¿Sabías que Mar y yo...?
—Sí, todo el mundo lo sabía.
—¡Estábamos perfecto! —se quejó Thiago—. Después del cumpleaños, empezamos a salir... Estuvimos unos días re bien, felices... y de pronto...
—¿Qué? —había dicho Thiago azorado cuando Mar le dijo que no quería seguir siendo su novia.
—Sí, eso, ¿no entendés cuando hablo? Se empastó el cuento, se vino abajo la medianera, saltó la térmica.
—¡Habla claro, Mar! —se había enojado Thiago.
—¿Más claro? No quiero seguir siendo tu novia, se terminó, basta.
—¿Pero por qué?
—Porque sí... —había respondido Mar, y se había puesto un tanto nerviosa, algo ocultaba, pensó Thiago—. Vos y yo... somos el agua y el aceite. Vos cheto, yo no; vos carilindo, yo no; vos todo y yo nada, así que no va.
—¡Cualquiera! —había dicho Thiago, indignado.
—Cualquiera —concordó Tacho, aunque si bien no conocía las razones por las que Mar había dejado a Thiago, podía suponerlas: Barto.
—¿Vos las entendés?
—Imposible entenderlas.
—¿Sabes lo que tenemos que hacer nosotros? —dijo Thiago—. Salir de joda. ¿Cuántos años tenes vos, Tacho?
—Dieciséis.
—Yo también, somos muy chicos para ponernos de novio... ¿sabes toda la joda que nos falta?
— qm tv jaya to amigo tacivetón —puso Taoho cómo condición.
El proyecto de la salida masculina empezó a crecer, Rama se sumó, aunque estaba dolido por el desamor de Mar, entendía que Thiago no tenía ninguna culpa. Lleca quiso sumarse pero como no fue admitido, se enojó mucho.
—¿Por qué no?
—Porque sos muy chico.
—¡Tengo once! —gritó.
—Por eso —le respondieron.
Tacho no pudo evitar que se sumara Nacho, pero ya no le preocupaba; si el problema con Jazmín era que él no era gitano, Nacho tampoco lo era y, llegado el caso, la salida podía ser una buena ocasión para volver a descargar su bronca en sus cachetes. Lo único que les faltaba definir era el lugar.
Entonces ahí apareció Mogli, un tanto emocionado, y más entreverado para hablar que de costumbre; les costó mucho entender lo que les decía.
—Micola ser casarar, amainé cutú con Malamina, amigus le festejarar... —y buscó la palabra, y al no encontrarla, completó la frase en su dialecto—: Ambru da fine.
—¿Eh? —dijeron al unísono Tacho, Thiago y Rama.
—Micola... Mi-co-la... —se impacientó Mogli.
—Sí, Nico... —tradujo Thiago...
—Ser casarar con Malamina —repitió Mogli casi deletreando cada palabra, como si fuera un tema de velocidad.
—¡Que se casa con Malvina! —interpretó Rama—. Sí, ya lo sabemos.
—Amigus... —dijo Mogli señalando a todos y a sí mismo—. Le festejarar... —y volvió a buscar palabras, y se iluminó. ¿Solteru?
—¿Soltero? —dijo Tacho.
—Sisisí, solteru... ciao, ciao soltero, vain vora, adeus, chao solteru...
—¡La despedida de soltero! —exclamó finalmente Thiago comprendiendo.
—¡Ah, buana! —exclamó al fin Mogli.
Habían encontrado la ocasión perfecta para una noche de diversión, de algunas licencias y, sobre todo, de mujeres.
Cuando llegó el sábado, todos estaban ansiosos y con muchas expectativas por la despedida de soltero. El espíritu de la fiesta sobrevolaba la mansión. Rama y Tacho suponían, por un lado, que Lleca los fastidiaría insistiénáoles para ser incluido y, por ei otro, que Barto intentaría frustrar la salida con su hijo, pero ambas suposiciones resultaron infundadas. Lleca ni mencionó la reunión y fue a acostarse temprano, y Barto no les dijo nada, más allá de alguna recomendación sobre no tomar alcohol.
En realidad, a Barto le resultaba insufrible que su hijo saliera con los roñosos, pero no pudo decirle que no a Nico cuando le aseguró que los iba a cuidar y, además, estaba tan contento con el inminente casamiento que tenía el sí fácil.
Los chicos habían organizado paso a paso cómo sería la noche, y todos estaban ansiosos por conocer a Samira, una odalisca que Nacho se había encargado de contratar.
La experiencia comenzó en el loft de Nico, donde él los esperaba con cierto temor; sabía que su despedida iba a tener ciertos elementos rituales aportados por Mogli, para quien una despedida de soltero no era tanto una fiesta sino una ceremonia, y que también estaría cargada de la euforia adolescente de los invitados. Nico se preguntaba qué resultaría de esa mezcla.
Los chicos llegaron con una excitación que sobrepasaba lo que había imaginado Nico, lo sentaron en una silla, y comenzaron la transformación. Le quitaron la ropa y lo disfrazaron de bebote, aunque tuvieron que aceptar que Mogli le pusiera un collar tradicional hecho con dientes de hiena (animal sagrado zahori) y cola de lagartija. Luego, sin darle tregua, le estrellaron huevos en la cabeza y en el pecho, y lo rociaron
con harina. Cuando estuvo bien sucio y ridículo, lo sacaron del loft y lo subieron al jeep de Nico, que Mogli condujo hasta el lugar elegido para el festejo: un canto bar. Durante el trayecto no pararon de cantar y saltar sobre el jeep.
Al llegar al canto bar se subieron a las mesas y corearon cada canción, mientras esperaban su turno para subir al escenario; y la euforia continuó hasta que una mesera se acercó hasta ellos y Nico decretó que nadie tomaría alcohol esa noche. Todos se quejaron ruidosamente, la cerveza era una de las licencias que esperaban poder tomarse. Pero Nico insistió, y Nacho dijo que a los otros podía impedírselo, pero a él no, a lo que Nico respondió que sí en cambio podía decidir quién permanecía en su despedida.
—Micola tenerer razo, no non se toma alcolol, pero si se tomar bruetura... bebida sagradu.
Nico tradujo que todos deberían tomar «bruetura», una bebida tradicional zahori para la ceremonia prenupcial. Mogli sacó una pequeña vasija de cerámica de su morral y seis vasitos pequeñísimos, también de cerámica. Vertió una ínfima cantidad en cada vaso y luego ordenó que cada uno tomara el suyo. Todos lo miraron frustrados y algo asqueados; la bebida tenía un color muy poco tentador, pero Nico les explicó que no podrían desairar a Mogli y sus tradiciones. Entonces el grupo completo tomó el vasito y lo elevaron para brindar.
—¡Por Nico! —propuso Thiago. i
—¡Por Nico! —gritaron todos.
Y se bebieron de un trago la escasa cantidad de «bruetura» que les había servido Mogli. Al principio no sintieron nada, ni gusto siquiera; la bebida parecía agua, pero pocos segundos después comenzaron a sentir un calor que les subía desde el estómago y les brotaba por cada poro de la piel. Cuando Nico vio los rostros enrojecidos de los chicos y los ojos que parecían salírseles de la órbita, manoteó a Mogli por el cuello.
—¿Qué nos diste, Mogli?
—Bruetura... saca spírito de la festa afuara.
—¿Espíritu de la fiesta? —dijo Nico aterrado, viendo los chicos que ya se subían a las mesas, se sacaban las reme ras y las revoleaban como un poncho, y comprendió qu< hubiera sido preferible un vaso de cerveza antes que el brue tura ése.
Lo que siguió fue épico, y al día siguiente pudieror reconstruir un poco la noche a partir de algunas fotos que habían tomado. Estaban tan poseídos por el espíritu de le fiesta que todos alzaron en andas a Lleca cuando lo vieror entrar, se había escapado de la mansión y los había seguido.
—¿Qué haces acá? —preguntó Nico a los gritos, mientras entre todos lo tiraban hacia el techo.
El resto de la gente se divirtió mucho en el canto bar viendo a ese grupo tan heterogéneo, cantando y bailando sobre las mesas. Cuando les tocó el turno de cantar, subieron los siete al escenario, y comenzaron a entonar un popurrí de canciones de fiesta.
Al promediar la noche, el espíritu de la fiesta los fue abandonando lentamente, y todos empezaron a decaer.
—Spírito de la festa se va rápidu —explicó Mogli a Nico—. Ahora chega espirito de la verdá.
El espíritu de la verdad no era tan divertido como el de la fiesta, ni mucho menos. Poco a poco todos fueron bajando como la espuma de la cerveza. Lleca, que era el único que no había tomado bruetura, y su espíritu de la fiesta seguía intacto, intentaba levantarlos y reflotar la euforia, pero uno a uno fueron cayendo y, de pronto, fueron descubriendo que no había en sus corazones otra cosa más que un gran vacío que trataban de tapar con fiestas, gritos y euforia.
—Las mujeres son malísimas —dijo Thiago, acodado sobre Tacho, como si acabara de descubrir una verdad universal—. Porque una cosa es hacer sufrir, y otra es que te guste hacer sufrir. Las odio.
—Las minas lo que quieren es que las trates mal —sentenció Tacho—. Si las tratas bien, se vuelven jodidas.
—¡Man! —exclamó Nacho casi en llanto—. Soy el más lindo, el más millonario, el tipo con más onda, ¿por qué no me dan bola las minas?
Todos miraron a Rama, esperando su propio descargo, pero él no se atrevió a hablar, estaba abstraído por el profundo dolor que le provocaba la imagen de Mar.
Así es la ley... hay un ángel hecho para mí... Te conocí, el tiempo se me fue, tal como llegó...
Todos giraron, y vieron azorados a Nico, parado en el escenario, cantando la versión en español de Ángel, de Robbie Williams. Su voz estrangulada evidenciaba las lágrimas contenidas, era un espectáculo casi lamentable.
Y te fallé... te hice daño, tantos años... Yo... pasé por todo sin pasar, te amé sin casi amar...
La desesperada angustia de Nico angustió más a todos, jue ya se mecían al ritmo lastimero de la canción. La voz de ico se iba estrangulando cada vez más.
¿Y al fínal quién me salvó? El ángel que quiero yo...
Cuando quiso subir el tono para alcanzar el estribillo, la voz de Nico se quebró, y empezó a cantar llorando.
De nuevo tú, te cuelas en mis huesos... Dejándome tu beso junto al corazón.
Pensaba en Cielo, en esa belleza angelical que era su único bálsamo en los días tristes.
Y otra vez tú, abriéndome tus alas... Me sacas de las malas rachas de dolor.
Iba a casarse, iba a casarse con Malvina, dejando atrás a Cielo y todo su amor; podría mentirle al mundo, menos a sí mismo:
Porque tú eres, el ángel que quiero yo...
Para un espectador externo no era más que un grupo de jóvenes en la fase depresiva de la borrachera; pero Mogli, que los contemplaba con recogimiento, sabía lo que les estaba ocurriendo: el bruetura no convocaba al espíritu de la fiesta, sino que lo sacaba, lo dejaba ir, lo expulsaba, liberaba de esa necesidad evasiva, y finalmente enfrentaba con el deseo, con la verdadera necesidad, con aquel grito silencioso que desoímos cada día.
Cuando estoy fatal... Ya no sé qué hacer, ni a dónde ir...
Nacho no recordaba haber sentido angustia, y lo desconcertaban sus pensamientos, tenía una revelación: era tan invisible a las mujeres como lo era en su propia casa, para sus propios padres. Rama empezó a llorar cuando advirtió que detrás del dolor por el desamor de Mar había otro dolor, y otro desamor: el de su madre y su inexplicable abandono. Sin saberlo, Thiago compartía el mismo dolor, el abandono de Mar había revivido en él aquel abandono tan doloroso, el de Ornella. Tacho lloraba porque Jazmín le había dicho que era indigno de ella por no ser gitano, como había sido indigno para su familia el día en que lo cambiaron por un televisor.
El cuerpo se me va, hacia donde tú estás... Mi vida cambió, el ángel que quiero yo...
El enojo, el odio a las mujeres, la bronca no eran más que dolor, profundo dolor, y cuando odiaban a las mujeres, odiaban a aquellas madres que les habían dejado una marca profunda en sus almas. No eran más que un puñado de nenes
llorando y pidiendo a gritos por ese ángel de la guarda, esa madre que les había soltado la mano en medio de una avenida feroz.
Porque tú eres, el ángel que quiero yo...
Nico terminó de cantar con sus ojos inyectados en lágrimas, fue casi como una despedida. Mogli fue reuniendo a :odos, que se dejaron conducir por él. Regresaron en silencio y pensativos, sintiendo el viento fresco en sus caras, mientas Mogli conducía el jeep de Nico. Al llegar al loft, Mogli pagó por los servicios no prestados a Samira, la odalisca, rué los esperaba allí. Ninguno la miró ni se interesó por su famosa danza del vientre. Mogli se encargó de llevar a cada no a su habitación. Acompañó a Nacho y a Thiago a la habiación de éste, y los observó hasta que se acostaron. Luego buscó a Rama y Tacho, que habían quedado en la misma posición en la que los había dejado en la sala; Lleca los miraba absorto. Mogli acompañó a todos hasta sus camas, y apagó la luz cuando se acostaron. Regresó al loft, y cubrió ron una manta a Nico, que se había acostado en el sofá.
—Ella es un ángel —dijo Nico ya durmiéndose.
Mogli asintió y lo arropó. Luego salió al balcón y vio romo el horizonte se teñía de un púrpura furioso, pronto amanecería.
El lunes siguiente, luego de servir el desayuno a los chicos, Cielo salió de la mansión rumbo a la clínica especializada en amnesia. Como le prometió a Malatesta, no le explicó la verdadera razón a Bartolomé; adujo simplemente que debía hacer un trámite personal. La mención de «trámite personal» lo inquietó un tanto, pero estaba tan ocupado en organizar las mesas para la fiesta de casamiento que lo desestimó.
Cielo salió por la puerta principal y miró hacia el loft de Nico, la ventana estaba cerrada. Vio que había alguien trabajando en el local de la planta baja, y que las vidrieras, cubiertas hasta el día anterior, dejaban ver ahora algunas antigüedades. «Seguramente alquilaron el localcito», pensó.
Caminó unos pasos para mirar la mercadería más de cerca. «Qué lindas chucherías», dijo para sí al ver las antigüedades. Le llamó la atención que dentro del local estuviera Malvina charlando con un hombre joven, de pelo corto, buen mozo y muy elegante. Al descubrir a Cielo, Malvina le hizo una seña para que acercara y le dijo:
—Ah, Sky... te presento a James Jones. Es el dueño de este negocio, ¿no es divino?
—¿El local o James Jonses? —bromeó Cielo.
El propietario sonrió, y la saludó con un beso al presentarse.
—¿Inauguró hoy? —preguntó Cielo
—Estoy en eso.
—Me estaba comentando James que es soltero, Sky... Quien te dice, como vos estás sólita... En cualquier momento podemos hacer una salida de a cuatro, ¿no?
Cielo se escabulló de la situación incómoda con elegan-
El lunes siguiente, luego de servir el desayuno a los chicos, Cielo salió de la mansión rumbo a la clínica especializada en amnesia. Como le prometió a Malatesta, no le explicó la verdadera razón a Bartolomé; adujo simplemente que debía hacer un trámite personal. La mención de «trámite personal» lo inquietó un tanto, pero estaba tan ocupado en organizar las mesas para la fiesta de casamiento que lo desestimó.
Cielo salió por la puerta principal y miró hacia el loft de Nico, la ventana estaba cerrada. Vio que había alguien trabajando en el local de la planta baja, y que las vidrieras, cubiertas hasta el día anterior, dejaban ver ahora algunas antigüedades. «Seguramente alquilaron el localcito», pensó.
Caminó unos pasos para mirar la mercadería más de cerca. «Qué lindas chucherías», dijo para sí al ver las antigüedades. Le llamó la atención que dentro del local estuviera Malvina charlando con un hombre joven, de pelo corto, buen mozo y muy elegante. Al descubrir a Cielo, Malvina le hizo una seña para que acercara y le dijo:
—Ah, Sky... te presento a James Jones. Es el dueño de este negocio, ¿no es divino?
—¿El local o James Jonses? —bromeó Cielo.
El propietario sonrió, y la saludó con un beso al presentarse.
—¿Inauguró hoy? —preguntó Cielo.
—Estoy en eso.
—Me estaba comentando James que es soltero, Sky... Quien te dice, como vos estás sólita... En cualquier momento podemos hacer una salida de a cuatro, ¿no?
Cielo se escabulló de la situación incómoda con elegan-
cia, le deseó suerte al señor Jones con su negocio, y siguió su camino hacia la clínica. Al llegar vio a un hombre de unos treinta años, de pelo lacio y algo largo, castaño claro, que caminaba en dirección a ella, concentrado en unos papelitos de colores que venía leyendo con su cabeza inclinada. Cielo advirtió que iba tan absorto que no la había visto, y se corrió para que no la chocara; él, al percibir el movimiento, levantó la cara y la observó. Y Cielo a él. Tenía unos hermosos ojos algo achinados, y una sonrisa picara, como si viniera riéndose de algo que había recordado. La miró como reconociéndola.
—Hola —le dijo, aún impactado por la belleza de Cielo.
—Hola —respondió ella, un tanto sorprendida por el abordaje.
—¿Nos conocemos? —preguntó él.
—No —dijo ella.
—Yo soy Alex —se presentó mientras extendía su mano.
—Cielo —dijo ella, y se la estrechó.
Él miró la puerta de la clínica, frente a la que estaban parados, y preguntó:
—¿Venís a la clínica? ¿O te vas? ¿Trabajas acá?
—Vengo —dijo ella sonriendo.
—Ah, yo también —dijo él—. Adelante...
Y le abrió la puerta para dejarla pasar. Fueron hasta la recepción, donde a Cielo le indicaron un consultorio al final del pasillo hacia la derecha.
—Bueno, un gusto, Alex —dijo ella despidiéndose.
—Un gusto, Cielo —respondió él mirándola con intensidad.
Cielo caminó hasta el final del pasillo y esperó unos minutos frente al consultorio, hasta que un médico joven y muy amable la hizo pasar. El consultorio del doctor Ambrosio era muy luminoso y acogedor.
—El doctor Malatesta me contó tu caso, y me mandó tus estudios —comenzó el doctor Ambrosio—. La buena noticia es que no tenes ningún daño cerebral.
—Sí, eso ya lo sabía.
—Bueno, pero quiero contarte por qué es una buena noticia. En este lugar atendemos a mucha gente que tiene problemas de la memoria, como resultado de algún traumatismo o enfermedad neurológica. Los tratamientos en esos casos tienen algunos límites, hay veces que no podemos reparar partes de un cerebro dañado. En tu caso, tu cerebro está completamente sano.
—¿Entonces cuál sería la mala noticia? —preguntó Cielo.
—La mala, aunque en realidad no es tan mala, es que en tu caso la solución a tu problema no la tengo yo, ni ningún médico, ni la ciencia. La tenes vos.
—¿Por qué yo?
—Tu amnesia, Cielo, es producto de algún trauma emocional, psicológico. La única que puede desarmar y rearmar ese rompecabezas sos vos.
—¿Y cómo?
—Hablando. A través de la terapia. Si vos estás de acuerdo, comenzaríamos un tratamiento. Se trata sólo de hablar, que vos puedas hablar de todo: de lo que recuerdes, de lo que no, de lo que te pasó en el día, de los sueños, de todo. Sólo hablar. Nosotros te vamos a dar algunos ejercicios para tratar de estimular tu memoria.
—Ok. ¿Empiezo?
Hablar no era una dificultad para Cielo, y estuvo los siguientes cuarenta y cinco minutos hablando sin parar. Al terminar fijaron otro horario, y el doctor Ambrosio la despidió.
A la salida de la clínica volvió a toparse con Alex, que estaba otra vez concentrado en un papelito rosa que venía leyendo. Levantó la cabeza, la vio y sonrió.
—¿Qué tendrá ese papelito que te tiene tan concentrado? —bromeó Cielo.
—¿Perdón, nos conocemos? —dijo él sonriente. —Cielo —dijo ella extendiendo su mano, prendiéndose en su broma.
—Alex —respondió él también sonriente.
—Alex, no te olvides eso —le dijo una recepcionista.
—No, no —respondió él.
—¿Trabajas acá? —preguntó Cielo.
—Creo que sí —dijo él, sonriendo.
—Entonces nos veremos —dijo Cielo y salió.
Cuando se fue, Alex se acercó a la recepcionista, que le entregó una guitarra en su funda.
—Gracias por cuidármela —dijo él, y salió con su guitarra al hombro.
Cielo aprovechó que estaba en el centro para ir a comprar algunas cosas que necesitaba y, además, algún regalito para las chicas a las que veía medio caiduchas últimamente. De regreso atravesó una plaza para acortar camino. Se sorprendió mucho cuando vio nuevamente a Alex, sentado en un banco de la plaza, tocando Let it be en una guitarra, y tarareándola. El hecho de encontrarse por tercera vez en el día con ese hombre tan atractivo y simpático le hizo pensar en si no sería algún tipo de señal, aunque inmediatamente se dijo que la tristeza por el casamiento de Indi le estaría haciendo ver señales donde no las había.
—¿Médico y músico? —le preguntó acercándose.
Él la miró, sonrió, y dejó de tocar.
—Prefiero compositor —dijo él.
—¿Ah, sí? ¿Compositor? ¿Y estás componiendo?
—Sí, dijo él. Me estaba bajando un temón... Escúchalo, y decime si no es un temón.
Y volvió a tocar acordes de Letitbe y a tararear el tema. Cielo se rio, francamente; Alex le resultaba muy divertido.
—Sí, la verdad que sí. Un temón... va a recorrer el mundo ese tema.
—Bueno, no sé si tanto —dijo él con modestia, y volvió a mirarla.
Se miraron unos instantes, y ella finalmente dijo.
—Bueno... me tengo que ir, ya se me hizo tarde. Nos vemos...
—Alex —dijo él, como presentándose. Cielo se rio nuevamente de su chiste. ’ —Cielo —dijo ella siguiéndole el juego.
Una semana después, cuando Cielo salía para su segundí sesión en la clínica, se topó con Malvina, que la aturdió cor palabras. Estaba histérica, faltaba nada para su casamientc por civil, y tenía tanto, so much, que hacer. Iba a necesitai de Cielo a tiempo completo. Cielo explicó que ella debía salir, pero Malvina le dijo que no, que además de su ami, era la muqui, y que tenía que hacer 2o que ella, la señora de la casa, le ordenara.
—Yo tengo que salir —repitió Cielo. —¿Qué pasa? —dijo Malvina—. ¿Te pone mal mi casamiento?
—¿Qué dice?
—Digo... porque tenes una cara... ¡Helio! Me caso, Sky... Hay que encargarse de los invitados, del servicio, de los tres vestidos, uno para el civil, otro para la iglesia, otro para las cuatro de la mañana cuando sirvan la pata de cordero... Make up, cotillón, despedida de soltera, ¡¿no ves el estrés que da un casamiento?!
Cielo no pudo rehusarse, y tuvo que aplazar su turno. Ayudó a Malvina con cada tarea para su casamiento, y tuvo que soportar verla a los besos con Nico cuando él vino al ensayo de la ceremonia del civil, que sería allí mismo, en la mansión. Cielo advertía que Nico se sentía incómodo con su presencia, pero eso no atemperaba el dolor y enojo que le provocaba. Pero lo que realmente la sacó de quicio fue cuando Malvina, muy ceremoniosa, le propuso, delante de Nico, y por ser su gran ami, ser testigo de su casamiento por civil.
—Ahora me tengo que ir —fue la respuesta de Cielo, que salió apenas conteniendo la bronca.
Fue hasta la clínica, ya tenía un tema para hablar sin parar durante toda la sesión, y al ingresar se chocó con Alex que salía, una vez más concentrado en ese papelito que leía. El choque no fue fuerte, pero Cielo perdió el equilibrio y cayó, lo que acrecentó desproporcionadamente el enojo que ya traía.
—¿No mira por dónde camina? —gritó, y luego vio que se trataba de Alex, entonces se calmó un poco.
—Perdón —dijo él—. Venía distraído.
—Sí, siempre caminas distraído, vos—. dijo aún molesta por el choque.
—Perdón, ¿nos conocemos? —dijo Alex.
Ya era suficiente, al principio había sido divertido el ruste, pero a la cuarta vez ya no tenía nada divertido, menos on el día que ella había pasado.
—¿No te parece que ya cansa ese chistecito? —le largó directa.
—¿En serio nos conocemos? —dijo él un tanto preocupado.
—¡Basta, hombre! —estalló Cielo—. Sos re pesado con ese chiste.
—Perdón... —dijo él—. No sé, tal vez nos conocemos y... —dijo él estirando su mano hacia ella.
—¡No me toques! —gritó ella, que ya empezaba a pen-ar que él era una especie de enfermito—. Basta, no te me cerques.
—¿Qué pasa? —preguntó el doctor Ambrosio, que estaba erca de ellos e intervino al escuchar el tono de voz de Cielo.
—Nada, este hombre que se hace el gracioso...
—Parece que la conozco, doc... —dijo Alex.
—¿Y seguís con el chiste? —se enojó aún más Cielo.
—Cielo... si lo conociste, él no se acuerda —explicó Ambro-
3—. Alex es paciente de la clínica, tiene un cuadro de amnesia muy grave, se olvida de todo a los pocos minutos.
Cielo quedó demudada. Miró a Alex, que sonrió y le dijo jt enésima vez:
—Yo soy Alex.
Tacho sabía que su mejor virtud era su tenacidad. Sabía que no era inteligente ni muy habilidoso, pero esas carencias las suplía con tenacidad. Por eso decidió persistir con Jazmín, aun cuando ella seguía adelante con su negativa. Si el problema era que él no era gitano, habría que ser gitano.
Estaban en agosto, y los días más crudos de invierno se congelaba el patio cubierto; ante ese panorama, Cielo les había puesto calefactores en los cuartos a los chicos. Jazmín regresó aterida de frío de la calle, donde habían estado con algunos de los chicos y Justina haciendo los rumanos, y corrió a recuperarse del frío en su habitación calefaccionada. Al entrar, se encontró con un camino de pétalos rojos y blancos que conducían hacia una tela roja, colocada en la abertura que separaba ambas habitaciones; se oía una guitarra que tocaba unos acordes flamencos. Muy intrigada, Jazmín se acercó hacia la tela roja, pero se asustó cuando se encendió detrás una luz que reveló una figura en contraluz, al tiempo que estallaba un flamenco a todo volumen.
La sombra apartó de un manotazo la tela, y ahí estaba Tacho. Tenía pantalones negros muy ajustados, botas blancas, una camisa rojo furioso, brillosa, abierta hasta el pecho, sobre el que se apoyaba un rosario de plástico blanco. Lucía el pelo recogido, unas patillas pintadas hasta las mejillas, un sombrero negro de borlas, y una rosa roja entre los labios: era un perfecto estereotipo de gitano. Con afectación, se quitó la rosa de la boca y comenzó a bailar lo que él imaginaba que era el flamenco, cantando con su voz impostada sobre la canción que sonaba. En actitud de gitano recio, bailó cantando alrededor
de Jazmín, que lo miraba entre sorprendida y tentada. Tacho terminó su canción, se arrodilló ante ella y declamó:
—Ay, mi rosa de la Alhambra, rosa de la morería... Haré lo que tú me mandes, con tal de que seas mía.
Y permaneció en silencio, agitado, expectante de la reacción de Jazmín. Ella comenzó a reírse a carcajadas, por cierto no era la reacción esperada por Tacho.
—¿Estuve bien?
—Estuviste muy gracioso.
—Pero te maté, ¿o no?
—Muy gracioso —repitió ella.
—¿Ves que puedo ser un gitano?
—No... —dijo ella riendo—. Vos nunca vas a ser un gitano.
—¿Por qué no? —dijo él, ya enojándose, y poniéndose de pie—. ¿Qué me hace falta para ser gitano?
—Haber nacido gitano —dijo ella—. Igual me encantó —agregó sonriendo, halagada.
—Bueno, puedo ser tu falso gitano.
—No, Tacho —dijo Jazmín volviendo a poner la distancia de siempre.
—¡Córtala con esa guada de gitano y no gitano! —protestó él.
—¡No me jodas con eso! —concluyó ella la charla, amagó a salir, pero antes le aseguró—: Yo me voy a casar con un gitano, ¡un gitano de verdad!
Pero Tacho era tenaz. Entonces, si se trataba de ser gitano de verdad, sería gitano, y para eso sin pérdida de dempo, por puro impulso, se dirigió al sur de la ciudad, al Darrio de los tablaos, donde había una pequeña comunidad gitana. Entró en un tablao que estaba vacío, excepto por un tnciano que tomaba una copa de un líquido verde claro.
—Está cerrao —dijo parco el hombre, sin mirarlo.
—¿Usted es el dueño? Necesito hablar con un gitano.
El anciano lo miró extrañado, pero no contestó. Tacho e acercó, decidido.
—Usted parece muy gitano. Necesito pedirle un favor —y
con desparpajo tomó una silla y se sentó junto al anciano que lo miraba inexpresivo—. Mire, yo no soy gitano... —comenzó Tacho.
—Eso está a la vista —dijo el anciano, con una inflexión de la voz que denotaba que ya le estaba cayendo simpático Tacho.
—Por eso... —continuó Tacho—. No soy gitano ni ahí, pero me enamoré de Jazmín, gitana, hermosa, hermosa y gitana..
—Lógico.
—Y ella no quiere ser mi novia porque yo no soy gitano.
—Lógico —repitió el anciano.
—Entonces... lo que le quiero preguntar es... Usted que es re gitano y que debe saber todo sobre los gitanos... ¿nunca una gitana se puede casar con un pacho?
—Payo —corrigió el anciano, y agregó—: No, si quiere seguir siendo gitana...
—Ahá... —dijo Tacho—. ¿Y cómo puedo hacer para convertirme yo?
—¿Convertirte?
—Sí, al gitanismo.
El anciano se echó a reír con carcajadas tan estridentes que asustaron un poco a Tacho.
—Ser gitano no es una religión, payo —dijo el anciano—. Es una identidad, se lleva en la sangre, es herencia. Naces gitano y mueres gitano. Naces payo y mueres payo.
—¿Nada se puede hacer? —dijo Tacho desahuciado.
—Si de verdad la amas, puedes intentar volverte digno del corazón de una gitana. Puedes convertirte en un gitano más gitano que los gitanos. Puedes aprender nuestra cultura, nuestra música, nuestras tradiciones. Pero te llevaría toda la vida, y aun así, tu sangre no sería gitana.
—Pero sería bastante más gitano que ahora, ¿no? —dijo Tacho viendo una luz de esperanza.
—¿En qué comunidad vive tu gitana? —preguntó con interés el anciano—. Hay algunas que son menos ortodoxas que otras.
—No, no vive en ninguna comunidad. Es una chica huérfana que vive en la Fundación donde vivo yo.
—¿Qué fundación es ésa?
—La Fundación BB —respondió Tacho.
El anciano abrió grandes los ojos, y a continuación le dijo que debía irse.
Tacho regresó a la Fundación frustrado, pero no vencido. Él le encontraría la vuelta a esa imposibilidad y conseguiría ser gitano.
Thiago estaba convencido de que había algo extraño en la decisión de Marianella de terminar la relación, algo le había pasado, y él suponía que tenía que ver con cierto complejo de inferioridad. Por su condición, tal vez ella sentía que él no era para ella, y sólo quería jugar. Por eso le pidió consejos a Nico sobre cómo manejarse.
—Una mujer quiere creer siempre en el hombre que ama, que le genere confianza. Vos tenes que convencerla de que no se equivoca al creerte —le había dicho Nico, y le ofreció su loft para organizarle una cena romántica en la que pudieran hablar mejor.
En complicidad con Thiago, una noche Nico citó a Marianella en su loft, pero quien le abrió la puerta fue Thiago. Mar se puso tan nerviosa como cada vez que lo veía, e incluso más cuando comprendió que todo había sido un engaño, y vio la mesa ratona hermosamente decorada con unas velitas.
—Chau —dijo ella tensa al verlo, pero él la retuvo.
—No te vayas, Mar. Nada más quiero hablar con vos.
Ella se enterneció mucho cuando vio el caos que había dejado en la cocina.
—No tenía ningún sentido si no cocinaba yo —dijo Thiago.
La comida no estaba mal de sabor, pero de aspecto era peor que la comida que comía Mogli. Ambos comieron sentados sobre almohadones en el piso, y por primera vez desde que se conocieron, pudieron hablar bien.
—Quería entender por qué me dejaste, nada más.
—Se me empastó la bujía.
—Eso quiere decir muchas cosas, y no quiere decir nada, Mar. Yo lo único que sé es que estábamos bien, empezando
Thiago estaba convencido de que había algo extraño en la decisión de Marianella de terminar la relación, algo le había pasado, y él suponía que tenía que ver con cierto complejo de inferioridad. Por su condición, tal vez ella sentía que él no era para ella, y sólo quería jugar. Por eso le pidió consejos a Nico sobre cómo manejarse.
—Una mujer quiere creer siempre en el hombre que ama, que le genere conñanza. Vos tenes que convencerla de que no se equivoca al creerte —le había dicho Nico, y le ofreció su loft para organizarle una cena romántica en la que pudieran hablar mejor.
En complicidad con Thiago, una noche Nico citó a Marianella en su loft, pero quien le abrió la puerta fue Thiago. Mar se puso tan nerviosa como cada vez que lo veía, e incluso más cuando comprendió que todo había sido un engaño, y vio la mesa ratona hermosamente decorada con unas velitas.
—Chau —dijo ella tensa al verlo, pero él la retuvo.
—No te vayas, Mar. Nada más quiero hablar con vos.
Ella se enterneció mucho cuando vio el caos que había dejado en la cocina.
—No tenía ningún sentido si no cocinaba yo —dijo Thiago.
La comida no estaba mal de sabor, pero de aspecto era peor que la comida que comía Mogli. Ambos comieron sentados sobre almohadones en el piso, y por primera vez desde que se conocieron, pudieron hablar bien.
—Quería entender por qué me dejaste, nada más.
—Se me empastó la bujía.
—Eso quiere decir muchas cosas, y no quiere decir nada, Mar. Yo lo único que sé es que estábamos bien, empezando
a ser novios... Yo te amo, y sentía que vos también a mí, y de pronto, de la nada, me dejaste sin una explicación.
—Sí, te expliqué.
—¿Que somos el agua y el aceite? ¿Ésa es la explicación? No somos tan distintos, Mar. Y si con eso te referís a que vos sos huérfana y pobre, y yo supuestamente soy el rico, te quiero decir que eso para mí no significa nada
—No, para vos no —dijo ella bajando la cabeza.
—¿Y para quién sí? —dijo Thiago empezando a comprobar su teoría—. ¿Para mi papá?
—Yo ya debería irme... —dijo Marianella.
—¿Mi papá te dijo algo? ¿Él te prohibió ser mi novia?
—No es que me prohibió, pero...
—¡Fue eso! —exclamó Thiago, tan enojado con Barto como aliviado de que Mar lo hubiera dejado a su pesar—. Mi amor, yo sé que mi papá es pesado, él no quiere que yo me junte con ustedes...
—Ya lo sé...
—Pero él no quiere porque le parece que ustedes pueden sentirse mal... —Mar lo miró como si hubiera dicho un lotal desatino. —Yo no estoy de acuerdo con él, pero mi papá cree que si ustedes están en contacto conmigo y con mis amigos, y ven el estilo de vida que llevamos, se pueden sentir mal... No lo hace de malo, él piensa que así los cuida.
—Sí, claro —dijo Marianella compadecida de la mentira en la que vivía Thiago.
—Estemos juntos, Mar..., por favor. Te amo, pienso en vos todo el día, yo te amo de verdad.
—No quiero que a tu viejo se le caiga la medianera.
—No tiene por qué enterarse —dijo Thiago—. Podemos ser novios en secreto... —le propuso con una gran sonrisa cómplice.
Esa sonrisa que haría bajar una y otra vez la guardia de Marianella y que ella llamaría «la sonrisa compradora», esa sonrisa ancha como brazos extendidos. Él se acercó a ella, le tomó el mentón y le giró la cara.
—Si vos me decís que no querés, yo no te molesto más.
Pero si es por mi papá, él no decide por mí, y tampoco por vos.
Ella entonces lo besó. Además de desearlo, quería ocultar sus lágrimas. Desde el día en que Bartolomé la había obligado a cavar su propia tumba, había llorado cada noche hasta dormirse, deseando que Thiago viniera a rescatarla de su prisión. Y una vez más, Thiago, su príncipe hermoso de sonrisa compradora, había estirado su mano para sacarla de esas aguas oscuras en las que se estaba ahogando.
Ser novios en secreto hasta resultaba divertido, pero Mar insistió en que secreto significara realmente secreto, que nadie, salvo ellos, lo supieran. Y así fue durante un buen tiempo. Disfrutaban de la complicidad, de ese secreto que era sólo de ellos; de mirarse de reojo mientras todos desayunaban en la cocina; de escuchar esa canción que les gustaba a los dos y cruzar miradas, sabiendo que nadie más entendía el significado que ellos le atribuían. Como Bartolomé le había confiscado el celular a Marianella, Thiago le regaló otro; las charlas y confesiones amorosas de la noche eran una felicidad mucho más grande que lo que había podido imaginar Mar en toda su vida. Los mensajitos de textc eran pequeñas victorias cotidianas, eran el amor triunfando sobre el destino.
Mar le ganaba unos minutos a sus obligaciones, y se iba hasta una plaza cercana, donde él la buscaba a la salida del colegio. Pasaban valiosísimos minutos tirados en el césped, besándose, charlando, mirándose. Ella amaba contar sus lunares, mientras él le hablaba de su infancia, de su madre, de su vida en Londres. Antes de volver a la mansión, permanecían unos minutos en silencio, ella recostada junto a él, con su cabeza apoyada en su pecho; le encantaba el olor de Thiago y la sensación de la textura del paño del uniforme del colegio sobre su rostro. Luego regresaban caminando de la mano, para separarse a un par de cuadras de la Fundación, a la que llegaban por separado. Volver a verse en la casa y saludarse, como si no se hubieran visto, la risa disimulada y cómplice al comprobar que ambos tenían rastros
de césped en su ropa, y los miles de códigos y guiños cómplices que tenían, eran el alimento de ese amor que crecía en secreto.
Pero el amor se resiste a permanecer en secreto por mucho tiempo, es propio de la naturaleza del amor el deseo de expresarlo, de compartirlo con los otros; además de amarse, los amantes quieren decirle al mundo que se aman. Ambos consintieron en que cada uno le contaría a un amigo su secreto, para tener con quién compartirlo.
Mar se lo contó a Jazmín, quien le dijo que ya lo había leído en su ojos, y estuvo feliz por ella. Thiago se lo contó a Nacho, sabiendo que posiblemente era un error, pero Thiago consideró que Nacho no podría ocupar su lugar de mejor amigo si él no lo trataba como tal. Él criticó su decisión, no podía entender que se hubiera enamorado de la Blacky. Pero esa reacción era esperable tratándose de Nacho, incluso ese tipo de actitudes era lo que lo divertía de su amigo. Con lo que no contaba realmente era que Nacho se lo dijera a Tefi. No fue una traición, sino un descuido de desbocado. Tefi se sintió humillada, no sólo porque Thiago jamás había vuelto a fijarse en ella, sino porque había preferido a esa villera.
Entonces Tefi buscó y encontró la ocasión de poner al tanto a Bartolomé. Una tarde que estaba en la habitación de Thiago con él y con Nacho haciendo un trabajo práctico para el colegio, bajó a buscar algo para tomar, y allí se topó con Marianella. Tefi se dio cuenta allí, al ver la sonrisa de la otra, rae la odiaba muchísimo más de lo que creía. Al advertir que Bartolomé estaba en su escritorio con la puerta abierta, se acercó a Mar, y comenzó a hablarle, dándole a entender que conocía su secreto.
—Tan calladita vos, quién diría, ¿no?
—¿Quién diría qué? —respondió Mar, beligerante.
—No hace falta que disimules conmigo... conozco tu secretito —dijo Tefi levantando la voz.
Barto las oyó hablar desde su escritorio y paró la oreja.
—No sé de qué hablas —disimuló Mar.
—De tu noviazgo —dijo Tefi.
Mar se apresuró a negar, pero Tefi continuó, sabía p fectamente cómo hacerla saltar.
—Bah, noviazgo... chape. O sea, es obvio que ni ahi das para novia, se está sacando las ganas un rato.
Mar la miró con profundo odio. Tefi sonrió.
—¿Vos también te sacas las ganas un rato, no? O s< obvio que vos y él jamás van a llegar a nada —arremetió c rencor y la miró—. ¿Acaso vos pensás que sos la novia verdad? ¿Vos crees que él te ve así? Obvio que no, es mí en el colegio sale con una chica distinta cada día.
—Mentira —dijo Mar y trató de contenerse, de no habí más.
—Ay, me muero, pobrecita... ¿Te hizo el novio y le creíste? ¡Ay, pobre, sos re mucama engañada!
—Yo soy la novia —dijo Mar apretando los dientes.
—Sí, veo que vos te crees la novia. Pero él no es tu novio.
—Es mi novio.
—No, mi vida, no.
—¡Es mi novio! —gritó Mar, y se quedó dura al ver a Bartolomé apoyado en el marco de la puerta del escritorio.
—¿Quién, Marita, quién es tu novio?
Mar se quedó demudada, y se maldijo por haber caído e la trampa que le había tendido Tefi. Sintió algo de alivio cuand vio bajar las escaleras a Thiago, él podría ayudarla a sortea esa complicación, o al menos acompañarla a enfrentarla jun tos. Thiago vio la tensión que había allí abajo, y preguntó:
—¿Pasa algo?
—No, acá Marita nos está contando que está de novia..
Thiago miró absorto a Mar, que lo miró angustiada.
—Yo no... o sea...
—Marita, ¿no crees que siendo tu tutor y/o encargado tengo que saber estas cositas? Si estás noviando, lo tengc que saber, che..., por ejemplo, ¿con quién?
—No, es que... o sea, no es que estoy de novia, o sea...
—Gritaste «es mi novio» —continuó Bartolomé.
Thiago miró a Mar, extrañado. Luego vio la sutil sonrisita de Tefi, y algo imaginó de lo que había ocurrido.
—¿Quién es tu novio? —volvió a preguntar Bartolomé.
—Rama —mintió Mar, totalmente acorralada, y con tan mala suerte que en ese momento Rama entró desde la calle.
—Así que Ramita... —exclamó Bartolomé.
Rama lo miró extrañado.
—¿Qué pasa conmigo? —dijo éste.
—No, que acá Manta me está contando el secretito que se tenían guardado, che...
—¿Qué secretito? —dijo Rama y miró a Mar, que bajó la cabeza.
—Se lo tuve que contar, Rama... —dijo ella sintiéndose horrible.
—¿Qué cosa?
—¡Que son novios, che!
—¡¿Quiénes?! —exclamó Rama ya un tanto irritado.
—¿Cómo quiénes? Vos y ella —dijo Bartolomé—. ¿O no es cierto?
Rama miró a Mar, que apenas lo miraba. Observó a Thiago, que con un gesto imperceptible le pidió que se sumara a la mentira. Aunque Rama no tenía la confirmación, suponía que Mar y Thiago estaban viéndose en secreto, y adivinó que la mentira de Mar era para ocultar eso. Le provocó un profundo dolor que justamente lo hubiera usado a él para disimular, sin embargo, dio un paso hacia ella y pasó un brazo por su hombro.
—Sí, es verdad. Mar y yo somos novios... —aseguró y miró a Bartolomé—. Tenemos derecho, ¿no?
—Mira qué bien la parejita, che... —dijo Bartolomé escudriñándolos.
Luego clavó los ojos en Thiago, y luego en Tefi, que negaba indignada. Y extremó la escena con una provocación abierta.
—Bueno, a ver... ¡Un besito de los noviecitos!
—No la voy a besar delante de usted —dijo Rama, ofuscado, y se retiró, con una enorme angustia y enojo por su forzada complicidad.
Pocos días después de haber visitado el tablao Tacho se sorprendió mucho al encontrarse con el anciano en la Fundación, acompañado de un joven moreno y elegantemente vestido. Ambos estaban de pie en la sala de la mansión.
—¡Don gitano! —exclamó Tacho absorto—. ¿Qué hace acá?
—¡Payo! —exclamó el hombre—. Vine para hablar con el responsable de este lugar.
—¿De? —dijo Tacho más intrigado aún.
—De tu gitanita... Cuando me dijiste que había una gitana viviendo en un orfanato, lejos de su gente, mandé a mi nieto a averiguar, la descubrió aquí y vio que era bella y casadera.
—¿Cómo casadera?
—En edad de casarse. Acompaño a mi nieto para pedir en matrimonio a la joven. Ya sabes cómo esto, payo... para casarse con ella, hay que ser gitano.
Tacho estaba desesperado. Cuando Bartolomé hizo pasar al anciano y su nieto al escritorio, se acercó para escuchar lo que hablaban. Sin dilaciones el anciano fue al punto: sabían que allí había una joven gitana y la querían como esposa.
—¿Ah, sí, che? —respondió Bartolomé.
—Entiendo que es huérfana.
—¿Pero vos estás noviando con mi gitanita? —preguntó Bartolomé al joven, preocupado de que se le hubiera pasado semejante novedad.
—No, no he cruzado palabra con ella —dijo el joven gitano, como si eso fuera un detalle menor.
—¿Y te querés casar? —preguntó absorto Bartolomé.
Los gitanos lo miraron como si hubiera hecho una pregunta absurda. Bartolomé los escudriñó y vio todo el oro que llevaban puesto encima, y dedujo, acertadamente, que serían gente de mucho dinero. Vislumbró una posibilidad lucrativa en esa insólita propuesta.
—¿Y cómo sería el tema, che? —inquirió—. ¿Hay que preguntarle a ella si quiere?
—Por supuesto —aseguró—. La novia gitana debe estar de acuerdo, y luego nosotros arreglaríamos la dote.
—Mire qué interesante... Y la dote... en el caso de ella que es huerfanita, ¿con quién la arreglarían?
—Con usted, es su tutor, ¿no es cierto?
—¡Ciertísimo! —dijo Barto.
Tacho comprendió que Bartolomé no tendría ningún escrúpulo en vender a Jazmín si podía lograr una buena dote, aunque no tenía idea de lo que significaba esa palabra, entendía que hablaban de dinero. Se acercó más aún a la puerta, para oír lo que ya se había convertido en una negociación.
El gitano anciano había anotado una cifra en un papel. Bartolomé la miró y se le cortó la respiración, era mucho más elevada de lo que imaginaba, mucho más de lo que la gitana podía producir para él. «Ya está vendida», pensó, mientras intentaba disimular su excitación para disponerse a negociar.
—¿Tan poco? —dijo, dejando en claro que ahí comenzaba un regateo.
El gitano se sorprendió ante la reacción de Bartolomé, y se miró con su nieto.
—¿Le parece poco?
—Bueno, usted vio a mi Jazmincita... yo creo que bien vale una dote mucho más gorda, ¿no?
-¿Usted me está pidiendo que suba la dote? —repreguntó el anciano, realmente consternado.
—Le estoy diciendo que París bien vale una misa, y mi Jazmincita bien vale un número más digno que ése.
Los gitanos volvieron a mirarse muy asombrados, y el anciano tachó el número y escribió uno un poco más alto.
—Vamos, vamos... afile el lápiz, ¡che! —exclamó Barto lomé ante el segundo número y el anciano lo miró realmente absorto.
Tacho se desesperó, y empezó a pensar a quién recurrir maldiciéndose por haber traído él mismo con su absurda idea a esos gitanos a la casa. Pensó en buscar a Cielo o Nico, cuando de pronto la puerta del escritorio se abrió y Bartolomé indignado echaba a los gitanos.
—¡Se van ya mismo, se van!
—Vamos a volver por la gitana —advirtió el anciano.
—¡Usted no va a volver por ninguna gitana, regresen sus chozas! ¡Se van!
Abrió la puerta, los hizo salir, y luego cerró, ofuscadc dando un portazo. Tacho no entendía nada.
—¿Qué pasó, don Barto? —se animó a preguntar.
—¿Podes creer que estos gitanos roñosos vinieron pedirme la mano de Jazmincita? ¡Qué descaro! ¡Querían arreglar la dote, la plata por ella!
—¿Y usted no quiso venderla? —preguntó Tacho perplejo.
—¿Qué venderla? ¡Querían que pagara yo! ¿Podes creer que entre los gitanos la dote la pone el padre de la novia?
Y salió, refunfuñando por esos mugrientos que le habían hecho perder su tiempo. Tacho empezó a reírse tanto de su infundado temor como del enojo de Bartolomé.
Pero al día siguiente Tacho regresaba a la mansión cuando vio una escena que le hizo hervir su sangre paya. A pocos metros de la Fundación, el gitano joven que había acompañado al anciano discutía con Jazmín y forcejeaba con ella sujetándola de un brazo. Tacho corrió, y como un animal salvaje, se tiró encima del gitano, apartándolo de Jazmín.
—¡No la vuelvas a tocar! —le dijo apretando los dientes.
De pronto el gitano sacó una navaja, ante la que Tacho retrocedió. Jazmín vio el brillo del acero y ahogó un grito de espanto. Y vinieron a su mente trozos sueltos de su pasado familiar. Gritos. Más gritos. Los zapatos de su padre, los zapatos de otro hombre. Olor a cigarro. Un grito desgarrado. Su padre cae. Su madre cae. Sangre. Dolor.
Entonces enseguida Jazmín reaccionó y comenzó a gritar, pidiendo ayuda. Tacho miraba al gitano con odio, y ambos empezaron a caminar en círculos, enfrentados, como dos gallos de riña.
—¡Fuera! —amenazó el gitano.
—Soltá la navaja, si sos tan macho. jflBfe
—¡Fuera! —gritó el gitano. iH
Y Tacho se le tiró encima. El gitano le hizo una herida U
en el brazo con un rápido movimiento de la navaja pero Tacho, más rápido aún, le retorció la mano, lo obligó a soltar el arma, le dio un codazo en la mandíbula, lo derribó y empezó a pegarle sin freno.
A duras penas Nico, Rama y Thiago pudieron separarlos cuando acudieron ante los gritos de Jazmín. Apenas le sacaron a Tacho de encima, el gitano huyó. Tacho estaba enajenado. Lo miraba con odio y quiso seguirlo, arrastrando unos metros a los otros que lo frenaban.
Nico logró serenarlo, y Jazmín contó lo que había sucedido: el gitano había venido a buscarla, le dijo que ella era gitana y debía vivir entre gitanos. Como ella se negó, el gitano se puso violento y quiso llevarla por la fuerza. A pesar de que la intervención de Tacho era justa, Nico desaprobó que hubiera recurrido a la violencia.
—Pero él sacó una navaja —dijo Jazmín justificándolo.
Más tarde, mientras Jazmín le curaba la herida, sintió que ningún gitano cuidaría mejor de ella que ese payo. Y se mm
enamoró irremediablemente de Tacho cuando él le contó la manera en que esos gitanos habían llegado allí, cuando le habló, con el corazón en la mano, de su deseo de ser gitano para complacerla, para ser digno de ella.
Jazmín lo besó con ternura y con pasión. Lo supo en esemomento, y para siempre. Tacho sería el payo de su vida. Y ella, su novia gitana.

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